Sobre el rol de las milicias urbanas


Por Martha Cecilia Rivera*

Me acerqué a la realidad de la vida cotidiana de Colombia desde la penumbra de la masa oculta, y entendí sus determinaciones, gracias a mi trabajo en estudios de opinión pública en la década de los noventa. Como monstruos de mil brazos que se agazapan por las esquinas en la noche para acechar al transeúnte, esas realidades adquirieron para mí, mucho más allá de cualquier estudio sociológico y cualquier información estadística, el tono de una voz, el color de una blusa, el acné de un rostro, y me rondaron por años, conduciéndome a una especie de estadio gris, borroso, en donde mi comprensión acerca de quiénes eran los buenos y quienes los malos en nuestros conflictos hizo explosión y me dejó atrapada en una especie de caverna.
No me refiero a una caverna cualquiera para refugiarme, me refiero a una de la misma especie de la caverna platónica, en donde cada silueta que se proyecta en la entrada no es un reflejo en realidad, sino un enigma. Esto lo afirmo porque ya no pude nunca más dejar de preguntarme, en cada momento crucial de nuestras guerras, cuáles eran los dolores de vida diaria de sus perpetradores. Y eso, considero ahora, fue muy grave. Dejó en mi subconsciente, creo, una cierta predisposición a entender los motivos del odio, y con ello quizás hasta a contemporizar con sus reflejos. También me dejó, y eso sí que lo agradezco, una mirada dual que se enfoca automáticamente y al mismo tiempo, para bien y para mal, en ambas caras de la moneda. Fueron muchísimas las verdades inenarrables que descubrí o constaté en el transcurso de mis estudios en esa época. La que describo en esta nota fue solo una de las primeras.
Finalizaba 1993. Ignoro si el país estaba ya pensando o no, en noviembre de ese año, en el que se realizaba la Campaña Presidencial de 1994 (que elegiría a Ernesto Samper). Es importante referir que los precandidatos y candidatos planeaban sus campañas con los publicistas. Había que preparar la fotografía, sus eslogans y afiches, había que definir la imagen del candidato de la misma manera como se define la imagen de la marca de cualquier producto publicitario, preguntándole a los consumidores (léase votantes) que era lo que querían. Haciendo ésa pregunta, y escuchando las respuestas, adquirí esa confusión entre los buenos y los malos de nuestra historia que no estoy segura de haber resuelto del todo hoy en día.
Yo trabajaba en investigación de opinión pública, moderando grupos focales. Brevemente, los Grupos Focales (también conocidos por su nombre en inglés, focus groups) son una clase especial de encuestas de opinión que no tienen por objeto medir las opiniones sino descubrirlas. En los grupos focales participan 8-12 personas que no se conocen entre sí pero que son reunidas expresamente para discutir sobre el producto en una conversación relativamente libre. La moderadora de un grupo focal es quién se planta enfrente del grupo para hacer las preguntas y estimular las conversaciones entre los participantes, (en nuestro país generalmente una psicóloga). Es, en otras palabras la persona a quién el cliente contrata para averiguar lo que el consumidor hace con, y necesita de, su producto.
Generalmente esos grupos focales se filman y se graban en audio, sin que los participantes necesariamente adviertan su presencia. También es frecuente que los grupos focales tengan lugar en un salón de conferencias en un hotel, al que se ha instalado un sistema de circuito cerrado de televisión para que el cliente pueda seguir el desarrollo del grupo focal en un salón contiguo.
En 1993, en Colombia, a los participantes en los grupos focales se les recompensaba por su tiempo y sus opiniones con una buena cena y un buen regalo. Desconozco si esto sigue siendo así, porque me ha sido imposible seguir las tendencias de la industria desde mi exilio voluntario. Aquí en los EU, la costumbre es recompensarlos con una cantidad que oscila entre $70 y $120 dólares, además de un refresco y algunos pasabocas.
Con base en los resultados de los grupos focales, los publicistas diseñan los mensajes y crean las imágenes que el público conocerá acerca de los productos. Un publicista que en 1993 ya tenía una reputación muy sólida en el campo de los candidatos políticos es Carlos Duque. Luis Carlos Galán, Andrés Pastrana y Álvaro Uribe son algunos de sus más conocidos clientes. Todos los colombianos hemos visto sus afiches en algún momento. El rostro del candidato en primer plano dominando el campo visual, más una bandera y la mayor parte de las veces un ademán con las manos que agrega sentido de firmeza o de victoria al mensaje visual, son factores comunes en su fórmula tan efectiva.
Entre mis clientes asiduos se encontraban algunas de las compañías de investigación de mercados más reconocidas en nuestro país, entre ellas Cindamer y Yankelovich Innova. Y una de ellas tenía a su vez a un cliente que con el tiempo llegó a ser el Presidente de Colombia. Fue en esas circunstancias cómo me encontré envuelta en la campaña electoral más reñida que se había conocido en el país, la campaña presidencial de 1994.
Una de las cosas que empezó a quebrar mis certezas acerca de los buenos y los malos en nuestro país, como resultado de los muchos grupos focales que moderé para esa campaña, fue el encontrar el verdadero significado de la pobreza en la desesperanza de los participantes en mis grupos. Sus frases alucinantes, macondianas, inesperadas, me arrojaron de bruces y sin anestesia a realidades que en las estadísticas traicionan la impotencia de la que la pobreza y la desesperanza están, estructuralmente, hechas.
Una frase cuyo eco todavía vibra más de veinte años después, y que se agita como espada flamígera de ondulación inagotablemente atónita, inagotablemente triste, en esas noches de lluvia tan intensa que parece una venganza de los dioses, la escuché en un grupo focal en el Hotel El Prado, en Barranquilla. El grupo estuvo constituido por varones de estrato socioeconómico 2 o 3, mayores de 18 años, que se reportaron todavía indecisos con respecto a votar o no en las próximas elecciones. Pregunté que esperaban que el próximo presidente hiciera por ellos. Que cree más empleos. Que haga algo para que haya más educación. Mejores recursos de salud. Buenas carreteras. Ninguna respuesta novedosa apareció al principio.
De repente alguien pronunció esa larga frase demoledora que fracturó mi forma de entender mi oficio: “Que el próximo presidente no se gaste la plata en pendejadas como esta comida tan elegante y tan cara, mientras que yo llevo tres meses tratando de conseguir los diez pesos que necesito pa' comprar una teja pa'que la vieja no se moje con la lluvia cuando se levanta a media noche al baño; oiga, es increíble, he tratado por todos los medios y nada que le he podido resolverle a mi mamá el problema, no he podido comprarle una miserable teja de diez pesos”.
De ese mismo modo se sembró mi confusión acerca de quiénes eran en nuestro país, en ese momento, los buenos, y quiénes los malos. En esta ocasión se trató del Hotel Ambassador, en Medellín. Amas de casa, mayores de 25, de nuevo estratos 2 o 3 y de nuevo indecisas con respecto a votar o no. Menos de un mes había transcurrido desde la experiencia de Barranquilla. En realidad los grupos focales de Medellín habían sido concebidos como una réplica de los de Barranquilla; eran parte de un mismo estudio de opinión, conducido en varias ciudades.
De alguna manera me presenté ante ese grupo focal de Medellín con el corazón preparado para descubrir nuevos reflejos aterradores de lo que significan la impotencia y la desesperanza que la pobreza inocula a sus protagonistas por debajo de la piel, más allá de todo lo que yo hubiera podido captar con base en cifras y estadísticas al respecto, más allá de todo cuanto yo hubiera podido jamás crear con mi imaginación de escritora que nunca antes se sintió tentada a crear una ficción sobre el tema, y que desde entonces rehusó siquiera intentarlo para no faltarle al respeto a ese dolor definitivo e insuperable que todavía es lo que define a muchos de mis compatriotas.
No estaba preparada, ni de lejos, para ser lanzada sin aviso al agua Estigia densa y fétida de las realidades de esa pobreza que explicaban la existencia de las milicias urbanas como parte activa y efectiva de esa estructura social. Creo que tampoco lo estaban ninguno de mis clientes, ni el publicista ni mucho menos el candidato. ¿Qué hubieran podido ellos imaginar desde su posición de clase? No quiero decir que esas realidades no se presenten también en contextos ajenos a la pobreza. Lo que sí creo, es que fuera de esos contextos no adquieren un carácter estructural, definitorio.
Después de una serie de actividades para romper el hielo y ganarme la confianza de las participantes en el grupo focal del Hotel Ambassador con estratos 2 y 3, lo cual es una técnica de uso común, empecé formulando unas preguntas de importancia menor con respecto a las elecciones presidenciales venideras, una especie de calentamiento de motores antes de entrar al tema que más interesaban en ese momento, el perfil del próximo Presidente de Colombia. Básicamente, se trataba de averiguar cuáles eran los atributos personales (demográficos, intelectuales, de personalidad y hasta físicos) y políticos que las participantes en el grupo esperarían ver en el candidato ganador. Con base en esos inventarios, los publicitas desarrollarían para el candidato la correspondiente imagen, resaltando sus puntos más congruentes con las expectativas y minimizando los más distantes. Esa imagen sería la comunicada consistentemente una y otra vez en cada uno de los actos del candidato, en sus mensajes, inclusive en su apariencia personal.
Finalmente llegó el momento cuándo pregunté cómo debería ser el próximo Presidente de Colombia: cierren los ojos e imaginen un mundo perfecto en el que pueden pedir todo aquello que quieran. No les estoy pidiendo que me digan qué cosa es posible o no, sino que dejen volar su imaginación como pidiéndole sus deseos al genio de la lámpara o a un hada madrina. Yo anotaré la lista de lo que ustedes me digan aquí en el papelógrafo.
“Que sepa de economía”.
“Honrado, que no robe”.
“Como Carlos, el de mi barrio”.
Siguiendo al pie de la letra las técnicas para moderar grupos focales sin introducir sesgos inadvertidos en las respuestas de los participantes, anoté todas las frases sin hacer ningún comentario y solo cuando terminé repregunté acerca de cada una de ellas.
La primera respuesta a mi pregunta sobre la frase de Carlos pareció abrir la compuerta de un dique invisible y tácito, una especie de frontera inmaterial que reconocían todas las participantes en el grupo y sabían innecesaria, quizás como resultado de esas complicidades y esos entendimientos sin palabras que surgen entre quienes padecen de una misma angustia, y, en este caso, de un mismo alivio.
¿Quién es Carlos?
“El de mi cuadra”.
“¡El de la mía se llama Jaime!”
“¡El mío, Efrén!”
¿De qué me están hablando, señoras, quiénes son Carlos, Jaime y Efrén?
“Nuestros milicianos”.
¿Milicianos?
“Sí, son como una especie de muchachos pero de los barrios”.
¿Qué cosa son esos muchachos de los barrios? No entiendo. ¿Qué hacen ellos en los barrios?
“Nos protegen y nos ayudan, yo los llamo nuestros ángeles de la guarda”.
“El mío hizo que mi marido dejara de darme muendas. Tan pronto se enteró de que mi marido me daba semejantes tundas el miliciano lo buscó y le dio su propia tunda y santo remedio, ahora lo tiene todo alineadito, él no me volvió a pegar jamás”.
“A mí el mío me ayudó a que mi marido no se me gaste la plata en cerveza. Ahora Jaime lo espera todos los sábados a la salida del trabajo, le coge la plata y viene y me la entrega”.
Los relatos se sucedieron. Humanos. Tan sencillos como cotidianos y sobre todo, rezumantes de una mezcla irrepetible de dolor y orgullo.
Después de las narraciones sobre las múltiples formas como los milicianos ayudaban a estas pobres mujeres a sobrellevar las cargas de sus vidas cotidianas, vinieron las expresiones de un afecto ingenuo, natural, agradecido, que además reveló que esos ángeles de la guarda también tenían un rostro humano. Escuché hablar de las empanadas y el jugo de lulo que le gustaban a uno de ellos; del tintico bien cargado; de la telenovela de las cuatro. Nadie mencionó, y no fue necesario porque eso se reveló por sí mismo en todos esos detalles, que los milicianos eran ya un componente natural de la vida cotidiana de esas familias, como una vecina o una rutina diaria.
Yo escuché. Hice más preguntas. Asentí una vez y otra, no sólo para estimular a mis participantes a decirme más, tal y cómo lo indican las técnicas para moderar grupos focales, sino sobre todo para expresar mi entendimiento de (¿acuerdo con?), lo que decían. Al final una de ellas expresó, sin que se le preguntara, otra verdad punzante y natural, estremecedora: “Mire señorita, la verdad es que es tanto lo que ellos hacen por nosotras, son tan especiales y tan queridos, que si un día alguien los está buscando, la policía por ejemplo, yo al mío lo voy a proteger y le voy a ayudar a esconderse aunque me meta en un tremendo lío”.
El grupo focal finalmente terminó. Conmovidas, después de haber pasado dos horas o más compartiendo esas historias de vida, las señoras y yo nos despedimos con abrazos, sintiéndonos antiguas amigas. Mis clientes, el publicista, varios políticos de alto rango en representación del candidato, y el dueño de la empresa de investigación de mercados que me había contratado, entraron casi que de inmediato al salón de conferencias donde yo me encontraba y me felicitaron por los hallazgos. En medio de sus palabras también entró el camarógrafo y me entregó la cinta de video en formato VHS. Aparte de mí, nadie mostró el menor interés por esa cinta. Mis clientes aprovecharon la interrupción del camarógrafo para discutir entre ellos acerca del lugar de diversión nocturna dónde se reunirían inmediatamente después, se despidieron y se marcharon. Alcancé a escuchar a uno de ellos mencionó un tequila muy caro que acababa de traer de su más reciente viaje.        
Creo que fue en esa última frase de esa tarde cuando empecé a entender que en Colombia los buenos eran los malos.


*Escritora colombiana residente en Chicago