En esta
enriquecedora colección de textos el reconocido escritor José Chalarca recoge
gran parte de su producción ensayística publicada desde el año 1961 en varios
periódicos y revistas nacionales y extranjeras.
El biblionavegante: Viaje por la cultura del mundo, es una palpitante bitácora del itinerario emprendido
por los universos de emblemáticos autores de la literatura y la plástica
mundial, fundamentales para la comprensión de nuestro tiempo, como Paul Bowles,
Cyril Conolly, Vladimir Nabokov, William Golding, Constantino Cavafis, Iris
Murdoch, Rainer Maria Rilke, Isak Dinesen, Elias Canetti, Michel Tournier,
Italo Calvino, Roland Barthes y Yukio Mishima, entre otros.
Pero además de ese fascinante periplo bibliográfico, con una escritura
notable, afinada durante cincuenta años en el cultivo del género del ensayo
–perseguido en nuestro tiempo por la entronización de las formas ligeras de la
literatura–, el escritor nos ofrenda aquí con gran agudeza filosófica, un
conjunto de reflexiones sobre temas críticos de nuestra contemporaneidad.
A continuación uno de los excelentes ensayos que conforman este necesario
libro del autor colombiano publicado recientemente en la Colección Los
Conjurados de Común Presencia.
El erotismo del yo
Narciso
es una figura secundaria de la riquísima y deslumbrante mitología de los
griegos. Era hijo del río Cefiso y la ninfa Liriope, deidades menores del orden
acuático; sus creadores le dieron como nota característica a su existencia una
extraordinaria belleza física.
A la hora de su nacimiento Tiresias, el vidente, el
arúspice, el que estaba en posesión del más oscuro de los secretos: el futuro,
vaticinó a los padres que Narciso viviría eternamente, pasaría con éxito la
prueba de la muerte, si nunca conociese su propia figura.
La belleza que es el más fatal de los dones con que
los dioses regalan a sus criaturas, hizo de Narciso el imán de las miradas de
todos los que cruzaban por su frente y el objeto ansiado en el que concretaban
sus sueños de amor aquellos que fueron alcanzados por el hechizo de su
hermosura. De él estuvo enamorada la ninfa Eco, condenada por la celosa Hera a
decir sólo las palabras finales de cualquier discurso que intentara y a quien
Narciso desdeñó precisamente por su falta de palabras.
También lo estuvo el joven Aminio quien tampoco fue
correspondido y buscó en la muerte el paliativo final a su pesar de desamor.
Aminio suplicó a los dioses vengaran el desprecio de que le había hecho objeto
el cruel Narciso; fue oído en su petición por Artemisa. La diosa enamoró al
huidizo joven y cuando lo tuvo presa de la más encendida pasión, se
desentendió de él.
Narciso entonces, sumido en la desesperación y la
angustia, se dio a vagar por campo abierto, por jardines y por bosques. Un
día, cansado y sediento, llega a la orilla de un manantial de aguas frescas y
cristalinas; se tiende entonces a su orilla para beber pero ve su imagen
reflejada en el agua y queda prendado de ella. Y en adelante no puede amar a
otro ser que no sea él mismo.
Frente al espejo que le brinda la superficie limpia
del agua empieza a descubrir su cuerpo, a recorrer con la mirada cada palmo de
su piel, a distinguir uno a uno los accidentes geográficos de su anatomía: la
suave pendiente del empeine, las protuberancias de los tobillos, el talón que
se afirma como base de columna y los cinco dedos que parecen adherirse al suelo
como raíces a flor de tierra; las piernas que florecen en sus caderas y en el
resto del tronco, el montículo del sexo sobre la planicie ondulada del vientre;
el pecho, la breve caverna de la axila, su cabeza, su rostro. Se mira de abajo
arriba, de arriba abajo, del principio al fin, del este al oeste, de norte a
sur. Se palpa con la mirada y verifica el dato con las manos.
Nada le saca del asombro que le causa la visión de
su figura; nada supera la maravilla de verse, de respirarse, de escuchar el
latido del corazón; eco torrencial de la sangre que fluye por venas y arterias.
Ningún fuego produce el ardor de la pasión que le desata su propia figura.
No cesa de contemplarse y es entonces presa de la
tentación de poseerse. Empieza a vislumbrar la posible razón para que hubiera
rechazado a la preciosa Eco. No existe otro objeto de amor distinto del propio
cuerpo, es imposible la trascendencia.
Se abraza otro cuerpo en la ilusión vana de abrazar
el propio; se acaricia en él lo que no es posible acariciar en el propio
cuerpo; en él miramos la espalda nuestra que no podemos ver y tocamos la que no
nos permiten tocar nuestras propias manos; penetramos en otra entraña pues no
nos podemos penetrar; engendramos los hijos que no nos podemos engendrar, y
nunca salimos de nosotros mismos.
El otro es un pretexto; el hombre está condenado a
la prisión estrecha de la aseidad, a moverse dentro de los límites intangibles
del yo, sentenciado a la cadena perpetua de la identidad.
No existe ni es posible más amor que el de sí mismo;
el amor a los otros es una perífrasis. Buscamos en los otros labios un contorno
real de los nuestros, en los otros ojos el brillo, el color y la intensidad con
que miran los nuestros, en los otros sexos la potencia y el ardor del nuestro,
o lo que creemos le falta para completar el ciclo que le permita concretar su
unidad. El viaje hacia los otros no es otra cosa que el recorrido desesperante
del círculo vicioso que envuelve el nosotros mismos.
Dice la leyenda que Narciso, preso del encanto de la
imagen suya que le devolvía el agua, pasó horas y horas y días mirándose,
hasta que la muerte lo acabó por inanición. Que fue deshaciéndose lentamente y
de sus despojos, como de una crisálida gigante, abrió sus ojos una flor con sus
pétalos orlados por una franja roja.
Hubiera sido una salida fácil y hermosa. Pero nada
en el hombre tiene salida; la esencia de su existencia es estar siempre en la
encrucijada. Los dioses eternos que forjó su imaginación desesperada,
determinados por la lógica implacable le han decretado eternidad a sus
destinos.
Narciso no encuentra descanso final a su tortura; no
cabe siquiera ni un alto insignificante en el movimiento perpetuo de la pasión
que mueve la contemplación de su imagen y unas veces acepta con alegría su
fortuna y exclama por los labios de Whitman:
Me celebro y me canto
Y aquello que yo me apropio habrás de
apropiarte
Porque todos los átomos que me
pertenecen también te pertenecen”.
Estoy enamorado de mí mismo,
hay tantas cosas en mí tan deliciosas
Todos los instantes, todos los sucesos
me penetran de alegría
No sé decir dónde se doblan mis tobillos,
ni dónde nace mi más pequeño deseo
Ni dónde nace la amistad que brota de
mí,
ni la amistad que recibo a cambio.
Otras veces exclama con Vallejo transido
de angustia, desesperado de ser:
Hay un vacío en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio que habló a
flor de fuego
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo, grave.
Quizá Narciso es la figuración más lograda del
destino del hombre condenado desde siempre a navegar por los mares procelosos
del ser, conformando su entidad con los retazos de experiencia que dejan aquí y
allá los naufragios del ser de los otros.
El hombre es pues el ser más solitario del universo
y el mundo que construye a su alrededor es la tentativa desesperada por salir
de sí mismo y encontrar un otro yo idéntico.
El primer objeto que se propone a su libido en el
instante de su aparición es su propio cuerpo y en él encuentra todas las
posibilidades de satisfacción que le ofrece el conocimiento incipiente.
Y es alrededor de ese cuerpo que se le ofrece como
otro, de su construcción anatómica, que comienza a elaborar su erotismo y en
este proceso involucra todos los elementos que se disponen a su alcance.
En esta fábrica todo cabe pero nada es suficiente,
nada es capaz de terminar lo que proyecta: definir las líneas de su entidad, lo
que permitirá, a su vez, conformar la figura del otro ser, su par, que le
posibilite trascenderse y salir de su estado de soledad.
De ese empeño inútil nace todo: las religiones, las
ciencias, las filosofías, las artes que crecen, alcanzan su momento de plenitud
y mueren al fin dejando sus logros inconclusos como punto de partida a nuevas
construcciones que también cerrarán su ciclo sin cumplir su cometido.
Hay que decir pues que el yo es el sustrato primero
de la creación. El yo psíquico y el yo carnal, físico; cada hombre es el centro
de su propio universo y, en consecuencia, es egoísta y egocéntrico, no por
vicio, sino por esencia.
Y como ente que conoce tiene que volcarse primero
sobre sí mismo para conocerse. Debe penetrar en él, poseerse y delimitar los
espacios y los tiempos de su pertenencia. Tiene que saberse y sentirse;
sentirse metafísicamente y sentirse sensualmente, movimientos éstos de los que
surge el erotismo del cual puede decirse con Bataille, que “es la aprobación
de la vida hasta la muerte”.
Pero donde es más dramática la búsqueda de la
otredad es, sin duda, en la que mueve el impulso amoroso. ¿Por qué? Porque no
se sabe lo que se busca y cada encuentro es tentativo. Llegamos a otro cuerpo
deslumbrados por el destello fugaz de un detalle mínimo que en la potencia
fulgurante de su estallido nos enceguece para ver todo lo que no es, con lo
que esa brizna mínima, disfrazada de totalidad, nos arrastra en su remolino
para arrojarnos después a la orilla del camino malheridos por el desencanto, a
punto de ser estrangulados por la desesperanza.
“Encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos
millones puedo desear centenares; pero, de esos centenares no amo sino uno. El
otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo”, escribe
Roland Barthes. Allí está el nudo del drama: lo que me atrae en el otro no está
de verdad en el otro; es tan sólo la proyección de lo que busco y deseo
encontrar angustiosamente. Por eso el corolario de todo orgasmo es el
desencanto, y la corona de todo amor una cada vez más lacerante desilusión.
El amor es también una pasión inútil y de sufrirla
como sujeto paciente deviene ese objeto gratuito que llamamos arte erótico.