Para continuar con la evocación de la intensa década del ochenta
en Colombia, cuando la utopía imperaba, publicamos a continuación el capítulo
“Holocausto” perteneciente a la novela Itinerarios
de la sangre, donde la escritora colombiana Amparo Osorio recrea lúdica y poéticamente
los oscuros acontecimientos del Palacio de Justicia.
La
mancha de humo que ennegrecía el cielo se extendió pesarosa haciendo evocar los
horrores de Hiroshima. Demasiados hilos se cruzaban en la agitada tarde... La
fiebre siniestra del poder subía como una ola afiebrada entre la exigencia de
los unos y la soberbia de los otros.
Aralia
quiso escribir a Nalu sin saber cómo empezar.
Nalu
mío: Ruega
desde tu templo de sombras o tinieblas... Ruega porque no haya un desenlace
fatal... El país ha sido tomado por un comando del M19 en su desesperada
intención de abrir diálogos. ¡Asómate y contempla!
El Palacio donde se congrega la Justicia. El tercer poder, ahora preso... El
recinto a cuya entrada irónicamente se lee: Colombianos: si las leyes os han
dado la independencia, las armas os darán la libertad. ¿La muerte Nalu?
¿Esa es la única libertad posible en esta larga historia escalofriante? Nunca
conocerás otro horror... Lo que parecía ayer un juego hoy es un gran duelo.
Por mi
ventana contemplo el paso triunfante de la guerra...
La carta
quedó interrumpida cuando la radio dejó escuchar la voz suplicante de un
magistrado queriendo ser escuchado por el Presidente.
Sus
frases brotaron como una súplica lastimera atravesando la lluvia de la tarde:
—Que el presidente pase... Deseo hablar con el
presidente...
Aralia
suspendió la escritura ante el dramatismo de la transmisión:
—Es
urgente. Es necesario que nos oiga.
La
respuesta negativa invadió el aire con sus puñales de angustia
Se
sobresaltó con las nuevas y desgarradoras noticias: el gobierno estudiaba la
decisión de un asalto. La hora exacta, el minuto, el segundo, se decidían
vertiginosamente sin posibilidades de arreglo.
Cerró
los ojos evocando los lejanos palacios de cartulina incendiados en la inocencia
de los juegos...
—A la
izquierda los buenos —decían Olmo y Violeta—. Ella del otro extremo se defendía
con la presencia de Nalu. Cada uno encendía un pequeñito fósforo y lo arrojaba
a los minaretes de cartón. Quien primero apagara el fuego era el vencedor.
Serían suyos los ríos de plastilina y los árboles de escarcha, las diminutas
vacas de plástico robadas de los pesebres y el aljibe con su arrugado lago
plateado hecho de papel de cigarrillo.
La vida
sin embargo ahora dejaba de ser la inocencia para convertirse en una
contradictoria pesadilla de sangre y fuego.
Imaginó
el ruego íntimo de los rehenes en medio del amenazante ulular de las sirenas.
Sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas, mientras una terrible
sensación de impotencia apagaba las voces de la ciudad y contenía sus latidos
para que sólo se escucharan los horribles radio-teléfonos impartiendo las
siniestras señales.
Las
descargas de los gases lacrimógenos invadían las edificaciones vecinas que
estaban siendo desalojadas. La única movilidad posible en el tenso paisaje, era
el vuelo contradictorio y torpe de las asustadas palomas.
Pensó en
todos los que habían desaparecido misteriosamente. La vida borraba los rastros
y no era tiempo de preguntas. ¿Los que habían sido un sueño vivo encarnado en
la utopía harían parte ahora del siniestro escenario?
¿Era
posible que el Nómada no estuviera en el exilio y escondido hubiera continuado
desde la sombra gestando una revolución profunda?
¿Estaría
participando en este nuevo golpe? ¿Quiénes pertenecían al movimiento desde
aquellos tiempos en que la insurrección era inminente?
Un
purgatorio de dudas y preguntas aleteó en su estómago. Tal vez Nalu mismo,
encarnación de tantos rostros, era prisionero de aquella loca atmósfera de
pánico.
Sacudida
por el estrépito de los francotiradores, la tarde se convulsionaba dejando
escapar un lastimero: No puede ser, que giraba como una mancha
vergonzosa sobre las bocas tristes...
¿El
gobierno en pleno decidiría el arrasamiento del Palacio de Justicia y todos sus
moradores?
Ellos
nunca lo habían hecho. Perdieron cientos de palacios en las pirómanas andanzas
pero jamás uno de los pequeños habitantes de madera, ni sus coronas de papel,
ni sus trajes de estropajo, ni los soldaditos de plomo que custodiaban las
esquinas, ni una vaca, ni un árbol, ni una estrella.
Nuevos
extras radiales dejaban escuchar una vez más la voz suplicante y temblorosa del
magistrado Reyes Echandía, pidiendo el cese al fuego por parte del gobierno.
Se
sintió el largo transcurrir del tiempo alistando sus jinetes de muerte.
Aralia
seguía con el alma suspendida contemplando el horror mientras el centro de la
ciudad estaba siendo desalojado y acordonado.
Sobrevolaban helicópteros. En sus tejados
aledaños se organizaban líneas de fuego.
A la Cruz Roja se le había impedido ingresar.
Se preparaba un tanque Cascabel para derribar la puerta principal de la
edificación y se alistaban vehículos blindados que reforzarían la entrada de
unidades de infantería.
Sintió
que el humo del recuerdo subía enterrando la lúdica. Que todo el ayer era un
fantasma cobrando forma en la guadaña de la muerte... que se rompía para
siempre la infancia...
Súbitamente
se dio la orden de Ley Seca y Toque de Queda a las seis de la tarde.
El
tiempo se acababa. No más treguas. El ejército precipitaba un asalto en aras de
la soberanía nacional. Los insurgentes pretendían que se develara la verdad
sobre el Proceso de Paz... que se llegara a una conciliación sin víctimas.
Mientras tanto se sabía ya de los rehenes refugiándose en los baños de la
planta alta...
Volvió a
pensar en los rostros conocidos. Imaginó las oraciones íntimas, las frases
consoladoras. Pensó en los rictus y el desbordado río de los pechos bajo las
aguas de la incertidumbre. ¡La vida pendiendo de un hilo ajeno!
¡Quizá quedara una esperanza, a lo mejor
ninguna!
Sintió
ganas de recorrer las calles intentando llegar a las proximidades del Palacio.
Tal vez las noticias más concretas ya estaban siendo filtradas por las
autoridades, o se hallaban sólo en manos de la prensa apostada en el lugar. Era
posible que desde un sitio más próximo a los acontecimientos existieran datos
más precisos...
Se
hablaba de 35 combatientes. Se citaba a la columna Iván Marino Ospina como
gestora del golpe. Recordó que Violeta había pronunciado ese nombre anotado por
el Nómada en el reverso del sobre que contenía la novela.
Las listas iban y volvían. Magistrados al
interior del palacio. Visitantes ocasionales que no aparecían. Estafetas,
secretarias, archivistas, conductores, empleados de la cafetería, vigilantes...
Avanzó
por las calles desoladas, en las que sólo se oía el extraño zumbido de los
radios portátiles, sintonizados en diferentes emisoras.
Las
cadenas radiales parecían luciérnagas enloquecidas en su infinitud de pesquisas
y apenas de cuando en cuando dejaban infiltrar algunos motivos posibles de la
toma, mientras el presidente decretaba la Hora de reflexión: un llamado
a la rendición sin condiciones.
Llegó
hasta donde los cordones de seguridad lo permitieron. Nuevos vehículos
blindados avanzaban sigilosamente por las calles aledañas. La tarde pasaba como
una eternidad innombrable. La tarde quemando sueños y esperanzas...
—No hay
que perder la fe. Van a negociar —aseguró alguien con los ojos anegados en
llanto.
—Que se
margine al ejército...
—Y a la
policía también… —agregaban unos cuantos.
Alguien
gritó, en medio de la angustia, que estaban negociando. Que habían empezado a
soltar a algunos rehenes.
—No
—fueron recuperados por las fuerzas del poder —opinaban algunos.
Todo era
contradictorio. Las palabras perdían su sentido. Las emisoras emitían versiones
antagónicas. La noticia desafiaba las mordazas y lanzaba sin aspavientos su
desesperación colectiva...
—Soltaron
a unos magistrados.
—El
magistrado B., el magistrado N., el magistrado L.
—Apresaron
a Almarales... lo llevan a la Casa del Florero. Tiene una bala en la pierna. Va
cojeando.
Los
grupos callejeros fueron obligados a disolverse:
—A la
casa o a la cárcel —decían los comandos del GOES—. Quince minutos para el toque
de queda... Se largan...
Atravesó
las calles intentando leer los rostros abatidos. Las manos anónimas se tocaban
crispadas y fraternales, como si en el roce momentáneo de unos dedos pudiera
estar el detener el mundo, el invocar un dios que súbitamente suspendiera el
tiempo... disolviera la sombra...
Ya en su apartamento contempló desde su
ventana la tarde llenándose de cocuyos, mientras sentía que el país entero
encendía velas y se inclinaba ante imágenes veneradas. Cada uno rezando a su
manera o apegado a su credo, imploraba la vida.
Sobre el
cielo brumoso de la noche se escucharon los primeros disparos aislados... Las
venas se henchían. La respiración agitada hacía oleadas profundas hasta
perderse entre los intersticios del pecho y robar el aire.
Aún
quedaba el instante siguiente. La posibilidad de un milagro, viniera de donde
viniera.
Las
calles afuera transcurrían solitarias veladas por una tensa calma y una sutil
llovizna. Trajo unos binóculos. Los tejados de la Plaza cobraban movimiento
entre uniformes negros y pasamontañas...
Pensó de
nuevo en quiénes más integrarían el grupo. Ya se habían dado algunos nombres
que nada le decían: Jacquin, Otero, Guillermo Elvecio Ruiz, Vilma Franco y
Marcela Sossa. ¿Serían reales? ¿Seudónimos? ¿Quiénes eran Lázaro y Abraham?
¿Dónde estaba el resto de la lista que aún no era develada? ¿Habría un Nómada,
un Timonel, un Nalu?
Miró con
tristeza la carta intentando agregar unos renglones.
Un
teléfono descolgado al interior del Palacio transmitía por la radio los pasos
de la tragedia...
—Al
baño, métase al baño.
—No. Yo
no, se lo suplico...
La voz
desconsolada y suave del Presidente de la Corte interrumpía:
—Serénese
hombre... vamos a demandar que venga... vamos a intentar un diálogo...
Frases
sentenciosas, llantos aislados...
Una
descarga en la inmensidad de la noche sacudió de nuevo las edificaciones
vecinas...
La
noticia cayó como una sombra aterradora bajo el abatido cielo: Se había
decidido la retoma de la instalación... Ya no era posible la luz solar ni la
luz lunar... acababa de firmarse la orden de la masacre colectiva...
Se hincó
sobre su pecho como si estuviera contemplando una película de horror y la
víctima siguiente fuera ella...
¡Qué más
daba! Ya ningún otro suspenso era posible, excepto el llanto —un llanto furioso
y desgarrador— nada cabía en el escenario pavoroso de la noche...
La
televisión transmitía el avance sigiloso de un tanque cascabel subiendo las
gradas de la edificación para derribar la monumental puerta de cobre. Tomado el
primer objetivo, el tanque avanzaba su trompa de muerte incendiándolo todo,
arrasando la vida con sus lenguas de fuego.
Sobre la
una y treinta de la madrugada del doloroso noviembre, un silencio sepulcral
abrazaba la ciudad humillada y adolorida. Sobre la una y treinta de ese
irrepetible día se contemplaba la gigantesca mancha de humo de la barbarie
masiva, de las desapariciones forzosas, del más estremecido holocausto.
Pensó en
la íntima oración que debió aflorar en cada boca... imaginó las consoladoras
palabras finales.
—No
llores Aralia. Era apenas un pequeño palacio de cartulina. Los muñecos están
intactos... las flores no se llenaron de humo. Sonríe... ¿Me perdonas?
Intentó
escribir un último párrafo con la mano temblorosa y fría...
Nalu:
¿Cómo definirte el horror de la barbarie si aún en la memoria pasa la fetidez
de los cuerpos inmolados? Todo ha sido muerte Nalu... Estoy llorando. Imposible
no hacerlo. ¡Imposible que el corazón no se desgarre, que la esperanza no se
pulverice! ¿Puedes medir las dudas de esas almas en los minutos previos que los
separaban de la muerte? ¿Puedes medir la ausencia de un dios clamado durante aquellas
eternas horas? ¿Puedes medir el vacío Nalu? ¿Lo mides? ¡Si por lo menos lo
supiera, para confirmar que aún vives!
No
humilles nunca una flor. Te lo suplico, y si alguna vez lo hiciste...
purifícate en la lluvia de los días.
El
impudor y la desfachatez no tienen límites. Este inaudito olor a inmolación,
este terrible duelo que se cierne sobre todo como un gran pájaro milenario...
¿Sabes?
Elevo una oración en medio de las columnas de humo, una sola Nalu: y que tú
no estés allí... en este fatídico inventario de muertos...
Amparo Osorio. Poeta, narradora y ensayista. Ha
publicado los libros:
Huracanes de sueños (1983); Gota ebria (1987); Territorio
de máscaras (1990); La casa leída (Antología de autores universales, 1996); Migración de la ceniza (1998); Omar
Rayo, geometría iluminada (Entrevista, coautora, 2001); Antología esencial (2001); Memoria
absuelta (2004); Estación profética (Antología personal, 2010); Oscura música
(Antología, 2013) y la novela Itinerarios de la sangre (2014).