Por Amílcar Bernal
A Maluriano
“A
mí me gusta viajar, sí, me gusta mucho”, dijo, “tanto que mi hermano me llama
Culo de Hierro”.
Ella
llegaba de Cali y yo la recogí en el aeropuerto. Íbamos por la veintiséis hacia
el centro y luego voltearíamos a la izquierda, rumbo al norte. Pensaba dejar la
maleta en el apartamento de su hijo, sacar unos calzones limpios y cambiarse de
zapatos para ir a dormir donde su hija, en otro barrio. Itinerarios.
“Me
puso ese apodo”, siguió, “porque una vez íbamos juntos de Bogotá para Cali, él
manejando y yo de pato, cuando por ahí en La Uribe entró una llamada de mi
hija. Estaba en el Putumayo y no quería que yo pasara la navidad en Cali sino
que me fuera para allá a pasarla con ellos, en la finca. Colgué y le dije a mi
hermano: cuando lleguemos a Cali no me deje en mi casa sino en el terminal,
pues voy a coger un bus para Pasto. ¡Culo de hierro!, me dijo con la ternura
que se habla a los locos queridos. Diecisiete horas después llegué a Pasto y de
allí me fui en un taxi hasta El Putumayo”.
“¿Y
tú?”, agregó.
Nos
había detenido la amenaza de un semáforo en rojo, como a quien atan con un lazo
que no existe.
“Yo
no viajo”, contesté, “soy de un solo sitio. Los libros pasean y vuelven a
contarme. Durante muchos años mis viajes fueron al bar. Ahora sólo voy a la
biblioteca y al cine”.
“¿Entonces
qué putas hacemos juntos?”, preguntó con el tono de quien pone una duda en la
maleta.
“Pues
nada”, dije, “hacemos el viaje de la amistad. Usted se va a Europa con sus amigos
y yo me quedo. Nos vemos en las cartas. Usted no parará nunca de irse ni yo de
quedarme. ¿Se le mide? “
Meditó
la respuesta como pensando en puertos imposibles.
“¡Sí”,
dijo. Miraba por la ventana. “¡Démosle clavo!”.
El
semáforo cambió para ella, jamás para mí.