Andrea Catalina Manchola Castillo, nació
en Bogotá en 1979. Aunque Ingeniera de Sistemas graduada en la Universidad
Distrital, siempre ha sentido curiosidad por las letras y se ha dedicado a
escribir desde la adolescencia con pasión. Los
doce demonios (Común Presencia Editores, Colección Los Conjurados) es
su primera publicación formal. Aquí uno de sus relatos.
Se pueden leer sus
poemas y prosas en el blog:
palabrasmenosparaquepalabrasmas.blogspot.com
Estoy
sentada frente a una mesa plástica, con un papel en blanco sobre ella. Es un
cuarto no muy grande, con muros blancos y una ventana al frente que da a un patio
con un jardín hermoso; todo está diseñado especialmente para evitar
perturbarte. Tengo en las manos un lápiz que me han dado. Aunque la angustia se
ha ido por las pastillas, la zozobra hace que el cuerpo tiemble como una hoja
seca; mis miedos están alrededor de la mesa también, mirándome: expectantes,
burlones, inquisidores, con soberbia. Hemos librado mil veces esta batalla;
ellos siempre han ganado. Por eso prácticamente están seguros de que hoy
también lo harán.
Él, el nuevo
psiquiatra practicante, me mira desde una silla en la esquina del cuarto,
igualmente expectante, aunque con curiosidad más que cualquier cosa. Yo soy su
conejillo de indias en este nuevo tratamiento. He estado aquí por más de seis
meses. Ahora lo sé, luego de que Mamá lo dijo la última vez que vino. Recuerdo
sus palabras diciendo que ya eran seis meses y nada pasaba; yo seguía igual: en
el mutismo, perdida, quieta, apenas moviéndome para comer. Lo que ella
desconoce es que mi cabeza nunca para, ni siquiera cuando duermo. Y ya casi no
duermo, más bien entro como en trance; me apago simplemente, pero no descanso.
Al principio venían
todos con frecuencia a verme; las visitas eran constantes, pero no las notaba.
Estaba entre ausente y dopada, por lo que logro recordar. Pero ahora, ahora casi
no vienen, y eso me da más tiempo de pensar. Los miedos me acompañan, mientras
los sentimientos se ausentan porque les temen.
Él hace un chasquido
con los dedos y yo vuelvo al cuarto, supongo que es un truco que usan para
devolverte al presente. Tengo el lápiz entre mis dedos y lo abandono sobre la
mesa. Rueda hasta caer al piso. Yo lo sigo con la mirada hasta que la mesa se
cruza con la ventana, y me pierdo nuevamente a través de ella. No sé cuánto
tiempo pasó desde eso, no sé en qué pensaba, o qué recordaba. Tal vez solo
esperaba que se fuera el tiempo, como lo hice con mi vida. Ha sonado la
campana, así que debió terminar la sesión. Sin embargo él no se inmuta; me
mira, lo noto, intenta mover los dedos y hacer el chasquido nuevamente, pero se
arrepiente; sabe que yo estoy allí, con él.
No sé, no tengo la
menor idea de por qué un papel y un lápiz frente a mí. Por qué ahora. Para qué
si ya no sirve: ya no hay nada que pueda plasmar sobre esa hoja. La cabeza ya
no crea; el corazón ya no siente los trazos; las manos ya no vuelan sobre esa
hoja de papel; la mente ya no grita exigiendo que la libere. Y el papel, el
papel ya es solo eso: una simple hoja sin alma. Los miedos me miran, se sonríen
entre ellos. Él no los ve, pero yo sí. Y los siento, son míos. Han estado
conmigo toda la vida: cómo no conocerlos, amarlos.
Me levanto, camino
hasta él, lo miro a los ojos, recojo el lápiz del suelo y extiendo mi mano para
entregárselo. Él me mira y sonríe limpiamente, como lo hacen los niños. Me dice
“es tuyo, siempre ha sido tuyo; guárdalo, úsalo, escóndelo, rómpelo, haz lo que
quieras con él; es tuyo, siempre ha sido tuyo”.
Le sonreí, aunque él
no lo notó. El alma ardió al escucharlo, el corazón brincó, como si volviera a
vivir.
Caminé hasta la
puerta con el lápiz en la mano. Inexplicablemente mi cuerpo comenzó a dejar de
temblar. Tomé la perilla, aseguré la puerta para que nadie pudiera entrar y
comencé a dibujar sobre ella, como el más grande lienzo que nunca tuve, con el
mejor pincel que jamás soñé. Si bien fueron apenas un par de trazos y un par de
sombras, ahí estaba un ave, un ave liberándose.
Cuando me di cuenta,
estaba en el piso, llorando mientras con una mano rozaba el ave de madera y con
la otra apretaba fuerte el lápiz entre mis dedos.
Él se acercó y me miró.
Dijo que los había vencido, que esta vez había ganado yo, que todos habían
desaparecido, que estaba sola y lista para comenzar de nuevo: para alzar el
vuelo.