Por Nana Rodríguez Romero
Fragmentos
de la novela corta Juanantonio (2012)
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Esa
mañana madrugamos y bajo el olor fresco de las frondas esperamos con emoción el
momento en el cual abrieran las puertas de la escuela. Decenas de niños
-pájaros bulliciosos en medio de la calle- tallaban la vida. De pronto, cuando
pasamos al lado suyo, un chiflido aterrador de pájaros perversos hiere mis
oídos. Todos señalan mis pies, se burlan. Volteo a mirar los pies de ellos y
encuentro que los chicos tienen botas de tela que amarran con cordones arriba
del tobillo; miro mis zapatos y comprendo la razón de la rechifla, mis tenis no
se amarran, su empeine solo llega hasta el borde del tobillo, para ellos son
zapatos de niñitas. Mi hermano gemelo no se inmuta, pero yo siento la jauría
sobre mí.
Allí
comenzó la ordalía. Ese fue el día de mi bautismo social. Tenía siete años.
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Esa
tarde después de la misa de cinco, acompañó al padre de la iglesia del
Humilladero hacia la sacristía. Como en otras ocasiones, pasó allí la noche,
dándole gusto al deseo, a la lubricidad de la especie, gozando un cuerpo igual
al suyo, con los mismos sudores, las mismas concavidades e idénticos relieves.
Disfrutando ese olor a hombre, como Tiresias, a veces un sol fulgurante de rayo
erguido, luego, tras voltear la espalda, como la luna blanca y gimiente,
generosa.
Después
del goce venía el dedo acusador de la infancia, los rayos, las centellas, la
ira divina, las lágrimas del ángel de la guarda: Sodoma en llamas. Hacia el
amanecer, ya vestido, en voz baja le decía a su amante furtivo:¿Padre, y hoy
qué va a hacer?
¡Celebrar
la Santa Misa, hijo mío!
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Ya está escribiendo poesía sin darse cuenta.
Mi amanuense se ha cansado, le he visto serio ante la página en blanco, algunas
veces pensativo y triste, como si de pronto las palabras o las imágenes o los
pensamientos se le hubieran escapado; ya no sabe qué hacer conmigo; comprendo
que todo llega a un final inesperado o previsto; siento que este hilo de
existencia que me ata a él cada día se torna más frágil... espero el corte del
cordón quizá en diez, quince cuartillas más...
Veo sus esfuerzos; es posible que hasta yo
mismo quiera descansar en mi lecho de piezas geométricas, en mi tablero de
ajedrez que juego infinitamente aunque ya no tenga reyes. Sé que la extensión
no es su fuerte, ama las cápsulas, la brevedad y el instante. Quizá desee otros
paisajes, otros mundos, quizá sus fantasmas no le permitan dormir y entreteja
en los desvelos otros hombres y mujeres poco o nada parecidos a mí, o quién
sabe, tan semejantes en lo esencial.
No quiero insistir con mi presencia, me he
acostumbrado a su teclear, a sus sonrisas, al vértigo que en ocasiones lo
arrastra en una cascada de palabras; a veces lo he sorprendido como en éxtasis,
con la mirada perdida, buscando no sé qué cosas, y de súbito, arranca a
escribir con delirio. De alguna forma he aprendido a ser paciente y él también
ha aprendido a serlo conmigo.
Tengo incertidumbre de esta sustancia que
soy. Qué rostro me dará la imagen del libro en el que me convertiré, qué
colores le pondrán a mi portada, qué extensión tendré, bajo qué cánones me
denominarán, cuántos rechazos y críticas tendré que soportar, qué papel servirá
de espacio para mi existencia, quiénes pasearán sus ojos por la suma de
palabras que me componen. Me sentirán tan cerca o tan lejos, me repudiarán...
me amarán... tratarán de adivinar quién soy, si existí en la realidad, cuál
será mi destino...
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En
medio de los visitantes al museo, yo solo tenía ojos para David, empecé por su
rostro magnífico, la nariz perfecta, la expresión varonil del hijo de algún
dios. Luego seguí con su cuello macizo, esa fruta en medio de la garganta, tan
natural, tan sensual, me conmovió hasta lo más hondo; seguí por su pecho y sus
hombros . Los brazos como cascadas en reposo, el sexo espléndido, en el umbral
de la erección, le dio un brillo especial a mi mirada, y de pronto, por la
abertura de los muslos, mis ojos cambian de lente y enfoco frente de mí, unos
ojos verdes mirándome, extasiados, un rostro iluminado por un cabello ondulado.
Fue como si la estatua que antes contemplaba, se hubiera animado, como si
Donatello conocedor de la belleza masculina me hubiera concedido el milagro de su
proximidad.
Era un
efebo, sólo unos años menor que yo en aquella época, natural de la tierra de
los canguros, también deslumbrado conmigo, pues reconozco sin modestia que siempre
me acompañó un ángel para atraer a hombres deseables. Sin una palabra que
mediara, sino solamente la mirada y el encanto, nos fuimos aproximando, nos
reconocimos, y el poco italiano que hablábamos, nos encendió con mayor fuerza
el deseo. De inmediato, y con la venia del artista, nos fuimos para la cúpula
de la iglesia mayor, nuestras pieles jóvenes brillaban bajo la luz del atardecer,
David en mis brazos, yo en los suyos, nuestros labios húmedos, las manos
conocedoras del oficio: nos esculpimos mutuamente. Languidecimos varias veces
en medio de golondrinas, como dos bronces vivos soñados por Donatello.
Nana Rodríguez Romero Es
Poeta y narradora. Sus minificciones han sido publicadas en antologías de
España, Argentina, México y Colombia. Becaria del ministerio de Cultura en el
programa Residencias artísticas en el exterior (2002). Ganadora del Premio
Nacional de poesía Ciro Mendía, 2008. Entre sus obras de poesía y minificción
publicadas están: Elementos para una
teoría del minicuento (1996) Permanencias (1998) Hojas en mutación, Premio de
poesía CEAB(1997), Lucha con el ángel (2000) El sabor del tiempo (2000)La casa
ciega y otras ficciones, Editorial Magisterio (2002), El bosque de los espejos
(2002), Antología de poesía, Colección Viernes de poesía, Universidad Nacional
N° 9 (2004), Efecto mariposa(2004), El oro de Dionisios (2005), Vendimias del
desierto, (2012), La piel de los teclados, (2009) Juanantonio (2013). Profesora e investigadora de la escuela de
Filosofía y Humanidades, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.