“Color Sombra” y “Tiempos del Nunca”

A partir del 19 de febrero la Galería La Cometa (Cra. 10 # 94 A - 25) de Bogotá, exhibirá una muestra retrospectiva de la prestigiosa artista Olga de Amaral cuya obra ha sido codiciada durante las últimas tres décadas por los museos más importantes del mundo y en forma complementaria lo último de la creación escultórica de Jim Amaral, la cósmica serie “Tiempos del Nunca acompañada de sus “Siete sombras”, magistral y estremecedora pieza múltiple, que habita literalmente el Là-bas, el allá lejos, tanto por su temática poseída de significados metafísicos y arcanos como por su poética factura escultórica. Sin duda será el acontecimiento artístico más importante en Colombia.



Olga de Amaral 
Imágenes en movimiento

Por Amparo Osorio

Sumergirse en la obra de Olga de Amaral es asir un universo en el que cada una de las formas que se despliegan en sus obras de arte nos ofrece diversos mundos en movimiento, secretamente determinados por el misterioso halo de la poesía.
Sus creaciones, que la destacan y comprometen como la más reconocida artista colombiana de todos los tiempos, son el incesante encuentro de los símbolos primigenios del hombre que hilo a hilo van significando el trasegar de sus pasos sobre la Tierra, para constituirse en un cósmico poema que nos habla desde una antiquísima memoria, recordándonos que la vida es también un largo tejido en cuyo enigmático devenir nos enfrentamos siempre al antes y al ahora de nuestras más secretas obsesiones.
Tal vez por ello para esta artista, cuyo trabajo es admirado en los más importantes museos y galerías del mundo, la morfología de sus obras constituye un regalarnos lo que quizá muchas veces hemos olvidado: la plenitud de lo que somos, la percepción de lo que fuimos, la representación de la búsqueda de todas nuestras pluralidades.
Animada por esos signos en rotación que constituyen toda pieza creativa, Olga de Amaral emprendió hace ya varias décadas su trascendental obra, hija de un tiempo y una historia que se tejen desde sus manos, como una paradigmática y permanente exaltación de la luz, porque es precisamente esta –en sus propias palabras– la que constituye el epicentro de todas sus obras.
Vemos entonces cómo, entre las múltiples vislumbres sugeridas, la explosión de pequeños haces sobresalen en cada una de sus creaciones, y van danzando como  cascadas de energía solar que nos atrapan y en cierta forma nos ubican en una contemplación incomparable de magia y serenidad, como respuesta quizá redentora a estos tiempos sombríos en los que el arte también ha sufrido sus devastadoras degradaciones.
No es fortuito entonces hablar de la infinita significación del color que emana de sus tapices, que adoptando diversas modulaciones ofrecen desde la fuerza de la luz, la insospechada vislumbre de sus fantásticas y muchas veces monumentales propuestas, en las que el noble oro y la exquisita plata ejercen protagónicamente un sacro magnetismo en la arquitectura de su obra.
La compleja teoría del arte nos ofrece en ocasiones algunas claves para llegar a comprenderla. Tal vez por ello, y desde una prefijada conciencia, la artista parece que quisiera decirnos por medio de tales signos de ascensión y profundidad,  que estos no solo son una cósmica indagación hacia el futuro, sino que viajan en sentido complementario, rindiendo un homenaje profundo a nuestras ancestrales raíces amerindias y a esas viejas culturas universales cuya reflexión filosófica se manifestaba a través de diversas proposiciones simbólicas, bajo la enorme amplitud del concepto de la imagen.
Mucho de poesía –yo diría que casi todo–emerge entonces de estas imágenes en movimiento, cuya titulación (Brumas, Nudos, Memorias, Afelio, Perihelio, Alquimia, Umbral, Notas, Tabla, Lienzo, Umbra, Guijarros…) es otro referente para que logremos la aprehensión de ese recóndito sentido, de ese querer decir en el lenguaje de los símbolos todo aquello que sobrepasan las palabras.
Plenos de asombro y regocijo, asistimos entonces a esta puesta en escena de sus últimos trabajos, a la contemplación de estas formas que se despliegan sobre sus lienzos, al diálogo con estos avatares de ensoñación que hilo tras hilo van cobrando forma propia hasta convertirse en una estética de espíritus independientes.
Sobra enumerar las múltiples exposiciones que integran el palmarés de la artista, inventariar los premios internacionales acumulados a lo largo de su carrera, citar las diversas bienales donde su obra ha sido profusamente destacada o los reconocimientos cosechados durante estos años de trabajo, el más reciente recibido en la Gala Multicultural del Metropolitan Museum of Art, de Nueva York –donde fue homenajeada junto a otros célebres artistas como Robert de Niro y Cai Guo-Qiang. 
Aquí la puerta se abre entonces para que asistamos de nuevo a la asombrosa contemplación que nos procuran sus tapices, a la fusión de sus aguafuertes en papel japonés y lino, a sus instalaciones, a sus figuras tridimensionales, sus dibujos y sus geometrías pigmentadas, para que nos detengamos desde las sendas de la  ensoñación, en los insospechados caminos que nos procuran sus Brumas poéticas. Y finalmente, para que bajo la égida metafórica de la casa, su casa interior, recorramos las más sensitivas fibras del corazón de esta imprescindible artista, donde la imaginación ejerce uno de sus más altos e incomparables vuelos.





Jim Amaral 

Jim Amaral, “El Visionario” (fragmentos)

Por Gonzalo Márquez Cristo

Quien se aproxima a su universo artístico advierte en primera instancia a una horda de viajeros cósmicos que ha decidido eternizarse en sus bronces, pero apartándose del imaginario alienígena, confronta a una legión de torturados y perseguidos, y a las víctimas de la incomunicación y del silencio.
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Sus creaciones podrían emanar del porvenir sideral pero más exactamente son la prueba de un tiempo fuente —perdido en la bruma de nuestro pasado—, perseguido a merced de los artilugios de la ensoñación: ejercicio que nos lega el prodigioso regreso a la infancia de la imagen, y claro, a la alborada de los ritos.
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El artista propende sin esperanza por el retorno del diálogo cósmico, sus imágenes están provistas de un mutismo insondable y aunque a veces ostentan enigmáticos mensajes tatuados en su piel en una lengua aún no inventada, siempre —en forma estremecedora—, tienen la certidumbre de que la urgente respuesta nunca se producirá.
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La ilusión del movimiento alienta sus imperturbables creaciones de bronce: al abrir las puertas de sus pechos una caligrafía secreta nos sugiere una comunicación astral, al girar las ruedas que asisten sus piernas aprendemos que el desplazamiento es un espejismo, al presenciar la piel de un torso se evidencia una germinación vegetal, y casi siempre es fácil advertir el cruento itinerario que conduce a estas invenciones metálicas a la forma de una obsesión.
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No es lo arcaico lo que el escultor intenta plasmar como lo ha dicho reiteradamente la crítica, sino el sobresalto inaugural. No es lo antiguo sino la primera eclosión manifiesta… Pues de existir una profecía del origen —un augurio del primer latido, un vaticinio hacia atrás—, tendríamos que acudir a estas visiones escultóricas si pretendiésemos elucidarla.
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Con frecuencia sorprendemos a sus seres antropomorfos en una mutación a pájaros o a creaturas bebedoras de luz, y en singulares ocasiones vemos numerosas ramas aflorando de sus cuerpos, pues la obra de Amaral es la apología de una metamorfosis inconclusa, es la proyección del ser hacia su límite, a veces provocada por impulsos aciagos y otras por la perseverancia interior, por el colosal intento de alcanzar una trascendencia galáctica.
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La creación, propuesta en esta obra como un retorno a la intemperie existencial, lega a su demiurgo la facultad de viajar al origen del horror, como lo corrobora en Siete sombras, su más reciente congregación de bellas creaturas oriundas del país del estremecimiento.