Por Amparo
Osorio
El
siguiente texto, poético homenaje al epitafio, pertenece al libro Cronistas bogotanos, publicado por La
Colección Los Conjurados y ya distribuido en las más importantes librerías de
Colombia.
Al pasear por sarcófagos, sepulturas, sepulcros, tumbas, mausoleos,
lápidas, panteones o criptas... nombres que al pronunciarlos en cualquier
idioma traen un viento frío y parecen inventados por la terrible imaginación de
Edgar Allan Poe o por H.P. Lovecraft, es posible encontrar sentencias
consagratorias, alegóricas o irónicas, esculpidas para resumir los pasos del
difunto.
Esta voz de piedra de la muerte que existe en las más diversas
culturas es conocida como Epitafio, del latín tardío Epitaphium (que se hace
sobre una tumba), y es tan antigua que no se tiene una cronológica adopción
de su uso, presumiéndose que fue asimilada por la mayor parte de los pueblos
del mundo como último eslabón con sus seres desaparecidos.
Y así como los dioses también mueren y de algunos se conservan sus
tumbas, en la del dios Osiris, ubicada en Sais en el Bajo Egipto, existen
signos del período ptolomeico, que a manera de epitafio cuentan la vida del
imponente personaje mítico: Esta es la forma de aquel que no puede ser
nombrado, Osiris el de los Misterios, que brota de las aguas que retornan.
La Antigua Grecia y la reciente Italia, a pesar de la costumbre de
incinerar a sus muertos, son culturas en las que el epitafio es imprescindible,
extendiéndose a galerías, claustros, obeliscos y medallones que no
necesariamente contienen las cenizas del viajero. Así, sobre la tumba vacía
construida por el pueblo de Florencia en honor a su más digno hijo: Dante
Alighieri (1265-1321) y que está ubicada en la Basílica de Santa Cruz, se lee
la inscripción: Onorate l'altissimo poeta («Honrad al más alto
poeta»). Sin embargo el cuerpo de Dante permanece en su tumba en Rávena,
provincia de la Emilia-Romaña al nororiente de Italia, donde sucedieron sus
últimos días.
Los romanos que incluían casi siempre una deprecación en favor del
muerto comenzaban así su temible adiós: Sit tibi terra levis (Que la
tierra te sea leve) o Siste, viator (Deténte, caminante)
inscripción ésta última que fue durante siglos una de las más usadas, debido a
que los entierros se efectuaban en la orilla de los caminos. Luego de alguna de
estas frases, se procedía a la exaltación del fallecido.
El cuerpo de Dionisos (o Baco el Perfecto), enterrado en Delfos junto
a la estatua de Apolo, contenía sobre la tumba la leyenda: Aquí yace muerto
Dionisos, hijo de Semele, frase comprobatoria de que estas exaltaciones no
sólo eran propias de hombres sino que frecuentaban las esferas inmortales.
En Esparta se concedía el honor del epitafio sólo a los guerreros que
morían luchando por la patria. Sobre la tumba de Leonidas, caído en la batalla
de las Termópilas, reza la siguiente inscripción: Pasajero, ve y di a
Esparta que sus hijos han muerto por obedecer sus leyes.
Recaen sin embargo dentro de los epitafios toda suerte de adjetivos,
desde íntimos, amorosos, despreciativos, poéticos, altruistas, metafóricos,
etc., y cuyo memorable inventario podría hacerse infinito por esos lazos de
eternidad que se tejen con la muerte, sin distingo de credo, profesión o raza.
Así, uno de los más evocados que no realza los atributos del difunto,
es el escrito sobre la tumba de Richelieu: Aquí yace el Cardenal Richelieu
que hizo mucho bien y poco mal, pero el mucho bien lo hizo mal y el poco mal lo
hizo bien...
La Enciclopedia Británica para ejemplificar lo que era un epitafio
epigramático y satírico, refiere estas líneas sobre el rey Carlos II: Él
nunca dijo una cosa tonta, pero tampoco dijo una cosa sabia.
Como culto al amor podríamos citar la sentencia que reposa sobre la
tumba de Antínoo, amante favorito del emperador romano Adriano, en cuya lápida
los embalsamadores egipcios esculpieron: Obedeció a la orden del cielo.
O aquel perteneciente al inmortal verso de Quevedo que a lo largo del mundo ha
sido adoptado para innumerables tumbas: Polvo serás, más polvo enamorado.
El mismo Adriano, fallecido en el año 139, cuyos restos reposan en el
célebre castillo de Sant Angelo, ubicado en la orilla derecha del Tíber en la
ciudad de Roma y construido bajo su reinado, escribiría para ser grabada en su
tumba la siguiente irónica frase: Turba medicorum perit (He muerto a
manos de una turba de médicos).
El epitafio de William Shakespeare cuyos restos se encuentran en la
Iglesia de la Santísima Trinidad en su natal Stratford-upon-Avon surgió
de su propia pluma y contiene una advertencia: Bendito sea el que respete
estas piedras y maldito el que mueva mis huesos. Hubiera sido sin embargo
más preciso al autor retomar las últimas palabras del príncipe Hamlet en su
agonía: Lo demás es silencio
De una admirable elementalidad podemos decir que es la inscripción
sobre la lápida del genio alemán Goethe: Era un hombre; o aquella de
letras azules que surge emotiva sobre la tumba de Miguel Hernández, ubicada en
el cementerio de Nuestra Señora del Remedio, en Alicante: Aunque bajo tierra
mi amante cuerpo esté, escríbeme a la tierra que yo te escribiré.
El escritor francés Stendhal autor de Rojo y Negro aseguró su memoria
en la piedra con las siguientes palabras: Vio, escribió, amó. Y el
poeta chileno Vicente Huidobro, cuyo deseo fue ser enterrado en una colina
frente al mar de Cartagena (Chile), escribiría también su propio recuerdo: Aquí
yace el poeta Vicente Huidobro/ Abrid la tumba/ Al fondo de esta tumba se
ve el mar.
Ejercitado también por los sajones, nórdicos y escandinavos, se han
encontrado diseminados por el mundo innumerables epitafios tallados por los
vikingos en sus piedras rúnicas.
Extrañamente tomado de la Völsunga Saga (Cantos de la Edda Mayor) que
relata los rasgos de las culturas germánicas medievales, María Kodama decidió
para la tumba del oracular Borges que reposa en el Cimetière des Rois en
Ginebra, la casta frase: Empuña su espada y la pone entre sus desnudeces.
Sobre la lápida de Copérnico encontramos una de las más poéticas y
escalofriantes inscripciones: Sta, Sol, ne moveare (Deténte, Sol, no
te muevas) y sobre la de Alejandro Magno impresa por sus contemporáneos: Esta
tumba debe bastar a aquel a quien no podía bastar el mundo.
Recorriendo el Cementerio de Rarogne Churchyard, de Canton Valais en
Suiza hallamos la más romántica de las tumbas para uno de los mayores poetas
alemanes. En la piedra esculpida bajo la que reposan los restos de Rainer Maria
Rilke se lee: Sublevación o pura contradicción/ amaría ser el sueño de
nadie/ bajo tantos párpados cerrados.
En el cementerio de Swan Point en Rhode Island, cualquier visitante
puede leer con perplejidad la inscripción funesta, escrita por uno de los
mayores maestros del terror: H.P. Lovecraft, verdadero deleite para los
seguidores de Los Mitos de Cthulhu: No muere lo que puede eternamente
descansar aunque muera mi muerte.
No menos impactante podríamos decir que es el epitafio que acompaña al
francés André Breton, el Papa del Surrealismo (1896-1966), cuyos despojos
reposan en el cementerio de Batignolles en París: Yo busqué el oro del
tiempo.
El pintor y fotógrafo surrealista Man Ray fue definido con la
siguiente inscripción sobre el mármol: Despreocupado pero no indiferente,
y William Butler Yeats, premio Nobel de Literatura, versificó su propio
epitafio al escribir: Mira fríamente en vida a la muerte, mientras pasa su
jinete...
Bajo una luna blanca al lado de la tumba de su última esposa (Carol
Dunlop) en el Cementerio de Montparnasse en París, los restos del escritor
argentino Julio Cortázar (1914-1984) permanecen acompañados de leyendas,
piedritas para jugar a la Rayuela, dibujos infantiles y flores que los lúdicos
adoradores depositan, al lado de una temblorosa frase seguramente escrita por
alguno de sus lectores latinoamericanos para señalarnos lo que hubiera sido su
mejor epitafio: Aquí yace el Cronopio Mayor.
En el Zentralfriedhof (Cementerio central de Viena, Austria), se
encuentra la imponente tumba de uno de los inmortales genios de la música:
Ludwing van Beethoven, cuya inscripción recogió las últimas palabras del genio
alemán: Que los amigos aplaudan. La comedia ha terminado.
El caminante que recorra el
Lincoln Cemetery en Kansas City, puede observar el simbolismo impreso sobre la
lápida del jazzista Charlie Parker que a manera de epitafio imaginario
representa un pájaro sobrevolando un saxofón, con la única y modesta
inscripción: Bird.
No obstante la importancia de un lugar físico para el reposo del
ausente, las frases del adiós nos conmueven porque sintetizan el alma de
inmortales o anónimos seres cuyas obras y vidas fueron una leyenda. De
esta forma podemos deducir que algún día es posible leer sobre una ola el ruego
del poeta inglés John Keats, cuyo último deseo fue: Pido que mi epitafio sea
escrito sobre el agua.
Por su parte Juan Rulfo el incomparable narrador mexicano que escribió
una de las más totalizantes novelas sobre la muerte titulada Pedro Páramo,
definida por algunos críticos como un epitafio de 120 páginas, donde los
muertos más antiguos hablan con voz más queda y más lejana que los recientes,
termina su novela con lo que quizá pudo haber sido su epitafio mayor: Y se
fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
En la Quinta de San Pedro Alejandrino, ubicada en Santa Marta
(Colombia), monumento histórico donde falleció Simón Bolívar, el 17 de
diciembre de 1830, se lee a manera de epitafio la célebre y triste frase: Aré
en el mar y edifiqué en el viento, palabras pronunciadas en su agonía, por
este romántico Libertador de América
El escritor norteamericano Edgar Lee Masters (1869-1950) en Los
Poemas de Spoonriver, recrea la historia de los moradores de un pueblo, sus
costumbres, sus amores y sus oficios a través de epitafios escritos en primera
persona, oscuro oficio que no le impidió crear su propio recuerdo pétreo: Yo
soy un soñador de la muerte bendita. Caminemos y escuchemos la alondra.
La lápida funeraria de Ray Douglas Bradbury (1920-2012) uno de los
mayores escritores de ciencia ficción de todos los tiempos, ubicada en el
Westwood Village Memorial Park de California, lleva como epitafio y a
petición del propio Bradbury, la frase: Autor de Fahrenheit 451
Malcolm Lowry, el novelista inglés, eterno ebrio, autor de la
magistral novela Bajo el volcán, dejó escrito en verso igualmente su
epitafio: Difunto del Bowery/ su prosa era florida/ a veces brillante/ vivió
de noche y bebió de día/ y murió tocando el ukelele.
También el gran ensayista y poeta mexicano Octavio Paz imaginó en uno
de sus primeros libros su bello epitafio: Quiso cantar, cantar/ para
olvidar/ su vida verdadera de mentiras/ y recordar/ su mentirosa vida de
verdades.
Otros sin embargo, desposeídos de la tragedia de la muerte, continúan
recibiendo la celebración póstuma a su vida. Así, sobre la tumba de la
superestrella del rock Jim Douglas Morrison (1943-1971) ubicada en Le Père
Lachaise en París, se congregan frecuentemente fanáticos de todas las
latitudes, para entonarle sus propias canciones y beber en su memoria, mientras
escriben infinidad de grafitis como el siguiente: Eres la reencarnación de
un gato, lectura que es rápidamente sustituida cuando se lee su lapidaria
sentencia: Cancelo mi pasaporte a la resurrección.
Y después de esta suma de frases del adiós, no es necesario agregar
que el epitafio, la voz de la piedra, la tentativa de inmortalizar un gesto, un
oficio, un amor, una victoria, una religión o una utopía, es una constelación
que nos evoca, un signo que fija el rostro, el sueño inmóvil de alguien que un
día fue de carne y hueso, y que hoy apenas habita en el viento.
Amparo Osorio nació en Bogotá. Poeta, narradora y ensayista. Ha publicado los
libros: Huracanes de sueños (1983); Gota ebria (1987), Territorio
de máscaras (1990); La casa leída (Antología de autores universales
sobre el tema de la casa, 1996); Migración de la ceniza (1998); Omar
Rayo, Geometría iluminada (entrevista 2001); Antología esencial
(2001); Memoria absuelta (2004), Estación profética (2010) y Grandes
entrevistas de Común Presencia (coautora, Premio Literaturas del
Bicentenario del Ministerio de Cultura, 2010). Es Editora General de la Revista
Literaria Común Presencia, y codirectora de la colección Internacional
de literatura Los Conjurados. Varios de sus poemas han sido traducidos
al inglés, árabe, francés, italiano, portugués, húngaro, alemán, rumano, ruso y
sueco. Obtuvo la primera Mención del concurso Plural de México (1989) y la beca
nacional de poesía del Ministerio de Cultura (1994). Es co editora del periódico
virtual Con-Fabulación.