Publicamos aquí dos breves relatos de Martha Cecilia Rivera, narradora y
poeta colombiana radicada en Estados Unidos, colaboradora de los periódicos Hoy y El Portal de Pilsen, y la
revista literaria Contratiempo. Sus
textos han aparecido en múltiples antologías y revistas de U.S.A., Colombia y
España. Sus poemas han sido seleccionados para presentaciones en importantes
eventos literarios de Chicago (Palabra
Pura, Poesía en Abril, Guild Complex) y han ganado varios
reconocimientos internacionales (Mención de Honor en el premio de poesía La fuerza de la palabra, 2013, Opening
Poem en Escritores por Juarez 2012).
Entre su narrativa se encuentra la novela Fantasmas
para noches largas y el volumen de cuentos Opera de un hombre que buscaba; ambos actualmente en proceso de
publicación.
EMBUSTERO
Por Martha Cecilia Rivera
Preguntó si vi el
conejo y señaló algo con su brazo extendido. No, no lo ví. Agucé mis ojos pero
no logré ni encontrarlo ni inventarlo, de modo que no hubo orejas puntiagudas
ni hocico, ni siquiera una mota de algodón en lugar de la cola. Silenciosa, el
agua del gran lago se acercó, se alejó y se quedó, todo al mismo tiempo, porque
ésa es precisamente su virtud y su tragedia, la de no poder quedarse quieta y
sin embargo carecer de libertad en sus movimientos. No está en un mar, no
fluye. No forma parte de un río tampoco, no navega. Se mueve sin moverse, igual
que el amor con este hombre, hecho tan solo de sexo, aunque no lo hacemos ahora
más y en cambio nos dedicamos a pasear de noche en la playa para hablar de
cosas tontas. Lo miré sin que él se diera cuenta y descubrí que su rostro es
ingenuo. Preguntó enseguida si vi la bandera. No, mucho menos. Hay quien cree
que el ser humano no la plantó nunca, y que su imagen carente de ondas fue tan
sólo un truco creado por un director de cine extranjero. Miré mi reloj y
pronostiqué en silencio, con desconsuelo, que esta noche no haríamos el amor
tampoco, ya no habría tiempo. Me llené de irritación pero él no se dio cuenta y
se puso a hablar del queso. Dijo que hoy en día luce algo deforme, y menos
denso, por los agujeros que causaron los marcianos al morderlo. Solté una
carcajada. Sin darme ni cuenta, el sonido de mi propia risa distrajo mi deseo.
Durante un momento olvidé que lo único importante de él era su cuerpo y mi
pasión sedienta se apaciguó un poco. Lo besé sin prisa, por primera vez desde
que lo conozco con ternura, una ternura recién nacida por este amante
incumplido que insiste en enamorarme inventándose conejos, banderas y marcianos
en la luna.
DOS CUELLOS BLANCOS LEVANTADOS
Ahora se
consiguió una amante de nombre Ladimagvet.
Una más de esas que se cuentan a sí mismas que su destino es comerse los
sobrados que otras dejan. Yo gano, pensé sin preocuparme. Al final él siempre
se queda, mi esposo es un río que no se desborda, no por exceso de cauce sino
por pereza. Ladimagvet Herrera. ¡Qué
nombre! Quizás sus padres lo escogieron para fingirse extranjeros. Yo gano. Mi
nombre tiene clase. Me fui a buscarla, quería comprobar que era, igual que
todas las otras, una de esas pobres mujeres que agradecen el obsequio
inesperado de tener de cuando en cuando algún hombre en sus camas. Pobrecitas.
Esas ocasiones para ellas son escasas. Costosas también, gastan cada mes todo
su sueldo en peluquerías y tiendas para lograr verse bonitas. O jóvenes. O
delgadas o de piel más clara, lo que sea necesario para disfrazar las
deficiencias corporales que ellas creen responsables del frío de cada noche en
sus sábanas. Yo gano. Sé muy bien que mi valor no está en el ángulo de mis
nalgas. La esperé entre el automóvil de una amiga, a la salida de su trabajo,
pasadas las cinco. No me equivoqué. Yo gano, pensé al verla. Sus caderas
bailaron de lado a lado, caminado de solterona que pretende ser muy fina. En
sus manos una bolsa plástica con las sobras de su almuerzo, ni siquiera la
ocultó entre su cartera para adjudicarle alguna dignidad a su estampa de pobreza. Sus zapatos
con tacón oblicuo, de tan gastado, produjeron una imagen tan dejada y tan
mediocre que debí desviar la vista. Yo gano,
pensé otra vez, y me llené de orgullo por mi superioridad sobre ella. Entonces
los vi. A ambos al mismo tiempo. Blancos. Abiertos. Blancos. Tiesos. Llenos de
almidón y con alambre interno. Los cuellos. En plural, sorpresa. Sugestivos.
Sensuales. Invitaron la mirada a deslizarse hacia abajo y detenerse en los
senos repletos. El de su blusa, lo vi a través de la ventana. El de la mía, en
el espejo retrovisor del coche. Idénticos. Dos mujeres tan distintas usando ese
día dos blusas iguales. Me reconocí patética. La amante del año pasado tenía mi
mismo color de ojos. La del anterior, el mismo médico. La anterior a esa,
también usaba pañoletas. Todavía sigo aquí, sin preocuparme, yo gano. Aunque
cada amante comparta siempre algo conmigo, además de mi marido. Yo gano. Algo
ha cambiado, sin embargo, por culpa del cuello blanco. Ahora he empezado a
preguntarme qué es lo que en realidad me gano, cuando gano.