Por Jorge Enrique
Botero
(Bogotá, 1956). Ha sido reportero desde 1977. Acumula miles de kilómetros recorriendo montañas, llanos, selvas y ríos de Colombia en busca de historias que ha publicado en medios escritos, radiales y televisivos. También ha sido profesor universitario y fue fundador y primer director de información del canal teleSUR. Entre sus galardones figuran el premio Rey de España (1995), Cemex-Nuevo periodismo (2005); mejor libro colombiano de la Fundación Libros y Letras y American Book Award (2010). Ha escrito los libros Espérame en el cielo, Capitán; Últimas noticias de la guerra; Simón Trinidad, el hombre de hierro; La vida no es fácil, papi y Hostage Nation.
(Bogotá, 1956). Ha sido reportero desde 1977. Acumula miles de kilómetros recorriendo montañas, llanos, selvas y ríos de Colombia en busca de historias que ha publicado en medios escritos, radiales y televisivos. También ha sido profesor universitario y fue fundador y primer director de información del canal teleSUR. Entre sus galardones figuran el premio Rey de España (1995), Cemex-Nuevo periodismo (2005); mejor libro colombiano de la Fundación Libros y Letras y American Book Award (2010). Ha escrito los libros Espérame en el cielo, Capitán; Últimas noticias de la guerra; Simón Trinidad, el hombre de hierro; La vida no es fácil, papi y Hostage Nation.
Aquí la magistral crónica de
Jorge Enrique Botero, uno de los periodistas más lúcidos y controvertidos del
país, que hace parte de la antología Cronistas
bogotanos publicada por la Colección Los Conjurados, ya distribuida en las
librerías más importantes de Colombia.
Antes
de ser guerrillero, Martín Sombra fue bandolero. La Violencia de los 50 lo
agarró mal parado en un pueblo del sur del Tolima de cuyo nombre no puedo
acordarme.
Hablé con él varias veces en los remotos parajes de
la selva donde la guerrilla tuvo a decenas militares y políticos que hacían
parte de su lista de canjeables. Sombra era el jefe de aquellos campamentos y
–por lo tanto– respondía ante sus superiores por los prisioneros de guerra.
También respondía por los tres contratistas estadounidenses que cayeron en
poder de las FARC el 12 de febrero de 2003, cuando la avioneta en la que
realizaban labores de espionaje cayó a tierra en el departamento del Caquetá,
al sur de Colombia.
Recuerdo la primera vez que lo vi, a mediados de
1997: Sombra le asignaba las tareas del día a un grupo de veinte guerrilleros
en un pequeño campamento a orillas de un maravilloso hilo de agua cristalina
denominado Caño Caribe. Oficios del campo, principalmente: limpiar un terreno y
adecuarlo para la siembra de maíz y yuca; cortar y transportar abundantes
cargas de leña para los fogones de la rancha; preparar los alimentos o
abrir huecos enormes y profundos para echar allí la basura.
–Soy como el mayordomo de una finca, me explicó
cuando advirtió mi curiosidad por la escena.
Después me fui con Sombra hasta lo que podría
denominarse el campamento madre de la zona, donde habría de alojarme en los
siguientes días. Dejamos mis cosas en el lugar donde dormiría y me invitó a dar
una vuelta por el lugar. El campamento tenía al menos 100 caletas regadas en
desorden por toda el área, que era plana y estaba abrigada por la sombra
perpetua de unos árboles altísimos. Además, había una larga barraca de madera,
en cuyo interior se alineaban camas camarotes a lado y lado. Le pregunté si él
vivía allí o en una de las caletas y Sombra soltó una carcajada (de mayordomo)
tras lo cual me condujo a su propio alojamiento, una pequeña casita de madera
que constaba de un solo cuarto y un balcón que servía de oficina. En la única
pared del balcón colgaba un retrato de Federico Engels, pintado en rojo y negro
sobre madera. Desde allí, unos metros arriba de los demás, Sombra podía divisar
el entorno y se daba el lujo de pasar el día controlándolo todo sin moverse.
Me invitó a tomar asiento, se metió a su cuarto,
esculcó debajo de la cama y sacó una botella de vodka polaco que trajo con dos
vasos metálicos. Hizo una mueca de desilusión cuando le advertí que no podía
tomar alcohol pues estaba recuperándome de un extenuante tratamiento contra el
cáncer, pero igual se sirvió un trago largo que se bajó poco a poco, brindando
con mi vaso vacío cada vez que se mandaba un sorbo.
Y aunque sigo sin acordarme del pueblo del sur del
Tolima donde nació Martín Sombra, tengo nítidamente grabada la historia que me
contó, acomodado a sus anchas en una muy bien pulida silla de palos.
Tras huir de su pueblo natal, que había sido atacado
y quemado por los chulavitas, fue a dar a Ibagué convertido en un
huérfano más de los miles que iba dejando la violencia. Todavía era adolescente
cuando llegó a la capital del departamento del Tolima. La pequeña urbe, situada
en un valle entre las cordilleras occidental y central, apenas llegaba a los 35
mil habitantes.
–Máximo tendría 12 años cuando llegué a Ibagué,
rememora Sombra mientras aprovecha para hacer las cuentas de su edad: nació en
el 39 o sea que ronda los 70.
Se puso a deambular en busca de cualquier trabajo y
el único que consiguió fue el de cotero, cargando bultos de arroz en la
galería. No le pagaban con dinero sino con dos platos de comida al día y con un
lugarcito para dormir, en el rincón de una de las bodegas, entre los bultos de
papa. El peso de lo que cargaba era superior a sus fuerzas, diezmadas por el
hambre, y el jovencito sufría de mala manera, así que una madrugada se fue sin
decirle nada a nadie y su puso a vagar sin rumbo. Caminaba por toda la ciudad,
dormía en la calle y pedía limosna.
–Estaba tan flaco que yo veía la cara de lástima de
la gente cuando me miraba.
Llevaba semanas sin bañarse, comiendo pan y sobras
que le regalaban casi siempre señoras caritativas. El creía haberle oído a su
madre que Ibagué vivía una tía y pensaba que si caminaba y caminaba, algún día
la encontraría.
En esas desgracias andaba Martín Sombra cuando se le
apareció la virgen. Y le llegó, como debía ser, en forma de monjita: él dormía
una mañana bajo el alero de una casa cuando una mujer vestida con hábitos muy
blancos lo despertó tocándolo varias veces en el hombro. Sombra la vio entre la
bruma de sus ojos recién abiertos y pensó que Dios por fin se había compadecido
de sus sufrimientos.
Aquella mujer providencial le pareció una reina: era
joven y sus negrísimos ojos brillaban y contrastaban con el blanco de la
pañoleta que le cubría la cabeza. La monja lo tomó de un brazo y sin darle
tiempo de preguntar nada, lo condujo en unos minutos a la puerta enorme y
maciza del convento. Entraron y lo primero que hizo la monja no fue darle
comida, como él ansiaba, sino bañarlo. El jovencito quiso asearse solo, pero la
monjita insistió en restregarlo con cepillo y estropajo. Cuando salió del baño,
le dieron unas ropas de hombre que le quedaron grandes, pero estaban limpias.
Después lo llevaron a un comedor con una mesa enorme y le dieron comida. Allí,
el joven Martín vio por primera vez a otros niños que estaban bajo el abrigo
del convento. Todos trabajaban en la cocina o en el huerto y tenían un
alojamiento con camas y colchones y sábanas, donde le asignaron su espacio: lo
ubicaron en la cama más cercana a la puerta y cuando puso su cabeza en la
almohada, quedó fundido.
De repente, cuando ya todo estaba en penumbras,
sintió una mano que lo jalaba. Se percató al instante de que era la misma mano
que lo había conducido al convento aquella mañana milagrosa y se dejó llevar de
nuevo, dócilmente. Todo estaba muy oscuro, pero recuerda que caminó por un
largo corredor y luego entró a un pequeño cuarto, que era el aposento de la
monjita. Ella cerró la puerta y no le dio tiempo de pronunciar palabra: le
quitó los calzoncillos, que era su única prenda, y lo acostó en la cama. En
segundos, su virgen providencial también se desnudó y se le subió encima hasta
que el sintió que se asfixiaba, pero no por el peso de la monja sino por los
besos que ella le daba en la boca. La monjita también le dio besos por allá,
abajo, y después lo hizo subirse encima de su cuerpo, abrió mucho las piernas y
se metió entre ellas lo que antes tenía en la boca.
Fue la primera vez que Martín estuvo con una mujer y
le quedó gustando. A la monjita también, pues cada noche, religiosamente, ella
iba por su muchacho y se lo llevaba al aposento. Hasta que los pillaron.
–Fue por una sapiada –recuerda Sombra.
El que sapió fue un sardino que estaba celoso
pues la monjita se lo comía a él antes de la llegada de Sombra. El escándalo
fue mayúsculo y la madre superiora llamó a la policía; la monjita salió con el
cuento de que había sido violada.
Relata Sombra que en aquellos momentos volvió a
sentir el peligro rondándolo, cerró los ojos y se imaginó en el reformatorio,
preso quien sabe por cuantos años, así que pegó un brinco, saltó una tapia,
cruzó una alambrada y corrió sin parar hasta el amanecer, hasta el mediodía y
hasta la noche, huyendo sin rumbo fijo. Terminó su carrera en una casa de
campesinos que le dieron albergue y un plato de arroz con huevo. Durmió
profundamente y al otro día, cuando abrió los ojos, presenció la escena que
cambiaría su vida para siempre.
Los habitantes de aquella casa eran campesinos
liberales, camino a convertirse en guerrilleros. Estaban reunidos con otros
labriegos y discutían sobre tácticas militares para enfrentar a los chulavitas
y a la policía. El que más hablaba era un viejo que había combatido en la
Guerra de los Mil Días y que sabía dónde habían sido enterrados algunos fierros.
Salvo un par de muchachos que habían pasado por el servicio militar
obligatorio, ninguno sabía de milicia, pero todos estaban decididos a echar
pal monte.
–Desde el asesinato del doctor Gaitán la violencia
había arreciado y la consigna de los godos era no dejar un solo liberal vivo,
mucho menos un comunista, recuerda Sombra.
Sin saberlo, había llegado a una vereda llamada La
Ocasión, donde decenas de campesinos abandonaban a sus familias para unirse a
los casi 150 hombres que, bajo el mando de un tal Gerardo Loaiza, atacaban a
las regiones consideradas conservadoras. Su decisión no era política, ni
siquiera partidista: se enmontaban por puro instinto. La gente de Loaiza había
atacado un paraje llamado Las Mirlas, considerado fortín conservador, donde
salió a relucir toda la venganza acumulada durante años. El grito de guerra era
"ojo por ojo", lo cual hizo de aquel ataque una demostración de la
crueldad que habitaba en los campos tolimenses. El fanatismo anti conservador
de aquellos hombres sedientos de revancha era tan fuerte que incluso mataban y
descuartizaban a los liberales que se negaban a participar en las orgías
sangrientas con las que comenzó en Colombia la década del cincuenta.
Con su pasado a cuestas, sin presente y sin destino,
el jovencito recién inaugurado en las artes amatorias no lo pensó dos veces y
se enroló en la columna campesina que se uniría a los Loaiza.
Entre 1948 y 1953 surgieron en el Tolima numerosos
destacamentos guerrilleros, algunos netamente liberales, conectados con la
Dirección Nacional de su partido, la cual enviaba periódicamente a algunos
emisarios desde Bogotá con la noticia repetida de que se preparaba un
"alzamiento general para derrocar al gobierno conservador"; y otros
decididamente comunistas, cuyo radio de acción e influencia se concentraba en
veredas de los municipios de Chaparral, Rioblanco, Ataco y Ortega. En 1950 los
grupos dirigidos por los comunistas se constituyeron en Ejército Revolucionario
de Liberación Nacional, tras una Conferencia realizada en un lugar conocido
como Irco.
Es en esos años de sangre y llamas cuando entra en
escena un joven campesino de familia liberal nacido en el municipio de Génova,
departamento del Quindío, cuya puntería implacable había cobrado rápida fama en
las filas insurgentes hasta granjearse el apodo de Tirofijo. Su nombre
era Pedro Antonio Marín y se había unido al grupo liberal de los Loaiza.
Después se pasó a las filas de los comunes, donde cambió su nombre por
el de Manuel Marulanda Vélez, en homenaje a un líder obrero y comunista
asesinado durante la dictadura conservadora.
"La primera base militar guerrillera contra la
dictadura conservadora se formó en La Ocasión, lugar situado en la margen
derecha del río Cambrín, frente a la cumbre donde poco más tarde se fundara El
Davis. Esta base estaba rodeada de campesinos liberales de los más
beligerantes. Los combatientes no permanecían acantonados. Cada uno podía irse
para su vereda, o lugar de residencia o finca. Cuando los jefes consideraban
llegado el momento para alguna acción, lo comunicaban con urgencia y reunían a
la gente. Tal como lo hacían los conservadores, estos comandos quemaban casas,
robaban ganado y atropellaban. Del botín recogido en acciones de guerra o en
incursiones, los jefes hacían la distribución reservándose para sí la mayor
cantidad y lo mejor. Las armas en un principio eran de quienes las tomara en
acción, pero después los jefes las concentraban en su poder, comprándoselas a
los combatientes con el producido de las acciones".
Quien así habla es Manuel Marulanda, quien fuera
jefe máximo e indiscutido de la guerrilla más antigua del mundo desde su
fundación en 1964 hasta su muerte, a causa de un infarto fulminante, en mayo de
2008.
"Este sistema de distribución estimuló a los
comandantes de veredas y regiones con el objeto de obtener mayor provecho. Se
hizo corriente el comercio de armas que iban a parar a sus manos, lo que daba,
a su vez, mayor poder. En los comandos liberales que fueron surgiendo no había
ninguna clase de entrenamiento. Cada uno por su cuenta hacía lo que consideraba
importante. No aparecía ninguna concepción militar que conformara una
estrategia. La táctica aparecía espontáneamente ante las necesidades de la
lucha, al poner en práctica argucias en el combate, pero nadie se preocupaba
por sistematizarlas. No se tenía la menor idea sobre logística. Cada uno, si
así lo quería, tomaba más. Se malgastaban los recursos alimenticios y las
provisiones. Imperaba la anarquía. Naturalmente esta situación traía fricciones
entre los dirigentes y entre los mismo combatientes".
Martín Sombra era uno de ellos, aunque no lo dejaban
participar ni en las acciones, ni en los botines, ni en las fiestas y mucho
menos en la repartición de las armas. Así que, aburrido de hacerle mandados a
los jefes y de oírle a los demás las historias de sus proezas, Sombra se
interesó cada vez más en los cuentos que escuchaba sobre unas guerrillas
comunistas que le propinaban duros golpes al enemigo. Y el destino se encargó,
una vez más, de darle un cambio radical a su vida cuando asistió a una reunión
de guerrilleros liberales y comunistas en un caserío cercano a Chaparral.
De allí en adelante, Martín Sombra seguiría tras los
pasos de los comunes. La noche del día de 1997 en que lo conocí pasamos
una inolvidable velada. Rasgando las pocas cuerdas que le quedaban a su
destartalada guitarra, el curtido comandante guerrillero entonó coplas de su
autoría en las que narraba épicos combates, tomas guerrilleras de pueblos
llaneros y marchas interminables por montes y páramos tras los pasos del Mono
Jojoy. Toda la luz de aquella jornada la proporcionaba una vela, cuyos rayos
iluminaban tenuemente a los casi 100 guerrilleros que celebraban con emoción el
recital de su jefe.
En
febrero de 2008, Sombra volvió a ser sapiado, y cayó en manos del
ejército en cercanías de la población boyacense de Chiquinquirá. Aquejado por
una suma incontable de males físicos, en especial por una lesión en la rodilla,
el veterano guerrillero había sido dado de alta por el mando insurgente unos
meses atrás. Hoy purga varias condenas que suman 33 años en una cárcel de
máxima seguridad y aunque la Corte Suprema de Justicia de Colombia negó la
solicitud de una corte norteamericana para ser extraditado, Sombra no pierde la
esperanza de conocer algún día los Estados Unidos, en cuyas cárceles, según le
han contado, trabajan verdaderos ejércitos de monjas. Quien quita que se le
vuelva a hacer el milagrito.