Por Armando
Rojas Guardia
El prestigioso poeta y ensayista venezolano Armando Rojas Guardia, en
este reciente ensayo cedido a Con-Fabulación, realiza una meteórica arqueología
del homosexualismo hasta llegar a proponer, con la honestidad intelectual que
lo caracteriza, un horizonte reflexivo imprescindible para esta comunidad
discriminada.
En todos los tiempos y en todo tipo de culturas han vivido hombres y
mujeres que se han sentido atraídos por personas de su mismo sexo. Las artes y
las literaturas de todos los tiempos presentan relaciones homoeróticas e
historias de amor en esa dirección específicas. Tales representaciones provienen
de sociedades de toda índole y con todo grado de desarrollo, en próspero
crecimiento o en proceso de desintegración. Por ejemplo, la epopeya
mesopotámica de Gilgamés (1700, a.C.)
nos habla del rey mítico, Gilgamés, que se enamoró del salvaje Enkidu “como de
una esposa”. Homero describe en La Ilíada la amistad
intensamente homoerótica entre Aquiles y Patroclo (en el Siglo XII, a.C.). En
el Antiguo Testamento se afirma que el amor de David por Jonatán era para él
“más dulce que el amor de las mujeres” (2 Sm, I, 26). En el Siglo VI a.C. la
poesía lírica de Safo celebra el amor entre mujeres. En el III a.C., en tiempos
de Confucio en China, se habla de la amistad entre el Duque Ling y su amigo
Mizi Xia; a propósito, un autor contemporáneo, Robert Aldrich comenta: “Al
pasar por un huerto de frutales, el joven le ofreció a su amigo de su melocotón
en lugar de comérselo solo, y así el amor del melocotón partido se convirtió a
lo largo de muchos siglos, en un símbolo de intimidad homosexual”. En el Bahagavad Gita (hacia 200 a.C.), se narran
las vicisitudes de la comunión mística y amistosa entre Krishna, avatar hindú
del dios Visnú –el que sostiene y mantiene el universo– y Arjuna, un príncipe
guerrero. Entre los samuráis del Japón, desde el Siglo XVI al XVIII, el amor de
hombres adultos a jóvenes era la explícita regla social: “El futuro samurai es
amado por hombres adultos hasta que es mayor de edad; entonces pasa a amar a
jóvenes que son más jóvenes que él y finalmente, unos años más tarde, se casa
con una mujer” (Tsnueo Watanabe, The of
samuraui, Londres 1989).
Ciñéndonos al ámbito específico de la civilización occidental, no es
necesario abundar en la obviedad del papel protagónico desempeñado por la
homosexualidad en el entramado societario de la antigua Grecia. Las relaciones
sexuales entre personas del mismo sexo eran practicadas, con la anuencia
oficial, a todos los niveles de la vida desde el Siglo VII a.C. Bastaría
señalar como ejemplos paradigmáticos la relación de Sócrates con Alcibíades,
tal como la relata Platón en El banquete
y la de Eurípides con Agatón de Atenas. Es bien sabido que el vínculo erótico
entre un adulto (el erastés) y un joven (el erómanos) constituía un fenómeno
usual e incluso promovido y aupado dentro de la sociedad helénica: era una
verdadera institución iniciática, pedagógica y cívica. En Esparta, tal como lo
describe y comenta Plutarco, existía el llamado “Batallón Sagrado de Tebas”,
integrado exclusivamente por amantes y amados: lo que se privilegiará en él
venía a ser la ternura erotizada del compañerismo viril (la cultura espartana
fue ducha en la comprensión, la pedagogía y la canalización civilizatoria de
ese tipo de erótica afectiva); para entenderla a fondo nada mejor que leer la
sección titulada Calamus de Hojas de hierba de Walt Whitman.
En cuanto a Roma, el gran historiador John Boswell asienta de manera
taxativa: en ella “ninguna de las leyes, ninguna de las normas, ninguno de los
tabúes que regulaban el amor o la sexualidad castigaba a las personas
homosexuales o a su sexualidad; y la intolerancia a este respecto era tan rara
que en los grandes centros urbanos podría considerársela inexistente”. (Cristianismo, tolerancia social y
homosexualidad. Barcelona, 1992). La inclinación homoerótica no tenía para
los romanos nada de perjudicial, de extravagante, de inmoral ni de amenazador,
y los homosexuales estaban plenamente integrados en todos los niveles de la
vida y de la cultura. Es más: en Roma muchas relaciones homosexuales eran
permanentes y exclusivas, y en las clases altas eran legales y comunes los
matrimonios entre hombres o entre mujeres. Incluso durante la república,
Cicerón consideró como matrimonio la relación del joven Curio con otro hombre,
y durante los primeros años del imperio, era muy común hacer referencia a
matrimonios homosexuales; Marcial y Juvenal mencionan las ceremonias públicas,
con participación de las familias, dotes y precisiones legales. Basta citar los
casos ilustrativos del poeta Catulo cuyos poemas eróticos tanto a su novia
Lesbia y a su amante masculino, Juvencio, dan cuenta de la dirección
heterosexual y la homosexual coexistiendo en un mismo individuo, y el del
emperador Adriano, cuyas relaciones con mujeres no pudieron compararse en
intensidad y devoción amorosa a la que sostuvo con su amante varón Antínoo.
Contrariamente a lo que suele pensarse, los diez primeros siglos de la
era cristiana no conocieron condenas explícitamente oficiales y mayoritarias de
la homosexualidad. Los primeros cristianos no alentaron prejuicio general
alguno a este respecto y muchos hombres y mujeres, prominentes y respetados
–como Ausonio y Paulino, y también Perpetua y Felícitas– se vieron involucrados
en relaciones que se considerarían homosexuales en culturas hostiles al homo-
erotismo. Aunque hubo autores patrísticos importantes, como Agustín de Hipona y
Ambrosio de Milán, los cuales, basándose en una lectura literalista y fundamentalista
de pasajes bíblicos –como el libro del Génesis,
el Levítico y la Carta a los Romanos de San Pablo-, sí
escribieron textos fuertemente desaprobatorios de la actividad homosexual, la
actitud general de los pensadores y el pueblo cristianos fue en la Alta Edad
Media más bien permisiva y tolerante con respecto a ella. Boswel ha detectado
incluso el auge de una suerte de “subcultura gay” en la Europa del Siglo XII: “El
renacimiento de las economías urbanas y de la vida de ciudad, notables hacia el
Siglo XI, se vio acompañado de la reaparición de la literatura homosexual (…)
Los homosexuales eran prominentes, influyentes y respetados en muchos niveles
en la mayor parte de la sociedad europea, tanto religiosa como secular. Las
pasiones homosexuales se convirtieron en temas de discusión pública y
celebraban en contextos espirituales como carnales”. El tipo de relación-pasión
o amistad “erótica” entre varones fue origen de una parte de la más conmovedora
poesía de la Edad
Media.
Mención aparte merece la
España musulmana de la Alta Edad Media. En ella era común
toda variedad de relación homosexual, desde el amor idealizado hasta la prostitución.
La poesía erótica sobre relaciones ostensiblemente homosexuales constituye el
grueso de la lírica hispano-árabe. Escribían esta poesía todo tipo de personas
de todos los estamentos. Al-Mutamid, rey de Sevilla, se enamoró del poeta Ibn Ammar,
de quien no soportaba estar separado “ni siquiera una hora, ni de día ni de
noche”. Un poco antes, en ese mismo siglo, el reino de Valencia había sido
gobernado por una pareja de ex esclavos que se habían enamorado y habían
ascendido juntos en el servicio civil hasta colocarse en una situación tal como
para gobernar por sí mismos. Los historiadores musulmanes, llenos de
admiración, caracterizaron su gobierno como una relación de plena confianza y
mutua devoción, sin indicios de competencia o de celos, y su amor fue celebrado
en verso por poetas atraídos a su corte desde toda Hispania. Para cerrar esta
breve incursión en el ámbito islámico, conviene recordar que la mística sufí,
tanto persa como árabe, privilegia la utilización de la metáfora homoerótica
para simbolizar el contacto con Dios y la comunión con él: “En brazos del
amado” es la imagen recurrente de la poesía ejemplar de Rumi.
Aproximadamente hacia la mitad del Siglo XII, comienzan a aparecer en
Europa las primeras manifestaciones de una virulenta hostilidad hacia la
homosexualidad, primero en la literatura popular y luego en la teología y los
textos jurídicos. Los principales historiadores que han estudiado el asunto
señalan dos causas básicas de ese cambio de mentalidad: la primera es la
centralización burocrática de la vida social, que se hace cada vez más
explícita y enfática, extendiendo su poder de penetración reguladora y
homogenizadora a todos los niveles de la existencia humana, tanto colectivos
como individuales; la segunda, la intensificación general de la intolerancia
respecto de los grupos minoritarios, evidente en las instituciones
eclesiásticas y las seculares a lo largo de los Siglos XIII y XIV. Las cruzadas
contra los no oficialmente cristianos y los herejes, la expulsión de los judíos
de muchas regiones de Europa, el auge de la Inquisición, la persecución
denonada de la hechicería y la brujería: todo ello pone de relieve el rechazo
hacia a lo que se apartaba de los patrones de la mayoría. Esa intolerancia se
instaló con fuerza de ley en los estados corporativos recién formados en la
alta Edad Media. A estas dos causas yo le añadiría una tercera: la primera
codificación y sistematización de la ascética cristiana ostenta una
poderosísima influencia órfica, pitagórica, platónica, gnóstica, neoplatónica,
judeo-helenista y estoica: visiones filosóficas ajenas a la tradición bíblica. Por
mediación de esa influencia la primera ascesis cristiana –la de los Padres del
desierto y del inicial monacato cristiano– traduce una concepción
antropológicamente dualista del ser humano – el cuerpo como cárcel del alma- y
una desvalorización radical de la materia y de la realidad intramundana, la
cual se visualiza como el mero y efímero escenario de la prueba espiritual que
se desplomará en la gloria ultraterrena. De esta forma, el placer es concebido
como peligro y amenaza para el alma y lo que se impone como talante ascético es
la mortificación de la sensualidad –asociada a una concupiscencia contaminada
por el pecado original– y, en general, de los sentidos. El cilicio y la
disciplina como instrumentos de penitencia y de autorregulación corporal
sustituyen el simple goce de vivir que se dilata en los textos evangélicos.
(“Vengo yo, que como y bebo, y dicen: “Miren al glotón y al borracho (Mt II,
19) privilegiando el papel redentor del dolor, la hegemonía moral del
sufrimiento. A todo esto habría que sumarle el postulado estoico, que fue
incorporado doctrinalmente por connotados Padres de la iglesia durante los
primeros siglos de la era cristiana, según el cual la finalidad esencial de la
sexualidad humana es la procreación. En este cuadro global, el amor y el
contacto homoeróticos, cuya única motivación es la felicidad, empezando por la
corporal, de los involucrados en ellos, y que connaturalmente no conocen descendencia,
tenía que ser desacreditados y reprobados. Este talante ascético, sobre el
trasfondo de la visión del mundo que él vehicula, y que se transformó en
estereotipia dentro de la predicación eclesiástica –capaz de moldear
conciencias, actitudes y acciones –hacen de la civilización occidental una de
las más puritanas de la historia. Mucho más puritana, por ejemplo, que la hindú
y la japonesa.
El hereje, el judío, el homosexual: estos son los tres nombres de la
exclusión prototípica con la que Occidente penetra en la Modernidad. Excede las
pretensiones de este ensayo, pero sería a la vez aleccionador y necesario,
aplicar a tal exclusión las categorías antropológicas de los estudios de René
Girard. A este respecto sólo deseo destacar lo más evidente: hereje, judío y
homosexual constituyen para la cultura occidental (tal como ella emerge de la
Baja Edad Media), lo que Girard denomina una “víctima emisaria”. Recordemos el
axioma del cual parte el pensamiento de este autor: “Los hombres nunca son
capaces de reconciliarse más que a expensas de un tercero” (Le Violence et le Sacré, París, 1972).
Este tercero es la víctima emisaria, el chivo expiatorio cuyo sacrificio
posibilita la unanimidad del grupo. “El común denominador de la eficacia
sacrificial es la violencia intestina: lo primero que el sacrificio pretende
eliminar son las disensiones, celos, rivalidades, querellas entre próximos”
(Id.) Para que el mecanismo sacrificial funcione realmente “debe suponer un
cierto desconocimiento. Los fieles no deben saber el papel jugado por la
violencia” (id.). Es decir: cuanto más desconocido es este proceso –a través
del cual se sacrifica al chivo expiatorio para salvaguardar la homogeneidad del
conglomerado humano que lo ejecuta– y más cree la gente que la eliminación de
la víctima no es obra de su violencia sino de un imperativo absoluto, más se
garantiza el éxito del mecanismo. Además “si la sustitución sacrificial tiene
como objeto enmascarar la violencia” (Id.), esto exige que la víctima se
parezca a aquellos que sustituye, aunque sin asimilarse totalmente a ellos,
pero manteniendo ante todos su diferencia.
¿Qué busca enmascarar, sobremanera ante sí misma, la violencia que
excluye al hereje, al judío y al homosexual del disfrute civilizatorio de
Occidente? Podemos recurrir a una categoría jungiana para explicarlo: toda
psique –la individual y la colectiva– posee una dimensión arquetipal que Jung
llama “la sombra”, habitada por todo lo que el sujeto reprime y no acepta en sí
mismo, proyectándolo en los otros. En la sombra palpita toda la vida no vivida
del sujeto, pero que éste siempre ha querido vivir. La sombra es por definición
lo opuesto a la luz (de la conciencia). El trabajo de la auténtica
autorrealización psíquica consiste, entre otras cosas, en llevar terapéuticamente
los contenidos ocultos, inconscientes, enmascarados, de la sombra a la
conciencia.
Al reprimir y excluir al hereje, Occidente pretendía enmascaradamente
reprimir y excluir su propia nostalgia de libertad mental, de capacidad de
disenso, de heterogeneidad pluralista, de crítica a lo instituido y
normativizado y a la estereotipia convencional. Al excluir al judío buscaba
enmascaradamente reprimir y excluir a un pueblo que despertaba de manera
secreta la envidia de los artesanos y burgueses respecto a los “usureros y
parásitos extranjeros que deberían poseer nada… y en cambio se han convertido
en nuestros dueños en nuestro propio país” como nos afirma Martín Lutero, en
1453, en el texto indecente titulado Shem
Hamephoras.
Ya ciñéndome al tema de estas páginas: ¿Y el homosexual? ¿Qué quería
ocultar ante sus propios ojos Occidente al reprimir y excluir al homosexual? Pues
nada menos que la complejidad heterodoxa del deseo, las opciones subversivamente
imprevistas e inéditas de las pulsiones y el instinto, la siempre
revolucionaria dinámica de Eros, reacia a ser regimentada y reglamentada por
férulas legislativas, por lo sancionado como socialmente aceptado. Todavía más
(y lo voy a afirmar sin ambages): lo que se quería reprimir y excluir era la
tácita pero innegable constatación de que todo heterosexual es en el fondo de
sí mismo un criptohomosexual y todo homosexual es un heterosexual latente,
potencial.
Me explico. Sigmund Freud comprobaba ya, en sus Tres ensayos para una teoría sexual, (Barcelona 2002), que
los sentimientos sexuales entre personas del mismo sexo en modo alguno se
pueden encontrar en grupos pequeños de excluidos morales o psicopatológicos:
“La investigación psicoanalítica –son sus propias palabras– se opone con toda
firmeza a separar a las demás personas como un grupo de índole especial, a los
homosexuales. Al estudiar también excitaciones distintas de las dadas a conocer
de manera manifiesta, dicha investigación descubre que todos los seres humanos
son capaces de elegir un objeto del mismo sexo y que además han llevado a cabo
tal elección en su inconsciente”. En la célebre “Carta a la madre de un
homosexual”, fechada el 9 de abril del año 1935, Freud afirmaba que la
homosexualidad, no siendo una ventaja, no es tampoco “nada de lo que haya que
avergonzarse”, “no es un vicio”, “ni una enfermedad”: es “una variante de la
función sexual” y concluía que la persecución contra los homosexuales “es una
gran injusticia y una crueldad”. No obstante, Freud percibió el peligro
implícito en sus propias constataciones científicas: Si los sentimientos
eróticos respecto a personas de un mismo sexo eran algo que en cierta medida todos
los seres humanos conocen, ellos –esos sentimientos– podían poner en tela de
juicio las disposiciones tradicionales sobre los sexos, los modelos de
identidad que habían llegado a ser naturales y las delimitaciones de ideas e
instituciones socioculturales. Vio la posible solución a esta amenaza en la
idea de encasillar lo relativo a esa atracción homoerótica dentro de una determinada
fase del desarrollo personal. La atracción homosexual tendría su sitio dentro
del curso de ese desarrollo, pero en un determinado momento de él debía ser
sublimada hasta que la persona estuviera “madura” para la elección del objeto
sexual socialmente “correcto”
El maestro vienés nunca llegó a aducir la prueba de que el deseo entre
personas del mismo sexo es “normal” en una determinada fase del desarrollo
psíquico del sujeto y “anormal”, más allá de dicha fase. Fue una pura aserción
teleológica. El hecho de que tal deseo aparezca en personas sanas, dinámicas y
psicológicamente maduras, de toda edad y clase social, habría tenido que
derribar su hipótesis.
De todas formas, hoy forman parte del patrimonio doctrinal
psicoanalítico estos tres axiomas: 1.- El ser humano ostenta una condición
básicamente bisexual. Su configuración erótica está determinada por la anatomía,
la(s) identificación(es) personales y la elección de objeto. Operando sobre el
principio de aquella básica condición bisexuada, las elecciones de objeto se
conjugan con la anatomía y con la trama identificatoria, matriz de la
subjetividad; 2.- La homosexualidad es fundamentalmente sólo esto: una elección
de objeto. Explicar cómo alguien llega a ser homosexual es tan complicado como
explicar cómo se es heterosexual y tratar de transformar a un homosexual en hétero…
es tan inútil como lo contrario; y 3.- Si alguien sufre por ser homosexual, si
hace un síntoma de su elección de objeto, entonces, y sólo entonces, tiene
sentido el análisis.
A mediados del siglo pasado los Kinsey Reports, (Homosexualidades: Informe Kinsey, Barcelona, 1979), realizados en
los Estados Unidos, mostraban que tan sólo el 5% de las personas encuestadas
para la investigación se comportaban inequívoca y exclusivamente de manera
homosexual o heterosexual. Para el 90% no cabía hacer una clasificación
unívoca. La escala de los comportamientos sexuales desarrollada por Kinsey
contiene divisiones flexibles y comporta principalmente una zona mixta. El
informe Kinsey concluye: “El mundo no se puede dividir en ovejas y cabras. No
todas las cosas son negras o blancas. Un principio de taxonomía es que la
naturaleza rara vez presenta categorías separadas, sólo la mente humana
introduce categorías e intenta ordenar los hechos en casillas diferentes. El
mundo vivo es un continuo en todos sus aspectos. Cuanto más tomemos conciencia
de ello en relación con la conducta sexual humana, más llegaremos a una
verdadera comprensión de sus realidades” De esas observaciones, Kinsey deducía
la consecuencia de que en principio era necesario abandonar la denominación
“homosexual” aplicada a personas. En el mejor de los casos, se puede hablar de
“individuos con un determinado grado de experiencia heterosexual y un
determinado grado de experiencia homosexual”
En la década de los noventa del Siglo XX, y con una influencia que dura
hasta nuestros días, se levanta la teoría queer
contra el hombre y la mujer universalmente concebidos, en una dicotomía que
pretende invisibilizar la condición histórica de esos dos géneros, que para tal
teoría son meros productos de una tecnología del poder (en el sentido
foucaultiano). Así, se busca desanclar nada menos que la misma noción de
género, disolviendo su naturaleza pretendidamente esencial y remitiéndola a la
historia y a la cultura en tanto escenarios de la voluntad de poder. Los
teóricos queer visualizan la
identidad como construcción social. El género es, para Judith Butler (Cuerpos que importan. Sobre los límites
materiales y discursivos del “Sexo”. Buenos Aires, 2002), una puesta en
escena detrás de la cual no hay nada esencial. El género es un performativo,
una palabra que realiza, que simplemente pone en acto (teatralmente: no tiene
más entidad que una puesta en escena) lo que dice.
Con razón, después de este tipo de discursividad teórica, en las
metrópolis del Primer Mundo se habla ya de que vivimos una etapa histórica post gay. Si la subcultura gay empieza a
tener un peso social específico y notorio a partir de los disturbios de 1969,
cuando los homosexuales neoyorquinos se enfrentaron a la policía a raíz de la
muerte de Judy Garland en Stonewall Inn, actualmente dentro de aquellas mismas
metrópolis los prejuicios y controles han cedido hasta tal punto que las
prohibiciones quedaron suprimidas, se promulgaron leyes contra la
discriminación y se desarrollaron formas legales para la protección de las
relaciones homoeróticas. Ha empezado a invisibilizarse, a raíz de esos avances
en la historia de las mentalidades, la subcultura gay vivida como ghetto.
¿Qué pensar de todo ello? Voy a adelantar mi posición teórica que no es
la de un científico sino la de un escritor homosexual. Y, además, venezolano.
Si bien es cierto que la pregunta de si Alejandro Magno, o Epicuro en su
relación con Pitocles, o Harmodio y Aristogitón (los amantes griegos que en el
Siglo VI, a.C. murieron tratando de derrocar la tiranía de Hipias e Hiparco, y
que fueron modelos en el mundo antiguo de mutua devoción y fidelidad y celo
patriótico), o también William Shakespeare en su vínculo homoerótico con el
destinatario de los Sonetos, o Miguel
Ángel en su pasión amorosa con Tomasso, eran homosexuales viene a resultar
absurda: ninguno de ellos conocía esas categorías (que datan del Siglo XIX,
específicamente de 1869), no sentían conforme a ellas, ni vivían dentro de sus
límites, me parece, sin embargo, que no podemos ni debemos renunciar con
facilidad a la noción de identidad. Otorgándole a esa noción el sentido
pragmático, sanamente utilitario (afín a lo mejor de la filosofía utilitaria
inglesa), de una hipótesis de trabajo (psico-individual y social), de un pivote
orientador, de un punto de referencia en nuestro mapa mental; en definitiva, de
un ancla valorativa del esfuerzo que implica vérnoslas con nosotros mismos, con
los otros y con el mundo que nos rodea.
Nunca como ahora una cultura hegemónica, a través de la tecnología,
impacta las culturas marginales y las fragmenta, creando confusión en la
identidad de comunidades enteras, grupos y personas. Desde los centros del
poder mundial se difunde una cultura bastante homogénea que invade y choca
contra las de cada región, cada pueblo, con sus valores y costumbres propias
generadas a lo largo de los siglos.
Es dentro del marco de esa fragmentación generalizada, que es la
paradójica consecuencia de una globalización hegemónica, que reivindico la
noción de identidad. Desde estos presupuestos: 1) Habría que hablar de identidades –así, en
plural-, más que de identidad monolítica, no sólo para serle fiel a la
multiplicidad psíquica del hombre, que es un descubrimiento irrenunciable de la
Modernidad y que guarda intrínseca relación con la polivalencia estructural de
la dinámica del deseo, y 2.) La noción de identidad, pragmática, utilitaria –repitámoslo:
hipótesis de trabajo, pivote orientador, punto de referencia, ancla teórica y
valorativa- se vuelve ostensiblemente necesaria en un caso como el venezolano,
cuyo atraso en materia de protección legislativa de los derechos homosexuales
resulta patente: se trata de una sociedad todavía ayuna de paradigmas positivos
para el Eros homoerótico, condenado de modo explícito o tácito al ostracismo y
a la humillación colectiva. Renunciar a la identidad
en nuestro caso es sencillamente un contrasentido cultural y una equivocación
política. Significa olvidar culpablemente que esa identidad tiene sus
mártires: no hace falta remitirse a los 250 mil homosexuales sacrificados en
los campos de concentración del nazismo, o los ejecutados y vejados en Irán,
Rusia y Nigeria; basta recordar a los transexuales asesinados en los últimos
dos años en la Avenida Libertador
de Caracas. Así como los judíos actuales son hipersensibles ante el más mínimo
asomo de antisemitismo y están constantemente dispuestos a recordarnos a todos
la realidad atroz e incontrovertible del Holocausto, de la misma manera la
victimización padecida secularmente por el homosexual debe ser recordada cada
vez que haga falta, a fin de que cese o, sencillamente, nunca más se repita.
Para finalizar, quiero decir lo que percibo en mí y en muchas personas
que conozco y amo: nuestra preferencial, preponderante elección de objeto
erótico, combinada con la trama identitaria de la que esa elección es eslabón,
configura una dirección no sólo de la sexualidad, sino también de la
sensitividad, la sensualidad y la sensibilidad. Busco en mi relación con el
hombre un acorde de la ternura. Ese acorde es esencialmente viril: sólo un
hombre puede manifestarlo. La mujer puede alcanzar una inmensísima gama de
matices de la ternura, pero no lograría nunca expresar ése, que me fascina, me arroba.
El acorde al que me refiero es el de la ternura erotizada del compañerismo
viril. Nadie lo ha celebrado mejor que Whitman.
Siempre me he aplicado a mí mismo aquellas palabras de Franco Zefirelli:
“Soy homosexual, no gay”, y es que, desde que asumí consciente y
voluntariamente mi homosexualidad, percibí que disentía de los códigos
soterrados o evidentes de la subcultura gay. Por ejemplo, nunca amé en mi
pareja una belleza física que respondiera a los estúpidos estereotipos de esa
subcultura; no busqué jamás en ella un determinado valor de cambio en la
economía del gusto vigente: quise un cuerpo transfigurado por una psique, una
historia existencial y un desarrollo ético.
Pero desde hace algún tiempo algo ha empezado a cambiar en mi percepción
del asunto. Lo expresaría de este modo: si todo ha conspirado a lo largo de los
siglos para que la existencia homosexual sea vivida bajo el yugo moral de la
pesadez; si ese yugo moral se ha traducido en un vasto y profundo
acorralamiento social, cultural y religioso, ¿no viene a resultar positivo y
acaso grandioso que aquella misma existencia homosexual ofrezca a la
colectividad como réplica, como contraofensiva, un programa de vida vertebrado
precisamente por lo gay, es decir, por lo que Nietzsche llamaba el “espíritu de
ligereza”, (de allí la Gaya ciencia, su
Gay saber) por la alegría, la jovialidad, la saludable diversión compartida
que no es necesariamente frívola? Éste es mi modesto homenaje mental a una
comunidad discriminada.