Publicamos
el capítulo “Nostalgia” perteneciente a la novela Itinerarios de la sangre donde con una escritura de gran fuerza
poética su autora plasma momentos definitivos de la aciaga historia de los años
setenta. El reconocido narrador y crítico Álvaro Pineda Botero realizó el
siguiente comentario para la contraportada de esta necesaria obra, distante de
los superficiales y desgastados tópicos que tiranizan la nueva narrativa
colombiana:
“Itinerarios de la sangre se lee con emoción
poética y dramatismo sostenido. El lenguaje está lleno de perlas y metáforas
deslumbrantes: monólogo de los relojes en la ardua travesía del tiempo, más
allá de la cima de la tristeza, un eco de invisibles plañideras, misteriosa y
callada en la profundidad de las tormentas, la noche paseándose bajo un viento
tranquilo, vivir era quemarse en los ácidos del tiempo, muda tristeza de la
sonrisa, veneno de la miel; para mencionar algunas. Mientras la acción descansa
y la tensión disminuye, el discurso se regodea en esos pozos poéticos de
incomparable belleza”.
(Evocaciones de Aralia)
Por Amparo
Osorio
Y
aquí estás, Aralia, frente a esas horas espectrales en que el recuerdo asiste
tras una cortina de niebla, midiendo la nostalgia de un pájaro y su sombra, de
un pájaro y su vuelo, de un pájaro y su mortal melancolía. Lacerada por el
verde perdido, por el cemento que avanza, por el ladrillo que se expande y
devora tu pasado. Quemada como un quemón de tierra por las lunas hundidas,
hundida como una piedra agónica. Agónica como la última brizna de hierba que
sobrevive a la sequía. Te preguntas
qué fue de Nalu, de Olmo, del Nómada,
del Alquimista, qué fue de los rostros que ahora son apenas una fotografía
triste. Piensas qué será de otros rostros. Si traerán su cántaro de llanto. Qué
será de estas cartas apolilladas por el tiempo. Aquí, una vez más sobre tu círculo,
sobre tu afuera, sobre tu polvo indescifrable. Como una delirante pesadilla
lees ese pasado ingenuo. Te detienes sobre una línea. La tinta lila ha perdido
perfiles de la inocente letra:
Esta tarde, en el último árbol de cerezos.
No dice más.
Sobre el rostro de nadie que te mira, sobre la voz de nadie, eco que dicta
vacíos desde otro precipicio de los años, sabes que era la cita de la vida. La
primera, la única, la más importante con la presencia de Nalu. Tal vez la
llegada de un poema de otoño, o la hechura de un barco, o sólo la caída de la
lluvia.
Arrancas la
hoja con un dolor antiguo como si algo de ti se hundiera para siempre. Y una
vez más evocas las máscaras del olvido, las inciertas, las ilusorias, las
fugaces por ya desdibujadas máscaras de la incertidumbre, en una vigilia de
errantes galerías como si fueras su último reflejo. Te curvas sobre la
curvatura de tu alma. Todo el ayer es utopía con su carga de sueños, incluso
con su fardo de dolores. Miente el ayer y miente la eternidad, Aralia.
Vas a empezar ya a no ser, como todas las cosas de
la vida. Lo piensas. Casi que lo decides. Los rostros te vigilan. Se te nublan
los años ante las fotos que te espían.
Tú allí con tu vestidito de encaje y de estrellas.
Tu hermana a la derecha con su boina blanca. Luego tu madre bajo un sombrero de
tisú que amabas y al final la abuela, la que ahora escruta en tu mirada como si
ya no fuera vacío acumulado.
—¿Aralia, duermes?
—No madre, estoy tratando de pintar la noche.
—Ven, vamos a tomar unos rayitos de sol.
—Ya voy, estoy en una contemplación.
—¿Pintando qué?
—Un barco madre, un barco que cruzará el estanque.
—¿Oración, qué oración?
—Déjame que contemple ese lívido y hermoso pinochito
de madera que me oye y no cierra los ojos nunca. Luego vamos... Luego los juegos.
El sol será después.
—¿Pero lloras, Aralia?
—No abuela, es el viento.
—¿Cómo? —dilo más duro que no oigo.
—El poema madre... el poema me asusta.
—¿Podrá cerrar tus ojos la postrera…?
—Sí, madre
—Sombra que me llevare el blanco día…
—No lo digas lluvia. No lo digas...
—¿Por la tumba, Aralia?
—Por tu muerte abuela, por la sensación de que te
entierren viva.
—Polvo serás, más polvo enamorado...
—¿Qué dijiste?
—Dije que llueve mucho, que el agua se desgrana
sobre el zinc, que la oigo bajar por las canales, que oscurece. Oscurece
demasiado rápido...
—¿Qué?
—Nada hermanita, nada. Quiero pensar que entre
Pierrot y Quevedo se interponen las galaxias.
—¿Y cae mucha agua?
—Sí, sí, son los dedos de la lluvia...
—Pues corre un poquito la cama.
—Bien, mañana nos acurrucaremos. Pondré barquitos en
el estanque. Canjearé mi naranja por algunos...
—Y Nalu… ¿vendrá?
—¿Quién?
—¿No dices que te visita?
—¡Nunca dije eso!
—¡Sí, te oí hablarle, Aralia! Déjame moverte la
cama. Esa gotera te hará dar fiebre. ¡Si ya no lo hizo!
—¿Qué dices?
—Que te duermas Aralia.
—¡No, no quiero! ¡Nunca cierres los ojos en la
madrugada porque pueden venir los muertos! Duérmete bien temprano o no duermas.
Cuenta estrellas. Cuenta una a una las gotas de lluvia que ruedan en los
tejados. Así, siempre así hasta que amanezca.
—¿Aún no cierras los ojos?
—Ya madre. Ya... deja que el viento pase.
—¿Y tenía fiebre?
—Un poco, pero se ha quedado dormida.
Tratas de no pensar. Sólo que en el estanque había
pececitos. Sólo que Nalu no llegó con los barcos y no tuviste una naranja para
el canje. Y abril te golpea en la melancolía con sus cerezos en flor.
Acercas el olvido. Lo que va quedando de él. No
recuerdas si el sombrero era azul con hebritas de plata o era negro con
hebritas doradas. Si la boina era blanca y era de tu hermana, y si la heredaste
algún día para los cines de domingo.
No recuerdas si el estanque existía o si en lugar de
una pozeta de agua había un surtidor hermoso en la mitad del patio que bañaba
de noche a las estrellas...
Tal vez en la memoria de casa de la abuela se encuentren las respuestas...
—¿Madre?
—Sí, Aralia...
—¿La noche tiene miedo de las mariposas negras?
—¡Mañana te canto las alegras!
—¿Y las mariposas?
—También Aralia, también te mostraré las rosas.
—Bueno abuela. Mañana... Sí, mañana.
Pero la lluvia persistía inclemente como un aullido.
Como una flor herida golpeando la ventana. Y en la oscuridad, en la quemante
oscuridad tus ojos veían el destello del relámpago, la espantada cara del árbol
deshojado. Tus ojos veían, allá, siempre allá la temible mariposa temblante.
—¿Y aleteaba?
—Sí madre, contra la ventana. Aún está allí. Negra,
más negra que la noche. ¡Yo la sentí mirarme!
—Trae el rosario y ven… Tal vez tu abuela... Reza
Aralia, reza conmigo: almas santas, almas puras, almas benditas...
Y rezaste mientras pulsabas su dolor contra la
noche. Rezaste por ellas. Rezaste por ti. Por tu miedo a la palidez de la
abuela. Por la orfandad de tu madre y curvándote contra su pecho cerraste los
ojos para no pensar en la rigidez de los muertos. Rezabas, solamente rezabas.
Afuera llovía todo el llanto por sus ojos. Tú viste la tierra llorar
desconsolada y apretabas el duelo para no pensar, para no asustarte, para
intentar no sentir... Repetías: almas benditas, almas puras, almas santas...
Implorando mentalmente: No vengas. No vengas abuela. Y si vienes a
despedirte, no toques mis pies ni respires a mi oído. Así, toda la noche,
toda la larga noche de lluvia como una letanía, hasta que el alba trajo la
noticia...
Amparo
Osorio. Poeta, narradora y ensayista. Ha publicado los libros: Huracanes de sueños (1983); Gota
ebria (1987); Territorio de máscaras (1990); La
casa leída (Antología de autores
universales, 1996); Migración
de la ceniza (1998); Omar Rayo, geometría iluminada (Entrevista, coautora, 2001); Antología esencial (2001); Memoria
absuelta (2004); Estación profética (Antología personal, 2010); Oscura música
(Antología, 2013) y la novela Itinerarios de la sangre (2014).
Es
Editora de la revista Común Presencia y codirectora de la colección
Internacional de literatura Los Conjurados. Varios de sus poemas han sido
traducidos al inglés, árabe, francés, italiano, portugués, húngaro, alemán,
rumano, ruso y sueco. Obtuvo la primera Mención del concurso Plural de México
(1989), la beca nacional de poesía del Ministerio de Cultura (1994) y el
«Premio Literaturas del Bicentenario» (2010), con el libro Grandes entrevistas
de Común Presencia, del que es coautora.