Rafael Aguirre, escritor y
psicólogo nacido en Medellín. Tallerista en Creación Literaria Casa de la
Cultura de Itagüí. Ha publicado: Las tentaciones de Tánatos (2002), Los
octámbulos (2006), La Bruja que me amó
y otros cuentos de amor (2007), El Cuento
de mi cuento y otros minicuentos (2011). Primer Premio en el I Concurso La
Historia de mi Barrio, Itagüí 1990. Preseleccionado Premio Nacional de Cuento
1998 de Mincultura.
LA
EMPRESA DE ORENCIO K 48
Y a la postre de
tantos siglos de dolor, de tantas y tan cruentas guerras inútiles, de tantas
penas inherentes al diario vivir y de otras que se pudieron evitar, los humanos
se volvieron tan insensibles, tan duros de corazón, tan fríos sus espíritus,
que las lágrimas empezaron a ser cosa del pasado. Por algún mecanismo de defensa
o por saturación de motivos para llorar, las glándulas lagrimales y sus
conductos se atrofiaron hasta desaparecer por completo de la fisiología del
dolor o de la alegría intensa, pues también desaparecieron los motivos para
reír hasta llorar.
Hasta entonces había
sido el ser humano el único animal que lloraba sobre la faz de la tierra, o
casi el único, pues se constató que aquello de las lágrimas de cocodrilo era
verdad.
Sin embargo, para
muchas personas y ante determinadas situaciones era necesario llorar, sobre
todo en los cortejos fúnebres de personajes importantes donde mostrar sendas
lágrimas rodar por las mejillas era signo de alcurnia social.
Fue, entonces, cuando
cobró inusitada validez la empresa de Orencio K48, quien construyó en su casa
de campo unos estanques y se dio a la tarea de criar cocodrilos con el único
fin de extraerles sus lágrimas, pues se cotizaban a buen precio, se acomodaban
con naturalidad a los resecos ojos humanos en los supuestos momentos de
tristeza o cuando era necesario mostrar algún lagrimón en sociedad.
No era fácil hacer
llorar a un cocodrilo y esto hacía más ardua la labor en el zoocriadero de
Orencio K48. Ellos, los cocodrilos, tenían capacidad de llanto pero cada vez
era más difícil ordeñarles su acuoso sentimiento. Algunos lloraban ante la
audición de canciones del folclor vallenato, otros ante las rancheras y a otros
era necesario hacerles oír canciones de ópera.
Frasquitos con lágrimas de cocodrilo
se exportaban a todas partes para humedecer ojos estériles y disfrazar de dolor
la frialdad humana. Y para tratar de volver a vivir los lejanos días del
desahogo.
PERORATA DEL ESCRITOR
VACÍO
No tengo tema para
sentarme a escribir. No se me ocurre ninguna idea. Si tuviera algo sobre que
escribir, estaría escribiendo. No tengo más remedio que escribir que no tengo
nada que escribir. Sin embargo, al escribir que no tengo nada que escribir, ya
estoy escribiendo y claro, también descubro que al escribir sobre no tener nada
que escribir, ya tengo un tema. Y ya es algo sentarse uno a escribir que no se
tiene nada sobre que escribir, pero, ¿de qué otra manera pudiera aprovechar el
tema de no tener que escribir para ir más allá de decir que no hay nada que
escribir? La respuesta no debe ser otra que… escribiendo. Entonces, sí tengo
sobre que escribir y de hecho lo estoy haciendo; mejor dicho, ya lo hice,
prueba de ello es que usted, amigo lector, me está leyendo y ya es bastante que
alguien lea sobre otro que escribió no tener nada que escribir.
Y qué curioso sería encontrar un medio
editorial que, no teniendo nada que editar, le publique a un escritor que lo
único que escribió era que no tenía que escribir y el producto final llegue a
manos de ese lector que no tenía nada que leer.