Identidad homosexual y polivalencia del deseo


Por Armando Rojas Guardia

El prestigioso poeta y ensayista venezolano Armando Rojas Guardia, en este reciente ensayo cedido a Con-Fabulación, realiza una meteórica arqueología del homosexualismo hasta llegar a proponer, con la honestidad intelectual que lo caracteriza, un horizonte reflexivo imprescindible para esta comunidad discriminada.

En todos los tiempos y en todo tipo de culturas han vivido hombres y mujeres que se han sentido atraídos por personas de su mismo sexo. Las artes y las literaturas de todos los tiempos presentan relaciones homoeróticas e historias de amor en esa dirección específicas. Tales representaciones provienen de sociedades de toda índole y con todo grado de desarrollo, en próspero crecimiento o en proceso de desintegración. Por ejemplo, la epopeya mesopotámica de Gilgamés (1700, a.C.) nos habla del rey mítico, Gilgamés, que se enamoró del salvaje Enkidu “como de una esposa”. Homero describe en La Ilíada la amistad intensamente homoerótica entre Aquiles y Patroclo (en el Siglo XII, a.C.). En el Antiguo Testamento se afirma que el amor de David por Jonatán era para él “más dulce que el amor de las mujeres” (2 Sm, I, 26). En el Siglo VI a.C. la poesía lírica de Safo celebra el amor entre mujeres. En el III a.C., en tiempos de Confucio en China, se habla de la amistad entre el Duque Ling y su amigo Mizi Xia; a propósito, un autor contemporáneo, Robert Aldrich comenta: “Al pasar por un huerto de frutales, el joven le ofreció a su amigo de su melocotón en lugar de comérselo solo, y así el amor del melocotón partido se convirtió a lo largo de muchos siglos, en un símbolo de intimidad homosexual”. En el Bahagavad Gita (hacia 200 a.C.), se narran las vicisitudes de la comunión mística y amistosa entre Krishna, avatar hindú del dios Visnú –el que sostiene y mantiene el universo– y Arjuna, un príncipe guerrero. Entre los samuráis del Japón, desde el Siglo XVI al XVIII, el amor de hombres adultos a jóvenes era la explícita regla social: “El futuro samurai es amado por hombres adultos hasta que es mayor de edad; entonces pasa a amar a jóvenes que son más jóvenes que él y finalmente, unos años más tarde, se casa con una mujer” (Tsnueo Watanabe, The of samuraui, Londres 1989).
Ciñéndonos al ámbito específico de la civilización occidental, no es necesario abundar en la obviedad del papel protagónico desempeñado por la homosexualidad en el entramado societario de la antigua Grecia. Las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo eran practicadas, con la anuencia oficial, a todos los niveles de la vida desde el Siglo VII a.C. Bastaría señalar como ejemplos paradigmáticos la relación de Sócrates con Alcibíades, tal como la relata Platón en El banquete y la de Eurípides con Agatón de Atenas. Es bien sabido que el vínculo erótico entre un adulto (el erastés) y un joven (el erómanos) constituía un fenómeno usual e incluso promovido y aupado dentro de la sociedad helénica: era una verdadera institución iniciática, pedagógica y cívica. En Esparta, tal como lo describe y comenta Plutarco, existía el llamado “Batallón Sagrado de Tebas”, integrado exclusivamente por amantes y amados: lo que se privilegiará en él venía a ser la ternura erotizada del compañerismo viril (la cultura espartana fue ducha en la comprensión, la pedagogía y la canalización civilizatoria de ese tipo de erótica afectiva); para entenderla a fondo nada mejor que leer la sección titulada Calamus de Hojas de hierba de Walt Whitman.
En cuanto a Roma, el gran historiador John Boswell asienta de manera taxativa: en ella “ninguna de las leyes, ninguna de las normas, ninguno de los tabúes que regulaban el amor o la sexualidad castigaba a las personas homosexuales o a su sexualidad; y la intolerancia a este respecto era tan rara que en los grandes centros urbanos podría considerársela inexistente”. (Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad. Barcelona, 1992). La inclinación homoerótica no tenía para los romanos nada de perjudicial, de extravagante, de inmoral ni de amenazador, y los homosexuales estaban plenamente integrados en todos los niveles de la vida y de la cultura. Es más: en Roma muchas relaciones homosexuales eran permanentes y exclusivas, y en las clases altas eran legales y comunes los matrimonios entre hombres o entre mujeres. Incluso durante la república, Cicerón consideró como matrimonio la relación del joven Curio con otro hombre, y durante los primeros años del imperio, era muy común hacer referencia a matrimonios homosexuales; Marcial y Juvenal mencionan las ceremonias públicas, con participación de las familias, dotes y precisiones legales. Basta citar los casos ilustrativos del poeta Catulo cuyos poemas eróticos tanto a su novia Lesbia y a su amante masculino, Juvencio, dan cuenta de la dirección heterosexual y la homosexual coexistiendo en un mismo individuo, y el del emperador Adriano, cuyas relaciones con mujeres no pudieron compararse en intensidad y devoción amorosa a la que sostuvo con su amante varón Antínoo.
Contrariamente a lo que suele pensarse, los diez primeros siglos de la era cristiana no conocieron condenas explícitamente oficiales y mayoritarias de la homosexualidad. Los primeros cristianos no alentaron prejuicio general alguno a este respecto y muchos hombres y mujeres, prominentes y respetados –como Ausonio y Paulino, y también Perpetua y Felícitas– se vieron involucrados en relaciones que se considerarían homosexuales en culturas hostiles al homo- erotismo. Aunque hubo autores patrísticos importantes, como Agustín de Hipona y Ambrosio de Milán, los cuales, basándose en una lectura literalista y fundamentalista de pasajes bíblicos –como el libro del Génesis, el Levítico y la Carta a los Romanos de San Pablo-, sí escribieron textos fuertemente desaprobatorios de la actividad homosexual, la actitud general de los pensadores y el pueblo cristianos fue en la Alta Edad Media más bien permisiva y tolerante con respecto a ella. Boswel ha detectado incluso el auge de una suerte de “subcultura gay” en la Europa del Siglo XII: “El renacimiento de las economías urbanas y de la vida de ciudad, notables hacia el Siglo XI, se vio acompañado de la reaparición de la literatura homosexual (…) Los homosexuales eran prominentes, influyentes y respetados en muchos niveles en la mayor parte de la sociedad europea, tanto religiosa como secular. Las pasiones homosexuales se convirtieron en temas de discusión pública y celebraban en contextos espirituales como carnales”. El tipo de relación-pasión o amistad “erótica” entre varones fue origen de una parte de la más conmovedora poesía de la Edad Media.
Mención aparte merece la España musulmana de la Alta Edad Media. En ella era común toda variedad de relación homosexual, desde el amor idealizado hasta la prostitución. La poesía erótica sobre relaciones ostensiblemente homosexuales constituye el grueso de la lírica hispano-árabe. Escribían esta poesía todo tipo de personas de todos los estamentos. Al-Mutamid, rey de Sevilla, se enamoró del poeta Ibn Ammar, de quien no soportaba estar separado “ni siquiera una hora, ni de día ni de noche”. Un poco antes, en ese mismo siglo, el reino de Valencia había sido gobernado por una pareja de ex esclavos que se habían enamorado y habían ascendido juntos en el servicio civil hasta colocarse en una situación tal como para gobernar por sí mismos. Los historiadores musulmanes, llenos de admiración, caracterizaron su gobierno como una relación de plena confianza y mutua devoción, sin indicios de competencia o de celos, y su amor fue celebrado en verso por poetas atraídos a su corte desde toda Hispania. Para cerrar esta breve incursión en el ámbito islámico, conviene recordar que la mística sufí, tanto persa como árabe, privilegia la utilización de la metáfora homoerótica para simbolizar el contacto con Dios y la comunión con él: “En brazos del amado” es la imagen recurrente de la poesía ejemplar de Rumi.
Aproximadamente hacia la mitad del Siglo XII, comienzan a aparecer en Europa las primeras manifestaciones de una virulenta hostilidad hacia la homosexualidad, primero en la literatura popular y luego en la teología y los textos jurídicos. Los principales historiadores que han estudiado el asunto señalan dos causas básicas de ese cambio de mentalidad: la primera es la centralización burocrática de la vida social, que se hace cada vez más explícita y enfática, extendiendo su poder de penetración reguladora y homogenizadora a todos los niveles de la existencia humana, tanto colectivos como individuales; la segunda, la intensificación general de la intolerancia respecto de los grupos minoritarios, evidente en las instituciones eclesiásticas y las seculares a lo largo de los Siglos XIII y XIV. Las cruzadas contra los no oficialmente cristianos y los herejes, la expulsión de los judíos de muchas regiones de Europa, el auge de la Inquisición, la persecución denonada de la hechicería y la brujería: todo ello pone de relieve el rechazo hacia a lo que se apartaba de los patrones de la mayoría. Esa intolerancia se instaló con fuerza de ley en los estados corporativos recién formados en la alta Edad Media. A estas dos causas yo le añadiría una tercera: la primera codificación y sistematización de la ascética cristiana ostenta una poderosísima influencia órfica, pitagórica, platónica, gnóstica, neoplatónica, judeo-helenista y estoica: visiones filosóficas ajenas a la tradición bíblica. Por mediación de esa influencia la primera ascesis cristiana –la de los Padres del desierto y del inicial monacato cristiano– traduce una concepción antropológicamente dualista del ser humano – el cuerpo como cárcel del alma- y una desvalorización radical de la materia y de la realidad intramundana, la cual se visualiza como el mero y efímero escenario de la prueba espiritual que se desplomará en la gloria ultraterrena. De esta forma, el placer es concebido como peligro y amenaza para el alma y lo que se impone como talante ascético es la mortificación de la sensualidad –asociada a una concupiscencia contaminada por el pecado original– y, en general, de los sentidos. El cilicio y la disciplina como instrumentos de penitencia y de autorregulación corporal sustituyen el simple goce de vivir que se dilata en los textos evangélicos. (“Vengo yo, que como y bebo, y dicen: “Miren al glotón y al borracho (Mt II, 19) privilegiando el papel redentor del dolor, la hegemonía moral del sufrimiento. A todo esto habría que sumarle el postulado estoico, que fue incorporado doctrinalmente por connotados Padres de la iglesia durante los primeros siglos de la era cristiana, según el cual la finalidad esencial de la sexualidad humana es la procreación. En este cuadro global, el amor y el contacto homoeróticos, cuya única motivación es la felicidad, empezando por la corporal, de los involucrados en ellos, y que connaturalmente no conocen descendencia, tenía que ser desacreditados y reprobados. Este talante ascético, sobre el trasfondo de la visión del mundo que él vehicula, y que se transformó en estereotipia dentro de la predicación eclesiástica –capaz de moldear conciencias, actitudes y acciones –hacen de la civilización occidental una de las más puritanas de la historia. Mucho más puritana, por ejemplo, que la hindú y la japonesa.
El hereje, el judío, el homosexual: estos son los tres nombres de la exclusión prototípica con la que Occidente penetra en la Modernidad. Excede las pretensiones de este ensayo, pero sería a la vez aleccionador y necesario, aplicar a tal exclusión las categorías antropológicas de los estudios de René Girard. A este respecto sólo deseo destacar lo más evidente: hereje, judío y homosexual constituyen para la cultura occidental (tal como ella emerge de la Baja Edad Media), lo que Girard denomina una “víctima emisaria”. Recordemos el axioma del cual parte el pensamiento de este autor: “Los hombres nunca son capaces de reconciliarse más que a expensas de un tercero” (Le Violence et le Sacré, París, 1972). Este tercero es la víctima emisaria, el chivo expiatorio cuyo sacrificio posibilita la unanimidad del grupo. “El común denominador de la eficacia sacrificial es la violencia intestina: lo primero que el sacrificio pretende eliminar son las disensiones, celos, rivalidades, querellas entre próximos” (Id.) Para que el mecanismo sacrificial funcione realmente “debe suponer un cierto desconocimiento. Los fieles no deben saber el papel jugado por la violencia” (id.). Es decir: cuanto más desconocido es este proceso –a través del cual se sacrifica al chivo expiatorio para salvaguardar la homogeneidad del conglomerado humano que lo ejecuta– y más cree la gente que la eliminación de la víctima no es obra de su violencia sino de un imperativo absoluto, más se garantiza el éxito del mecanismo. Además “si la sustitución sacrificial tiene como objeto enmascarar la violencia” (Id.), esto exige que la víctima se parezca a aquellos que sustituye, aunque sin asimilarse totalmente a ellos, pero manteniendo ante todos su diferencia.
¿Qué busca enmascarar, sobremanera ante sí misma, la violencia que excluye al hereje, al judío y al homosexual del disfrute civilizatorio de Occidente? Podemos recurrir a una categoría jungiana para explicarlo: toda psique –la individual y la colectiva– posee una dimensión arquetipal que Jung llama “la sombra”, habitada por todo lo que el sujeto reprime y no acepta en sí mismo, proyectándolo en los otros. En la sombra palpita toda la vida no vivida del sujeto, pero que éste siempre ha querido vivir. La sombra es por definición lo opuesto a la luz (de la conciencia). El trabajo de la auténtica autorrealización psíquica consiste, entre otras cosas, en llevar terapéuticamente los contenidos ocultos, inconscientes, enmascarados, de la sombra a la conciencia.
Al reprimir y excluir al hereje, Occidente pretendía enmascaradamente reprimir y excluir su propia nostalgia de libertad mental, de capacidad de disenso, de heterogeneidad pluralista, de crítica a lo instituido y normativizado y a la estereotipia convencional. Al excluir al judío buscaba enmascaradamente reprimir y excluir a un pueblo que despertaba de manera secreta la envidia de los artesanos y burgueses respecto a los “usureros y parásitos extranjeros que deberían poseer nada… y en cambio se han convertido en nuestros dueños en nuestro propio país” como nos afirma Martín Lutero, en 1453, en el texto indecente titulado Shem Hamephoras.
Ya ciñéndome al tema de estas páginas: ¿Y el homosexual? ¿Qué quería ocultar ante sus propios ojos Occidente al reprimir y excluir al homosexual? Pues nada menos que la complejidad heterodoxa del deseo, las opciones subversivamente imprevistas e inéditas de las pulsiones y el instinto, la siempre revolucionaria dinámica de Eros, reacia a ser regimentada y reglamentada por férulas legislativas, por lo sancionado como socialmente aceptado. Todavía más (y lo voy a afirmar sin ambages): lo que se quería reprimir y excluir era la tácita pero innegable constatación de que todo heterosexual es en el fondo de sí mismo un criptohomosexual y todo homosexual es un heterosexual latente, potencial.
Me explico. Sigmund Freud comprobaba ya, en sus Tres ensayos para una teoría sexual, (Barcelona 2002), que los sentimientos sexuales entre personas del mismo sexo en modo alguno se pueden encontrar en grupos pequeños de excluidos morales o psicopatológicos: “La investigación psicoanalítica –son sus propias palabras– se opone con toda firmeza a separar a las demás personas como un grupo de índole especial, a los homosexuales. Al estudiar también excitaciones distintas de las dadas a conocer de manera manifiesta, dicha investigación descubre que todos los seres humanos son capaces de elegir un objeto del mismo sexo y que además han llevado a cabo tal elección en su inconsciente”. En la célebre “Carta a la madre de un homosexual”, fechada el 9 de abril del año 1935, Freud afirmaba que la homosexualidad, no siendo una ventaja, no es tampoco “nada de lo que haya que avergonzarse”, “no es un vicio”, “ni una enfermedad”: es “una variante de la función sexual” y concluía que la persecución contra los homosexuales “es una gran injusticia y una crueldad”. No obstante, Freud percibió el peligro implícito en sus propias constataciones científicas: Si los sentimientos eróticos respecto a personas de un mismo sexo eran algo que en cierta medida todos los seres humanos conocen, ellos –esos sentimientos– podían poner en tela de juicio las disposiciones tradicionales sobre los sexos, los modelos de identidad que habían llegado a ser naturales y las delimitaciones de ideas e instituciones socioculturales. Vio la posible solución a esta amenaza en la idea de encasillar lo relativo a esa atracción homoerótica dentro de una determinada fase del desarrollo personal. La atracción homosexual tendría su sitio dentro del curso de ese desarrollo, pero en un determinado momento de él debía ser sublimada hasta que la persona estuviera “madura” para la elección del objeto sexual socialmente “correcto”
El maestro vienés nunca llegó a aducir la prueba de que el deseo entre personas del mismo sexo es “normal” en una determinada fase del desarrollo psíquico del sujeto y “anormal”, más allá de dicha fase. Fue una pura aserción teleológica. El hecho de que tal deseo aparezca en personas sanas, dinámicas y psicológicamente maduras, de toda edad y clase social, habría tenido que derribar su hipótesis.
De todas formas, hoy forman parte del patrimonio doctrinal psicoanalítico estos tres axiomas: 1.- El ser humano ostenta una condición básicamente bisexual. Su configuración erótica está determinada por la anatomía, la(s) identificación(es) personales y la elección de objeto. Operando sobre el principio de aquella básica condición bisexuada, las elecciones de objeto se conjugan con la anatomía y con la trama identificatoria, matriz de la subjetividad; 2.- La homosexualidad es fundamentalmente sólo esto: una elección de objeto. Explicar cómo alguien llega a ser homosexual es tan complicado como explicar cómo se es heterosexual y tratar de transformar a un homosexual en hétero… es tan inútil como lo contrario; y 3.- Si alguien sufre por ser homosexual, si hace un síntoma de su elección de objeto, entonces, y sólo entonces, tiene sentido el análisis.
A mediados del siglo pasado los Kinsey Reports, (Homosexualidades: Informe Kinsey, Barcelona, 1979), realizados en los Estados Unidos, mostraban que tan sólo el 5% de las personas encuestadas para la investigación se comportaban inequívoca y exclusivamente de manera homosexual o heterosexual. Para el 90% no cabía hacer una clasificación unívoca. La escala de los comportamientos sexuales desarrollada por Kinsey contiene divisiones flexibles y comporta principalmente una zona mixta. El informe Kinsey concluye: “El mundo no se puede dividir en ovejas y cabras. No todas las cosas son negras o blancas. Un principio de taxonomía es que la naturaleza rara vez presenta categorías separadas, sólo la mente humana introduce categorías e intenta ordenar los hechos en casillas diferentes. El mundo vivo es un continuo en todos sus aspectos. Cuanto más tomemos conciencia de ello en relación con la conducta sexual humana, más llegaremos a una verdadera comprensión de sus realidades” De esas observaciones, Kinsey deducía la consecuencia de que en principio era necesario abandonar la denominación “homosexual” aplicada a personas. En el mejor de los casos, se puede hablar de “individuos con un determinado grado de experiencia heterosexual y un determinado grado de experiencia homosexual”
En la década de los noventa del Siglo XX, y con una influencia que dura hasta nuestros días, se levanta la teoría queer contra el hombre y la mujer universalmente concebidos, en una dicotomía que pretende invisibilizar la condición histórica de esos dos géneros, que para tal teoría son meros productos de una tecnología del poder (en el sentido foucaultiano). Así, se busca desanclar nada menos que la misma noción de género, disolviendo su naturaleza pretendidamente esencial y remitiéndola a la historia y a la cultura en tanto escenarios de la voluntad de poder. Los teóricos queer visualizan la identidad como construcción social. El género es, para Judith Butler (Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “Sexo”. Buenos Aires, 2002), una puesta en escena detrás de la cual no hay nada esencial. El género es un performativo, una palabra que realiza, que simplemente pone en acto (teatralmente: no tiene más entidad que una puesta en escena) lo que dice.
Con razón, después de este tipo de discursividad teórica, en las metrópolis del Primer Mundo se habla ya de que vivimos una etapa histórica post gay. Si la subcultura gay empieza a tener un peso social específico y notorio a partir de los disturbios de 1969, cuando los homosexuales neoyorquinos se enfrentaron a la policía a raíz de la muerte de Judy Garland en Stonewall Inn, actualmente dentro de aquellas mismas metrópolis los prejuicios y controles han cedido hasta tal punto que las prohibiciones quedaron suprimidas, se promulgaron leyes contra la discriminación y se desarrollaron formas legales para la protección de las relaciones homoeróticas. Ha empezado a invisibilizarse, a raíz de esos avances en la historia de las mentalidades, la subcultura gay vivida como ghetto.
¿Qué pensar de todo ello? Voy a adelantar mi posición teórica que no es la de un científico sino la de un escritor homosexual. Y, además, venezolano.
Si bien es cierto que la pregunta de si Alejandro Magno, o Epicuro en su relación con Pitocles, o Harmodio y Aristogitón (los amantes griegos que en el Siglo VI, a.C. murieron tratando de derrocar la tiranía de Hipias e Hiparco, y que fueron modelos en el mundo antiguo de mutua devoción y fidelidad y celo patriótico), o también William Shakespeare en su vínculo homoerótico con el destinatario de los Sonetos, o Miguel Ángel en su pasión amorosa con Tomasso, eran homosexuales viene a resultar absurda: ninguno de ellos conocía esas categorías (que datan del Siglo XIX, específicamente de 1869), no sentían conforme a ellas, ni vivían dentro de sus límites, me parece, sin embargo, que no podemos ni debemos renunciar con facilidad a la noción de identidad. Otorgándole a esa noción el sentido pragmático, sanamente utilitario (afín a lo mejor de la filosofía utilitaria inglesa), de una hipótesis de trabajo (psico-individual y social), de un pivote orientador, de un punto de referencia en nuestro mapa mental; en definitiva, de un ancla valorativa del esfuerzo que implica vérnoslas con nosotros mismos, con los otros y con el mundo que nos rodea.
Nunca como ahora una cultura hegemónica, a través de la tecnología, impacta las culturas marginales y las fragmenta, creando confusión en la identidad de comunidades enteras, grupos y personas. Desde los centros del poder mundial se difunde una cultura bastante homogénea que invade y choca contra las de cada región, cada pueblo, con sus valores y costumbres propias generadas a lo largo de los siglos.
Es dentro del marco de esa fragmentación generalizada, que es la paradójica consecuencia de una globalización hegemónica, que reivindico la noción de identidad. Desde estos presupuestos: 1)  Habría que hablar de identidades –así, en plural-, más que de identidad monolítica, no sólo para serle fiel a la multiplicidad psíquica del hombre, que es un descubrimiento irrenunciable de la Modernidad y que guarda intrínseca relación con la polivalencia estructural de la dinámica del deseo, y 2.) La noción de identidad, pragmática, utilitaria –repitámoslo: hipótesis de trabajo, pivote orientador, punto de referencia, ancla teórica y valorativa- se vuelve ostensiblemente necesaria en un caso como el venezolano, cuyo atraso en materia de protección legislativa de los derechos homosexuales resulta patente: se trata de una sociedad todavía ayuna de paradigmas positivos para el Eros homoerótico, condenado de modo explícito o tácito al ostracismo y a la humillación colectiva. Renunciar a la identidad en nuestro caso es sencillamente un contrasentido cultural y una equivocación política. Significa olvidar culpablemente que esa identidad tiene sus mártires: no hace falta remitirse a los 250 mil homosexuales sacrificados en los campos de concentración del nazismo, o los ejecutados y vejados en Irán, Rusia y Nigeria; basta recordar a los transexuales asesinados en los últimos dos años en la Avenida Libertador de Caracas. Así como los judíos actuales son hipersensibles ante el más mínimo asomo de antisemitismo y están constantemente dispuestos a recordarnos a todos la realidad atroz e incontrovertible del Holocausto, de la misma manera la victimización padecida secularmente por el homosexual debe ser recordada cada vez que haga falta, a fin de que cese o, sencillamente, nunca más se repita.
Para finalizar, quiero decir lo que percibo en mí y en muchas personas que conozco y amo: nuestra preferencial, preponderante elección de objeto erótico, combinada con la trama identitaria de la que esa elección es eslabón, configura una dirección no sólo de la sexualidad, sino también de la sensitividad, la sensualidad y la sensibilidad. Busco en mi relación con el hombre un acorde de la ternura. Ese acorde es esencialmente viril: sólo un hombre puede manifestarlo. La mujer puede alcanzar una inmensísima gama de matices de la ternura, pero no lograría nunca expresar ése, que me fascina, me arroba. El acorde al que me refiero es el de la ternura erotizada del compañerismo viril. Nadie lo ha celebrado mejor que Whitman.
Siempre me he aplicado a mí mismo aquellas palabras de Franco Zefirelli: “Soy homosexual, no gay”, y es que, desde que asumí consciente y voluntariamente mi homosexualidad, percibí que disentía de los códigos soterrados o evidentes de la subcultura gay. Por ejemplo, nunca amé en mi pareja una belleza física que respondiera a los estúpidos estereotipos de esa subcultura; no busqué jamás en ella un determinado valor de cambio en la economía del gusto vigente: quise un cuerpo transfigurado por una psique, una historia existencial y un desarrollo ético.

Pero desde hace algún tiempo algo ha empezado a cambiar en mi percepción del asunto. Lo expresaría de este modo: si todo ha conspirado a lo largo de los siglos para que la existencia homosexual sea vivida bajo el yugo moral de la pesadez; si ese yugo moral se ha traducido en un vasto y profundo acorralamiento social, cultural y religioso, ¿no viene a resultar positivo y acaso grandioso que aquella misma existencia homosexual ofrezca a la colectividad como réplica, como contraofensiva, un programa de vida vertebrado precisamente por lo gay, es decir, por lo que Nietzsche llamaba el “espíritu de ligereza”, (de allí la Gaya ciencia, su Gay saber) por la alegría, la jovialidad, la saludable diversión compartida que no es necesariamente frívola? Éste es mi modesto homenaje mental a una comunidad discriminada.