Publicamos a continuación el prefacio
de Antología Mayor: El libro de la Tierra,
que contiene 101 geniales textos, traducidos exclusivamente para esta obra, notable
summa del pensamiento y la imaginación del ser humano en tributo a nuestra Madre
Cósmica.
Aquí los textos y los autores incluidos:
Rig Veda, La
Biblia, Gilgamesh, Hesíodo, Ovidio, Popol Vuh, Kogui, Guaraní, Tuareg, Cofán,
Rimbaud, Frazer, Matta, Anaximandro, Heráclito, Pármenides, Demócrito, Platón,
Aristóteles, Aristarco, Eratóstenes, Schopenhauer, Nietzsche, Rousseau,
Heródoto, Plinio El Joven, Marco Polo, Colón, Alvar Núñez, Pigafetta, Humboldt,
Bolívar, Esopo,
Luciano, Swift, Wilde, Lagerlöf, Kafka, Saint-Exupéry, García Márquez, Da
Vinci, Copérnico, Bruno, Galilei, Kepler, Huygens, Newton, Darwin, Marx,
Engels, Boltzmann, Freud, Perse, Chuang Tsu, Li Po, Tu Fu, Li
Shang Yin, Wang Wei, Nezahualcóyotl, Whitman, Baudelaire, Rilke,
Ramos Sucre, Rabearivelo, Gamoneda,
Buonarroti, Basho, Defoe, Hölderlin, Cacique Seattle, Gauguin, Van Gogh,
Machado, Barrett, Trakl, Rivera, Lovecraft, García Lorca, Hernández, Libro
Egipcio De Los Muertos, Homero, Virgilio, Alighieri, Paracelso, Nostradamus,
Verne, Juan De Patmos, Schwob, Schiller...
La imagen de
portada fue realizada por el artista italo-colombiano Gastone Bettelli.
HONOR A LA RAZA HUMANA (Prólogo)
Por Gonzalo
Márquez Cristo
«Nuestro amigo el Sol ha muerto, ¿retornará?» pregunta Stéphane
Mallarmé
en Los dioses antiguos, y este conmovedor y poético interrogante, que
alude a nuestro inevitable funeral cósmico descrito en el hinduismo (Día de
Brahma) y en el calendario Maya donde nuestra estrella cumple ciclos
categóricos, se ha convertido también en una pesadilla de la astrofísica desde
cuando científicos como Ludwig Boltzmann y otros alucinados investigadores de
la termodinámica decretaron el fin del Universo.
Del
origen estelar acaecido hace 14.500 millones de años hasta nuestra consumación
cósmica que ocurrirá con la colosal agonía de nuestro amigo el Sol
dentro de 5.000 millones de años si antes no improvisamos nuestro apocalipsis,
obedeceremos los designios de la física que según los últimos descubrimientos
se vislumbran cada día más aciagos.
La
presencia protagónica del ser humano en la Tierra: en una pequeña «mota de
polvo» –para usar la metáfora de Christiaan Huygens–, evidencia que este
prepotente engendro, que antes se creía elegido por los dioses, aunque sabe
todavía muy poco de su origen, ya deletrea el alfabeto de su aniquilación. Y al
iniciar este tercer milenio, humillado por la ciencia, intentando fundamentarse
en la nueva mitología legada por la Cuántica y la Relatividad, vemos cómo se
encuentra condenado a un ínfimo rincón de la Vía Láctea (Camino de Leche), que
debe su nombre al instante en que la bella diosa Hera alejó intempestivamente
de su seno a su hijastro Heracles, quien siendo aún un infante ávido, intentó
furtivamente amamantarse con el propósito de conquistar la inmortalidad; y así,
según la perturbadora imaginería griega, de aquella lluvia de leche divina, se
formarían las más de 200.000 millones de estrellas que conforman nuestra casa
mayor.
Del caos
al cosmos, del desorden del Big Bang a la armonía galáctica cuyo primer soñador
fue Pitágoras; de nuestro origen estelar a la compleja
vida en esta esfera imperfecta en la cual viajamos con celeridad por el
universo –tal vez hacia ningún lugar– y que gira sobre sí misma a una velocidad
más rápida que la del sonido (1.600 km/hora); de las cosmogonías forjadas por
los pueblos primigenios hasta las inferidas por la ciencia, que no son menos
fantásticas si contemplamos las teorías que involucran nuevas dimensiones,
viajes en el tiempo y mundos paralelos –fuentes incesantes de perplejidad–; y
si a lo anterior adicionamos las extravagantes explicaciones propuestas por las
religiones con el fin de sustentar sus dogmas, pareciera incuestionable que el
universo tiene más de fantasmagoría que de realidad, como lo vio Platón en el
Mito de la Caverna y algunos cultores de la ciencia ficción.
Debido a
esta multiplicidad de visiones y hallazgos que afloran de las arduas
disciplinas del conocimiento, y sin la odiosa pretensión de ser exhaustivos,
pero sí con la entereza de configurar un mapa diminuto –aunque esencial de
nuestro vínculo con la Madre Magna que conjunte deslumbrantes creadores,
desenfrenados vigías cósmicos y acuciosos investigadores–, nos propusimos
acopiar un archipiélago de voces que comenzaron a construir hace milenios en
distintas regiones del planeta, en innumerables lenguas y proveniente de
diversas culturas, esta Antología Mayor: legado de la imaginación que honra a
la Tierra y que ilumina nuestro acontecer cósmico.
Al
rastrear en lo más sublime del arte y la ciencia aquella fenomenología
irradiada por nuestro planeta, al seleccionar pruebas decisivas, no sólo de la
«imaginación de la materia» (derivada de los elementos) sino de la «imaginación
cósmica», el objetivo es plasmar un pequeño lunar (recuérdese el origen estelar
de esta palabra), que no desvirtúe la extensa arqueología del asombro, que se
ha venido configurando siglo a siglo, mientras afinamos nuestra conciencia
planetaria.
Es
oportuno mencionar que debido a su magnitud evidente, esta es una de las pocas
antologías que tiene licencia para ser incompleta, porque el señalamiento de
todo autor aquí excluido (por motivos inherentes a la incompletud humana
o derivados de insalvables restricciones patrimoniales), deberá ser considerado
por el lector como un hecho feliz, pues eso constata que tenemos otro
paradigmático ser a quien elevar una acción de gracias, en concordancia con el
epitafio de Isaac Newton, enterrado en la Abadía
de Westminster en Londres, que reza en su parte culminante: Dad las gracias
mortales porque este ser tan grandemente ha existido: ¡Honor a la raza humana!
Por
tanto los textos aquí compilados, elegidos no sólo por su importancia
testimonial sino por su magnitud poética, apenas pretenden rendir tributo a un
planeta magnífico y a los sabios que los originaron, fieles a su arduo trabajo
carente de motivaciones personales. Grandes cultores de diversas disciplinas:
astrónomos, filósofos, físicos, poetas, biólogos, geógrafos, ecologistas,
historiadores, psicólogos, antropólogos y químicos, que han dejado su huella
determinante en nuestra cultura, expresan aquí en sus propias palabras –sin
falaces interpretaciones académicas–, las más audaces tentativas por comprender
los enigmas de la naturaleza y develar la convulsa existencia en nuestra única
casa galáctica.
Es
también pertinente referir que en el Libro de la Tierra, integrado por
un centenar de escritos de geniales figuras, reconocidas por reflexionar en
contra de los dogmas filosóficos, religiosos, políticos o estéticos; es
ejemplar la obsesión de algunos de ellos para enfrentar las estructuras de
poder que tantas veces controlan, retardan o aniquilan la necesaria sabiduría;
y emprender una de las pocas luchas donde ha salido victoriosa la libertad: en
el escenario del pensamiento.
Sabemos
que estos aventureros de la develación que se propusieron franquear los límites, sin declinar, a pesar de la
prisión y el escarnio (Wilde), de
persecuciones inclementes (Galileo), de la locura (Nietzsche), del
exilio (Da Vinci), de la expoliación (Cacique Seattle), del tormento que los
llevaría a la consumación del suicidio (Van Gogh y Ramos Sucre) y de la hoguera
como en el caso de Giordano Bruno; parecieran comprobar que la historia del
conocimiento es también la historia de la persecución.
La
sistemática quema de libros emprendida por el emperador chino Shih Huang Ti en
el siglo III a.C.; las bibliotecas incendiadas como la de Alejandría en el 48
a.C. por los romanos y posteriormente a causa del dogmatismo cristiano (obispo
Teófilo en el siglo IV) que contenía medio millón de libros en su época florida
y donde reposaba lo más luminoso de la cultura de la antigüedad; la doble
destrucción de la Biblioteca de Constantinopla (en 726 y 1453) que llegó a
tener 100 mil obras; el incendio de la biblioteca de Trípoli a manos de los
cruzados en 1099; la ignominiosa acción liderada por el obispo franciscano
Diego de Landa quien en 1562 ordenó la quema de numerosos códices mayas; y las
afrentas más recientes al pensamiento del hombre como las ejecutadas por los
Nazis en 1933 y por los serbios cuando aniquilaron la biblioteca de Sarajevo en
1992, demuestran que habita una sedición en todo conocimiento, y que para
subyugar a los pueblos los tiranos conocen desde hace milenios la importancia
de arrasar lo más sublime de su imaginación cultural. El escritor
norteamericano Ray Bradbury en Fahrenheit 451 da su incandescente
testimonio novelístico al respecto, tramando una metáfora donde los cada vez
más escasos –y peligrosos– defensores de los libros, deben escapar a un bosque
y memorizarlos para impedir que las ficciones, las reflexiones y la luz de los
descubrimientos científicos, sean exterminadas de la faz de la Tierra.
Honrando
entonces el cúmulo verbalizado de la aventura humana, desde cuando los mitos
intentaban explicar los fenómenos naturales, se avanzará en estas páginas por
los senderos que fueron extendiendo nuestro universo para poder considerar
(recordar la etimología latina de esta palabra: «estar con las estrellas») los
parajes maravillosos engendrados en la Tierra alterna del sueño, los artilugios
de la fantasía destinada en principio a sobrepasar la realidad, las
indagaciones filosóficas y las manifestaciones sublimes provenientes de la
fatal y dulce diosa creadora, de nuestra gran fuente natural: Gea, Ceres, Deméter,
Cibeles, Ninhursag, Astarté, Coatlicue, Ishtar, Ixmucané, Inanna, Amalur,
Atabey, Dana, Pacha Mama...
Seguiremos
las crónicas de los desterrados, de las hecatombes, de las invasiones y de la
expoliación y la usura que ha determinado nuestro acontecer; y también veremos
pruebas de los exilados de sí mismos –de los trasterrados interiores–; y en el
capítulo final contemplaremos los vestigios de la colosal pirotecnia geológica,
de famosos viajes al inframundo y a otros mundos, y de las más radicales ensoñaciones
apocalípticas, aunque no obstante, como siempre, haya un lugar irracional para
la esperanza.
La
antología ha sido dividida arbitrariamente en ocho capítulos: El libro del
origen (compilación de algunas cosmogonías), El libro de las preguntas (contiene
el pensamiento de algunos filósofos sobre la eclosión del ser y las pugnas
existenciales), El libro de los vigías (testimonio de conquistadores y
exploradores al llegar a tierras ignotas), El libro de los prodigios (muestra
al artista como hacedor de reinos maravillosos), El libro de
las respuestas (señala determinantes descubrimientos científicos), El
libro de la naturaleza (brindis poético por la Tierra), El libro del
destierro (testimonio del exilio interior o colectivo) y El libro de las
visiones (viajes extraordinarios y profecías sobre el destino de nuestra
especie).
Luego de
la intromisión atómica y sus conocidas catástrofes, la responsabilidad del
hombre en la supervivencia de la naturaleza impone una lectura de estas
revelaciones compiladas desde su perspectiva telúrica y enfatizando la
entrañable relación existente entre los seres que la pueblan, en el sentido que
señaló Ernst Haeckel al crear el término ecología, proveniente de Oikos
(casa), porque como dijo Nietzsche: «El hombre es algo que debe ser superado».
Y debido
a que no podemos fracasar en esta magna tentativa, y que la consecuencia de
ultrajar nuestro origen será devastadora, si el sueño de Zarathustra no
encuentra su destino, sólo nos queda emprender el regreso propuesto por Rousseau
y Gauguin, a eso que peyorativamente denominan salvajismo: el retorno a
aquella edad básica en que teníamos como amigos a los árboles y las estrellas,
y aún era posible acostarnos en la hierba para escuchar el corazón de la
Tierra. Pues no podemos olvidar la experiencia trágica de los mayas, que
advierte categóricamente sobre el fracaso inexorable que acecha a las grandes
ciudades, y el nuevo despotismo impuesto en nombre del conocimiento –cuyos
abusos hemos padecido desde la Revolución Industrial hasta la herida de
Hiroshima–, y tampoco las subyugantes tecnologías que están creando un desierto
interior sin precedentes, donde el habitante común, despojado de la naturaleza,
padece una tiranía impuesta por estructuras formales superfluas, alejado de lo
esencial, mientras es gobernado por fantasmas, como Kafka y Orwell lo
denunciaron.
¿Hace
cuánto no admiramos la Luna? ¿Quién puede señalar alguna de las cien mil
millones de constelaciones que componen el Universo? ¿Quién sabe llamar hoy por
su nombre a cinco flores o pájaros? ¿Quién diferencia una estrella de primera
magnitud? Nadie de este mundo ilusorio que nos ha sido impuesto; pero si
olvidamos a la Tierra ella terminará por olvidarnos y perderemos con eso
nuestra posibilidad cósmica.
Como un
talismán nos queda, sin embargo, la resistencia interior que vislumbra el poeta
René Char, quien aseguraba distinguir el ruido de las estrellas, en esta
incomparable estrofa de Aromas cazadores, donde hace un recuento de
nuestro detestable destino, pero que pese a todo conserva su lumbre prodigiosa:
«Durante milenios hubo el vuelo silencioso del tiempo, mientras el hombre se
adaptaba. Vino la lluvia desde el infinito; luego el hombre caminó y actuó.
Nacieron así los desiertos; el fuego se alzó por segunda vez. Entonces el
hombre, con el apoyo de una alquimia sin cesar renovada, dilapidó sus riquezas
y masacró a los suyos. Siguieron el agua, la tierra, el mar, el aire. Entre
tanto, un átomo resistía. Esto sucedió hace unos minutos».
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de la Tierra está a la venta en las principales librerías colombianas
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