Safo
Por
Cydno de Mitilene
(1840-1910)
Safo
además de ser la profetisa de nuestra religión amorosa es nuestra inspiradora y
nuestra guía. Es la diosa a la que adoramos bajo la imagen de la luna.
Todos
los años, durante una noche de plenilunio de primavera, Cydno y sus discípulas
festejamos los misterios de Safo. Las violetas sagradas invaden nuestro templo.
Las imágenes viriles –pinturas, esculturas, tótems– se ocultan bajo un oscuro velo;
o se arrojan al mar si la cálida diosa inspira a alguna de nosotras a
deshacernos de los objetos sacrílegos.
...No
puedo seguir. Tengo terror de exceder los límites de mi condición de
sacerdotisa: existen misterios cuya revelación podría pagar con mi vida y
después de muerta deshonrarían mi memoria.
Sin
embargo, como estos epigramas serán guardados con mis cenizas cuando llegue la
muerte, liberaré ahora mi corazón con
las siguientes confidencias.
Cumplimos
las purificaciones y los preparativos rituales. Y durante la ceremonia cantamos
un himno que me es prohibido escribir.
Durante
el rito anual, es importante para darle toda su dimensión al acto, que una de
nuestras hermanas, víctima de padecimientos físicos o de los espíritus de la
voluptuosidad incontenible, se entregue feliz al altar de sacrificio, buscando
con ansiedad terribles emociones que aún no ha podido descubrir.
Aquella
que desea morir, elige entre nosotras a las cinco que más ama. Y aunque podemos
rechazar la alta distinción para ser reemplazadas por otras, jamás ha ocurrido
que alguna de las elegidas eluda el honor de acompañar a la víctima en el
inicio de su laberíntico viaje, desdeñando los sublimes goces que la última
despedida le concederá.
Porque
nuestras costumbres son distintas a las de los demás pueblos, nuestra moral
pocas veces coincide con la de las tierras del exilio. Por tal motivo no
dudamos en ayudar a morir a quien voluntariamente persigue ese estado como un
cese a sus dolores o como la fuente de insuperables delicias.
Las cinco
oficiantes desnudan a la voluntaria víctima, y mientras la maceran en baños de
exquisitos aromas, las demás nos distribuimos en grupos de tres o cuatro
formando un círculo alrededor de aquellas que en extensos lechos de placer,
junto a las cráteras de bronce colmadas de deliciosos vinos, realizarán el
sacrificio.
Perfumadas
y desnudas las elegidas atan a la víctima entre dos columnas del palacio,
decoradas con violetas oscuras y rosas alexandras. Entonces la más joven toma
cinco delgadas flechas de plata y las reparte entre las victimarias, quienes se
aprestan a vendar los ojos de aquella que ha decidido abandonarnos.
Se
escucha una melodía suave que invita al ensueño y prepara nuestros corazones
para consagrar el sacrificio. Obedeciendo a una ceremonia estricta, las
sacerdotisas rodean a la víctima de la enfermedad o de la lujuria, y lanzando
las saetas en su cuerpo desnudo le otorgan su liberación. Dos flechas son
clavadas arriba de sus senos; otra en el muslo izquierdo más abajo de su pubis;
la cuarta en la espalda entre el hombro derecho y la nuca, y la última en la
parte más protuberante de la nalga del mismo lado...
A los
gritos del suplicio, muchas de nosotras estremecidas por el terror, esconden
sus rostros en los almohadones de los lechos, y todas nos sentimos conmovidas
por un sombrío delirio voluptuoso. Este instante es el de los alaridos, los
besos hirientes, los sollozos desoladores y las libaciones de consuelo.
El dolor
transforma la música de las cítaras, las flautas y los tamboriles. Poco a poco
vamos recuperándonos, ávidas de un espectáculo que sólo hasta el año siguiente
será posible disfrutar, a menos que una circunstancia desfavorable lo
postergue.
La
víctima que se desangra lentamente por las pequeñas heridas, desfallece sobre
su lecho mortal. Una de las escogidas entreabre las piernas y se sienta sobre
su rostro dejándose besar el sexo, en el que la agonizante hunde con
insuperable febrilidad el dardo de su lengua.
La que
goza esta última ofrenda, besa alternativamente uno y otro seno de la viajera,
por los que fluye en purpúreos hilillos la sangre de las heridas. Una
sacerdotisa arrodillada ante el lecho se baña el rostro con la sangre que mana
de su muslo, y hunde su lengua estremecida
por el aroma acre del rojo líquido en esa vulva que ya no conocerá más
placer, y la acaricia con la voluptuosidad de quien no ignora que ofrece a un
ser el deleite póstumo.
Dos
oficiantes jóvenes pasan suavemente sus bocas y dedos desde la planta de los
pies hasta la garganta agónica, deteniéndose en sus flancos convulsos. Y otra,
besa su espalda afanosamente y la penetra con un bastoncillo de plata que le
conmueve las entrañas...
Al
consumarse esta compleja cópula, se apodera de nosotras un delirio
indescriptible y absoluto. La víctima, excitada por tantos contactos sexuales,
llora, grita, muerde, jadea, convulsiona, poseída por los espasmos del placer y
el padecimiento que se mezclan brutalmente en su interior.
Sus
gozadoras se adhieren a ella, ebrias de sangre y de muerte, profundizando las
heridas de las mortales saetas con sus cuerpos estremecidos por la lujuria.
Y todas
las espectadoras agotando el vino de las cráteras para calmar la sed de
nuestros labios resecos por tanto ardor, nos poseemos con salvajismo, con la
mirada extraviada por el furioso deseo, por la embriaguez y por la
contemplación desgarradora del sacrificio.
Y al
amanecer, cuando despertamos y nos preparamos para la cremación de la que
decidió partir, advertimos horrorizadas que una de las oficiantes se ha dormido
con la boca hundida en el inmóvil sexo de la muerta.