Por Carlos Skliar*
Si es cierto que todo en el mundo comenzó con
un sí, escribió Lispector, si es verdad que un átomo le dijo sí a otro átomo y
así comenzó el mundo, entonces la soledad es afirmativa, no se inscribe a
partir de la enunciación del nombre de cada uno sino de la indefinición de un
ser que se graba y apaga en cada línea, muerte y resurrección de una escritura
tallada y talada en el cuerpo.
A Clarice Lispector le hubiera gustado tanto
escribir una historia que comenzara con “Érase una vez”, pero que no
fuera una fábula para niños. Y empezó una y otra vez a formular las palabras
siguientes: “Érase una vez el amor”, “érase una vez el error”, “érase
una vez la pasión”. Le resultaba imposible, porque las historias necesitan
del ardor de la sangre y de esa pena que es tan remota, que es tan ajena como
propia.
Entonces escribió: «Érase una vez un pájaro,
Dios mío».
Para ser uno, hay que ser el otro de los otros,
la pura confusión de identidad, la memoria que se olvida de sí delante del
esplendor del mundo. Nadie puede nombrarse a sí mismo sin ocultar una larga ausencia
de rostros. Nadie puede ser capaz de tanta capacidad.
La única técnica –ay, esa expresión mortuoria–
es la humildad: la absoluta conciencia de que uno es totalmente incapaz y que
habrá que acercarse a las cosas con el sigilo absoluto de la mirada limpia. Si
nos acercáramos con el volumen excesivo de los nombres, todas las cosas
saldrían disparadas.
Habría que aproximarse con la suave ignorancia,
con la frágil tentación del desconocimiento: abrir una puerta y, simplemente,
mirar. Mirar el sol que nunca vimos antes, el de las tres de la tarde. Mirar el
pájaro que se convierte en águila. Mirar el dolor sin precaución ni alegorías.
Mirar el resultado de la mentira. Mirar una sombra mayor a tu estatura.
Sólo así –y aún así, no del todo cierto– habría
escritura: la mirada conserva algunas imágenes que existen y otras que no han
existido nunca, y se escribe también acordándose uno de lo que no se ha vivido
todavía.
Escribir, dice Lispector, es no saber lo que
continúa. Buscar lo que sigue a lo escrito, es como echar a rodar una palabra
utilizándola de cebo: ¿qué otras palabras vendrán, si es que vienen? ¿O lo que
vendrá es la nada?
Otros han escrito la exasperante totalidad del
todo, otros han nombrado el mundo con un puñado efímero de sonidos. Pero: ¿qué
es más revelación, qué revela a qué: el todo o la nada?
Nos es imposible la ingenuidad frente a la
totalidad, pero acaso es posible la inocencia delante de lo que parece vacío,
nulo. Mirar con inocencia, sí, como si esa mirada y esa inocencia fuesen la
textura íntima de la soledad; la soledad difícil y paciente, la que se ofusca
contra la ingravidez del deseo, la que conoce el infierno de la pasión, la que
reconoce sus propios dolores y se ruboriza por la ansiedad de hacerlos esfumar.
Escribir, insiste Lispector, es prolongar el
tiempo, encontrar el tiempo al interior del tiempo, hacer que los segundos sean
partículas, milímetros, átomos, trazar hilos de carne en el centro mismo del
tiempo metálico, permanecer en vez de escabullirse, no dejar que las horas
pasen sino hacer que pasen palabras en las horas.
Escribir en el espacio que dejan las teclas
simultáneas de un piano, negándose al sentido antes de tiempo, con la paciencia
del amor y el amor de la paciencia. Querer escribir con la piel, pero tener que
escribir con las palabras, a pesar de las palabras. Escribir, es un decir:
“Érase una voz, Clarice”.
Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960).
Investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y del
Consejo Nacional de Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos,
poemas y micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: Voz apenas (Buenos Aires, Ediciones del
Dock, 2011), No tienen prisa las palabras
(Barcelona, Candaya, 2012) y Hablar con
desconocidos (Barcelona, Candaya, 2014).