Por Gabriel
Arturo Castro*
Resucitar es permitir que el espíritu entre a
los huesos, poblarlos de carne, nervios, piel, aliento, pero sobre todo de ese
ánimo del ser que portó el soplo de vida, del creador, en este caso, el
escritor de una obra. Volver a vivir, levantar las sombras, resurgir, despertar
mediante la expresión.
El griego empleaba la palabra anastasis, del verbo anitemi que significa: hacer elevar (y por consiguiente,
construir, erigir, exaltar), poner en pie, restablecer. Es la traducción del
vocablo hebreo qum que significa
levantarse; forma hifil: hequim,
eregir, suscitar.
La creación se asimila y se incorpora a la
resurrección y sólo es posible si existe
un verbo formador-hacedor, encarnado. Ello implica un segundo nacimiento, una
segunda creación, la aparición de una nueva criatura luego de un trabajo
fecundo que sobrevive al tiempo.
Los huesos o las cenizas son vestigios que
sirven de punto de partida para una poética; la ceniza como el residuo
petrificado de la extinción del fuego, instancia de la expiación y la
renunciación. Y los huesos a la manera de imperecederas “semillas del cuerpo de
resurrección” o reanimación mágica del espíritu de la palabra, imagen de la fe.
El trabajo y la muerte sólo constituyen un
sacrificio para asegurar la fecundidad de la creación, el rito necesario. La
obra siempre nos dirige hacia el interior de una oscuridad, de un infierno que
imposibilita toda armonía con el mundo y mejor impulsa su riña, su desavenencia
constante, soledad y escepticismo que hurgan indicios subterráneos, oculta
herida que a la vez indaga y profetiza;
conocimiento del dolor que nos impulsa a buscar, soñar, crear, dudar e
inquietar, todo dentro de un ascetismo y rigor personal que son capaces de
reflejar a otro ser humano: el motivo siempre presente del espejo a pesar de su
inutilidad.
Según J. Boschius, el espejo “devuelve a cada
cual lo suyo”, sentencia seguramente basada en la antigua creencia que la
imagen reflejada y el modelo real están unidos en una correspondencia mágica.
En este sentido los espejos pueden retener el
alma o la fuerza vital de la persona reflejada. Algunos seres como el basilisco
traicionan su presencia al no tener imagen en el espejo o al no poder resistir
ver su imagen bajo la pena de morir. Igual puede ser siempre un provocador de
visiones.
Para Jacobo Bohme es un ojo que al mismo
tiempo es un espejo y se ve a sí mismo.
El soñar con espejos, según Ernest Aeppli,
tiene un significado serio y la antigua interpretación de un presagio de muerte
se explica por el hecho de que “algo de nosotros está fuera, porque nosotros
mismos en el espejo estamos fuera de nosotros”. El espejo sería la mirada hacia
un antimundo corroído por el tiempo.
“El espejo refleja aquí sus imágenes sólo para
hacerlas saltar, para descalificarlas, para confundirlas”, diría G. Bruno. El
espejo es la memoria y el dominio del tiempo profano. Tiempo donde todo es
posible: la noche enemiga se cierra, el mármol se resquebraja, la sombra se
derrumba, caen los límites, las puertas ceden, el cielo se mancha de hollín. Frente
al espejo el terror es silencio y entonces la palabra acoge al verbo, rehace lo
hecho y deja que el misterio irrumpa en la realidad. El silencio como todo lo
contrario a la noción de ausencia: presencia, mejor, de la plenitud y plenitud
del instante presente, según Michele Sciacca.
Silencio que no es indiferencia, ni apatía, ni
indolencia, sino la incesante disposición a obrar, a construir una realidad, un
objeto a través de la distancia que engendra el poder del arte, acto anónimo y
solitario de lucha ante la muerte, la oscuridad, el olvido, la traición, la
ceguera, el desposeimiento y ante ello el sacrificio del poeta, su espera,
reserva, soledad y fatiga.
De ahí la convocatoria a todos los elementos
de un factible mundo poético, poesía que siempre comienza después del despojo
donde opera el poder insurrecto de la memoria, “la voz erguida, vigilante”; la
magia frente a la tristeza y a la sombra, conseguida mediante el cotidiano
esfuerzo, entrega de sí mismo, uniendo el pasado con el presente y borrando el
límite entre la interioridad del individuo y la realidad positiva.
De esa forma es posible la comunión del hombre
con los demás seres, porque según Ritcher, “la memoria es el único paraíso de
donde no podemos ser desterrados”.
La muerte golpea, divide pero no destruye,
pues queda lo singular y lo increíble, lo agudamente humano y lo maravilloso, y
el poeta vincula lo que la muerte dispersa, lo disgregado por la violencia,
reúne los objetos desolados, los hace confluir en un punto de encuentro para anunciarles
la fundación de otro mundo.
Poesía vista como anticipación utópica,
movimiento de antelación profético, luego de asumir un Apocalipsis necesario:
el rayo oculto por la nube, el sol quieto del adivino, la noche y su estrella
apagada, “el olvido en las débiles memorias”, el exilio del sol, pero con la fe que la palabra redime;
llama, pájaro y luz, vehemencia que triunfa sobre la muerte:
Después
de siglos de penoso exilio
regresó
al corazón de su tierra.
Otro
parecía su rostro, otro el andar.
Ninguno
de los congéneres se fijó en él
y
quienes antaño llamábanse amigos
pasaban
de largo.
El
verdadero amor ignora el olvido:
tras
siglos de penosa ausencia,
lo
recocieron la calle en que nació,
el
ave doméstica que no cesa de cantar,
los
brazos únicos de la madre.
(U, El libro de los caminos, Henry Luque
Muñoz)
*Poeta y ensayista colombiano