Coetzee, el anonimato del individuo y la soledad de Michael K.


Por Carlos Skliar*

Podríamos imaginarlo de este modo: un lecho de cartones sobre un suelo y un cielo desnudos; olores: a vino rancio, a cigarrillos aplastados, y un sudor de décadas. La náusea no alcanza a pronunciar el hedor de una tierra que mezcla hierbas muertas y el humo rancio de una pólvora deshecha entre las manos.
Durante meses Michael K. atraviesa Sudáfrica en la  búsqueda de nada: tal vez silencio, quizá la impermanencia, esquinas o rincones donde echarse a no pensar, a no sentir, a no poseer, a no ser poseído. Sin embargo, todos y cada uno de los que se cruzan con él quieren saber, le preguntan, interrogan, escudriñan, juzgan. Nunca puede estar a salvo ni siquiera apartándose, huyendo, corriendo.
Sí, hay que correr para alejarse, para olvidarse, para escaparnos de nosotros mismos, para espantar con el movimiento acelerado de las piernas y los brazos todo lo ruinoso del mundo. 
¿Quién no habrá querido tantas veces acabar con algo, con alguien, simplemente corriendo? Ni con las palabras, ni con la presencia, ni con la responsabilidad, ni con la vieja o nueva moral: apenas correr, irse corriendo, salir corriendo.
Michael, con su labio leporino y su debilidad mental,  busca sólo un sitio donde echarse: no tiene nada para mostrar, nada para enseñar, nada que declarar. El toque de queda de la guerra siempre lo encuentra a medio camino entre el aire libre y el escondite, entre lo visible y lo oculto, entre el silencio y el requerimiento.
Le piden, le exigen que cuente su vida. Él no es más que un jardinero sin nadie en el mundo que sólo mira el piso y conversa con los bichos, como todos los jardineros. No tiene documentos, se vuelve un eterno prisionero de cárceles, hospicios, centros de reeducación.
El mundo es para él una inmensa institución de la que pretende evadirse. Esa es su meta, una meta discreta, austera, humilde: quieren que lo dejen en paz, quieren que no lo interrumpan, que no le pidan un origen, un lugar, un destino o porvenir. Pronto se dará cuenta que es imposible: nadie, ni las bestias más deformes, ni los niños más autistas, ni los sordos más ciegos, podrán alguna vez pedir la paz, un tiempo sinsentido, estar en ninguna parte para hacer nada.
Ese es el mundo nuevo, el mundo por el que otros batallan, ese mundo por el que otros matan y mueren, mueren y matan.
Michael K. se siente más parecido a un gusano o un topo,  que también son parecidos a los jardineros, solo que viven en silencio. Él vive en medio del barullo de la miseria y la guerra, como un topo o un gusano, pero sobre un absurdo suelo de cemento.
El anónimo es, literalmente un ser sin nombre. El personaje de Coetzee se arrastrará entre las sombras para no ser visto, para que no le pregunten su nombre. Pues aunque lo diga, nadie creerá en esa silueta carente de luces, todos sospecharán de su condición, todos darán por cierto su imposible existencia.
Su cuerpo se verá sometido a los vejámenes de la moral: traslados forzosos en tren, trabajos impagos, desplazamientos interminables, la migración como destino. Como si Michael K. fuese sólo una hoja otoñal a expensas de cualquier viento: débil en su altura, frágil en su vuelo, incapaz de tocar la tierra con sus propios pies.
Pero lo que más perturba en Michael K. es que se trata de la presencia incógnita de lo humano. No habrá metáfora o diagnóstico que pueda con ello: duro de entendederas, con un lenguaje de superficie, incapaz, gusano, imbécil. Todo lo que se dirá de él no es más que un recubrimiento penoso de la pregunta esencial: ¿es éste hombre un tonto que nada comprende o se trata, en realidad, del último representante de una especie humana ajena a las metralletas y las torturas, un ser cualquiera que insiste en una travesía fútil y despojada, un miembro único de una estirpe solitaria que, por ello mismo, resulta una amenaza al nuevo mundo, ese mundo del estruendo, el cañonazo, las metralletas y la estampida?
Vaya incógnita insoportable.
Indagado por los funcionarios, su historia escapa de toda comprensión gubernamental. Es un paria, un incómodo superviviente, y algo habrá que hacer con él.
Este es, también, un libro sobre la identidad, y es la lucha descomunal entre la identidad, la soledad, la intimidad y la alteridad. Algo habrá que hacer con Michael, como si fuera imposible no hacer nada, como si no fuera posible dejarlo en paz, desamarrarlo, pensarlo a partir de sí mismo, dejarlo suelto, ni aquí, ni allí, fuera de nuestro alcance, fuera de nuestra inteligencia, pero dentro de nuestra sensibilidad.
Internado en un campo de reeducación, el médico a cargo de los destinos de los desamparados o inútiles o desahuciados será  quien revele toda la impotencia de la cuestión infinita: ¿qué eres Michael K., quién eres, cómo eres, de qué están hechas tus emociones, tus vacíos, tus laberintos, tus pesadillas? ¿Por qué no nos das tu testimonio de una buena vez para acabar con la duda? ¿Qué hay más allá de tu apariencia de monigote, de payaso? ¿Por qué no te has quedado en tu sitio, en medio de los matorrales?
Michael K. no responderá o responderá con su propia vida, una vida que nadie es capaz de mirar en su intensa complejidad y transparencia. Un hombre que se convierte, así, en el preanuncio de una época hoy completamente diseminada y considerada normal: almas impedidas de soledad, clasificadas de pies a cabeza, contaminadas de predicamentos vacíos y huecas doctrinas. 

(Texto correspondiente al libro inédito: Escribir, tan solo).


Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960). Investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y del Consejo Nacional de Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos, poemas y micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: Voz apenas (Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2011), No tienen prisa las palabras (Barcelona, Candaya, 2012) y Hablar con desconocidos (Barcelona, Candaya, 2014).