Por Carlos Pacheco
Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste Tu perfume, y lo aspiré, y ahora suspiro
por Ti;
gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti […]
Agustín de Hipona, Las
confesiones
¿No habrá
seres inexplicablemente poseídos por la pasión de Dios? Como antes había ateos
vilipendiados por una sociedad que se autoproclamaba creyente, ahora aquellos
serán tratados con conmiseración por una sociedad de ateos. […] Pero ellos, de día, de noche, en medio de los
hombres o de sus marchas solitarias, no dejarán de sentirse interpelados por la
Presencia, […] irrecusable en su misterio.
A. M. Besnard, citado por A.R.G. en Proserpina
Para algunos seres,
la escritura es mucho más que un oficio. Profesión podría llamarse, con tal de
que digamos profesión de fe, en una
dimensión ética y trascendente, justamente profética,
del lenguaje. Proferir, escribir, puede llegar a ser entonces un acto erótico y
tanático a la vez, donde elegir y cambiar, inscribir y borrar, insistir y fijar
(antes de volver a dudar) son los vaivenes de una danza verbal encarnada en el
léxico, articulada por el esqueleto sintáctico, sostenida por esa música que es
la prosodia, animada e iluminada por un deseo de la significación que llega en
ocasiones a ser tenaz y punzante como un dolor. Ese reiterado acto de amor y
goce y sufrimiento conduce en ocasiones a la gestación de un texto logrado,
memorable como el que hoy celebramos, capaz, como dice su prefacio, de conmover a su lector en esa otra
relación amorosa que puede llegar a ser la lectura.
Hay aquí un misterio:
¿por qué un escritor se dedica con abnegación a trabajar un texto,
abandonándolo todo, como un enamorado? ¿Qué exigencia interior irrenunciable
hace que ese oficiante de la escritura dedique cientos de horas a elaborar y
reelaborar ese tejido de palabras? No lo sé, pero desde su primera versión,
premiada y publicada en 1985, el cuento Proserpina,
de Armando Rojas Guardia, publicado ahora como libro gracias a una amorosa
conspiración de sus amigos, tenía el destino de existir y ser leído.
Proserpina es excepcional y convoca nuestra atención en
primer lugar porque se trata hasta ahora del único cuento –pleno y redondo
donde los haya– escrito con pasión por el autor de una reconocida obra poética
y ensayística. Nos impacta por su inédita profundidad en la exploración de un
tema a la vez muy central en la obra de Rojas Guardia y muy inusual en la
literatura venezolana. La pasión amorosa no sólo aparece allí, según el tópico
clásico, como alegoría del anhelo y el encuentro con el Ser Supremo, sino
también como método de búsqueda y cultivo sistemáticos de esa religiosa
relación con lo Superior. Es el doble vínculo –La llama doble, según el título del
notable ensayo de Octavio Paz– que llegan a pretender unos amantes: suma pasión
humana e ilimitado anhelo de lo divino en una convivencia que solo parece
accesible a través de excepcionales estados de conciencia. Por eso, con
disciplina y tesón, con persistencia y atención meticulosa similares a las que
se exige el soñador de “Las ruinas circulares” para concebir un hijo soñándolo,
estos amantes arquetípicos se proponen alcanzar la mutua fecundación espiritual
en un orgasmo supremo que pudiera llevarlos a perder la conciencia
o, más bien, a abandonar su limitada y repetitiva conciencia
ordinaria, para abrirse y disponerse por instantes al contacto con una
conciencia superior.
Esta
historia inusual nos presenta así las muy diversas facetas del encuentro de los
amantes en esos abismos superpuestos y paradójicos de la mutua entrega: la
inevitabilidad de su amor, la necesidad –para abrirle espacio– de romper del
todo con la ortodoxia y las convenciones sociales, las dudas y vacilaciones
habitando en el centro de esa pasión indetenible, la necesidad de separarse del
mundo y de practicar una suerte de ascética amatoria, de
erotismo sacro, con sus renuncias, esfuerzos y riesgos,
y finalmente, la comprensión y el autoconocimiento que se esperan de esa
relación excepcional y sin fronteras. Proserpina
narra entonces la búsqueda tenaz del clímax del amor humano, una manifestación
tan refinada y extrema del eros que logra llevar a quien se manifiesta, si no
ateo, por lo menos laico o agnóstico, a anhelar “ese horizonte ingrávido que
llamamos Dios”, aunque solo sea a través de la literatura, esa otra ascesis
amorosa, esa otra laboriosa pasión, el minucioso e hiperconsciente tejido de
una trama ficcional.
Esto
explica la notable elaboración estética de este relato. Lo primero que
advertimos es un inusual tratamiento de la temporalidad que nos sorprende y
perturba desde la primera línea. La narración se produce mediante verbos
conjugados en futuro: “Proserpina y yo nos
conoceremos en una fiesta diplomática…” (11) Lo que llegamos a comprender
más tarde es que en realidad –gracias a una lúdica y paradójica operación
metaficcional que resulta clave para la significación del relato– el cuento que
estamos leyendo está aún por escribirse y, más aún, que desde la perspectiva
del narrador, la realidad misma allí representada (cuyas coordenadas
espaciotemporales son la ciudad de El Cairo hacia 1950) aún no existe. En el
mundo de la ficción, el narrador va creando (literalmente) esa realidad al
narrar en su cuento lo que habrá de
ocurrir años después. Por eso, la frecuente “autocorrección” de un tiempo
verbal presente que sigue a uno pretérito: “[…] me contemplará (me contempla)
[…]” (31). El cuento es entonces, en su mayor parte, un proyecto de cuento, apenas el guion de su eventual desarrollo: un
cuento dentro del cuento que aún está por escribirse, pero que también existe
ya en la conciencia del personaje narrador. Nada mejor para mantener alerta al
lector, para alimentar en él una saludable conciencia de ficcionalidad y para
desterrar del relato toda pretensión recta de prédica sabia o doctrinal.
Con este complejo
recurso metaficcional convive una intertextualidad rica y certera, mediante la
cual la vasta erudición del autor trabaja con notoria eficiencia para
diversificar y dar mayor profundidad al relato. Entre todos estos intertextos
literarios, musicales y plásticos (de Agustín de Hipona, Kavafis o Lezama a
Fauré y Utamaro), tiene relieve singular la figura de Borges. Sus gestos,
actitudes y procederes están allí, desde la existencia misma de una nota
bibliográfica (que no es sin embargo apócrifa) y de un prefacio donde se cita
al bardo ciego (prefacio que naturalmente debería leerse como parte de la
ficción), hasta los ritmos y sonoridades de la cuidada escritura o la
microscópica aparición en el texto de adjetivos como “inmemorial”, para
calificar a las aguas del Nilo (24), o “unánime” para referirse a la desnudez
de los amantes (30). Todo el relato resulta entonces una ofrenda narrativa,
difícil de superar, al poeta y ensayista porteño que cultivó en sus cuentos una
forma excelsa de poesía y pensamiento.
No faltan en el
enjundioso conjunto ciertos comedidos rastros autoficcionales que el narrador
va dejando por el camino como otro pliegue de esta complejidad textual, solo
para que sean reconocidos por avezados rastreadores. Pero el juego intertextual
dista mucho de ser filatelia decorativa o estrategia de autolucimiento. En la
última parte del relato nos aguarda una sorpresa crucial cuando, sin previo
aviso, en un giro repentino, mediante una confesa maniobra proustiana o
lezamiana, la narración muta radicalmente su emplazamiento espaciotemporal y se
traslada “al pasado de su inevitable porvenir” (41), haciendo así más
ostensible y franca su índole de ficción dentro de la ficción. De un
orientalista y refinado entorno diplomático en la capital egipcia de mediados
del siglo XX, la acción es transferida súbitamente a un contexto rural
venezolano unas tres décadas atrás que, para nosotros, evoca de inmediato la
hacienda Piedra Azul de Memorias de Mama Blanca. Allí se nos
revela la naturaleza “verdadera” de los protagonistas, su relación de
parentesco y su trágica separación que, gracias a los poderes de la
(meta)ficción, habían sido antes transmutados, en el cuento dentro del cuento.
Único y supremo homenaje posible al frustrado amor adolescente, aquella
transmutación lo había exaltado allá como confluyente clímax a la vez erótico y
místico.
Finalmente, se pone
de manifiesto el carácter terapéutico, o más bien redentor, salvífico, de esa
práctica escrituraria con rasgos ascéticos, litúrgicos, sacramentales: “el
futuro redime al pasado” (44), nos dice el relato: psíquica y espiritualmente, solo la
literatura salva. Sin embargo, en su final abierto podría haber aún una última
vuelta de tuerca. A la danza amatoria viene aparejada una riesgosa esgrima con
lo trascendente. En definitiva, la conveniente coraza del agnosticismo tal vez
no sea del todo impenetrable y el narrador, que tan prolijamente programa y vive
esas experiencias límite de erotismo extremo, parece caer víctima de su propia
trampa y terminar tocado (a la vez
conmovido y touché), confrontado y
retado por el magnetismo de eso,
desconocido e inexplicable, que parece intuir más allá del “ardor interminable
de los astros”. (40) De otra manera no sería capaz de sentir y describir, con
tal pasión, precisión y rigor, la ineluctable pulsión espiritual de su amada.
En esta historia de
amor, inquietante desde su inicio porque –al igual que su escritura– no soporta
modelos o estereotipos, los amantes son transformados por su experiencia
extrema: al hundirse en lo carnal y lo terreno como metafóricamente se hunden
en el sexual cieno del Nilo, lo trascienden. Como arriba, así abajo (y
viceversa). Si el verdadero encuentro amoroso no admite programa ni código
alguno, tampoco hay nada consabido en esta práctica de la escritura narrativa,
porque ella está al servicio de una exploración abierta y valiente de la
interioridad. Siempre a contracorriente, en momentos de tan militante
descreimiento, de programático escepticismo, cuando algunos sienten vergüenza
de todo gesto espiritual o trascendente, Rojas Guardia se atreve una vez más a
optar por la paradoja al conjugar amor erótico y aspiración religiosa, arrebato
carnal y pasión mística.
1. Una versión preliminar y más breve
de este ensayo fue publicada a través del portal Prodavinci a principios de
diciembre de 2014.
2. Armando Rojas Guardia,
Francisco José Chapman, Rafael José Alfonzo: Premio "Casa de la Cultura de Maracay 1985", Mención
Narrativa. Maracay, Secretaría
de Cultura del Estado Aragua, 1985.
3. Armando Rojas Guardia: Proserpina. Caracas, La Guayaba de
Pascal, 2014.