Por Mauricio Botero Montoya
El Nadaísmo criollo fue un grupo
adicto al ludismo verbal, sin coherencia distinta a la jocosa diversión del
instante. Salvo el notable poeta X-504, su aporte se redujo a dar ductilidad a
la acartonada retórica del excluyente Frente
Nacional colombiano de los años
60. Aunque ese ísmo fue apolítico tenía
con ese Estado una armonía simétrica. Él era rígido, ellos laxos. Era solemne,
ellos desabrochados. Era austero, ellos hedonistas. La pose nadaísta de crítica
social no pasó de pretender purificar lo impúdico de lo real con la impudicia de
la palabra. Y, en suma, parecían creer que podían liberar a los esclavos,
divirtiéndolos. Esos literatí de gestos publicitarios remedados de los
surrealistas, pasaron de jugar a los aguinaldos en provincia, a fumar marihuana
en Bogotá. Y se dejaron ganar por la falacia que prefiere el reconocimiento al
conocimiento. Si el formalismo intelectual puede devenir en pedantería que no
sabe romper con las formulas, fue simétrica la tara nadaísta para el sentir
profundo o el pensamiento estructurado.
Al dar viveza plástica a las imágenes acomodaron el lenguaje (hasta
entonces más verbal y radial) a la visual de la televisión. Ese es su aporte. Aunque
algunos de ellos se declaren satisfechos por estar bien pensionados, esto no
los califica como logro para una agrupación intelectual en parte alguna. Con el
tiempo, algunos diarios oficiosos les pagaron su en exceso larga mea culpa de
haber sido jóvenes protestatarios. Los activistas de esa nada en movimiento terminaron disponibles para cualquier cosa; apuntalando
con facilidad innegable el otro oficio más antiguo del mundo, la publicidad.
Que es una auxiliar de la codicia, en una economía consumista.
Visto en una perspectiva de la historia del arte, la publicidad es el
arriendo del idioma a la eficacia de la manipulación de los sentidos, sin
pudores, con el objetivo de vender. Es el productor ponderando su propia
producción y pagando a los publicistas por ello. Está, pues, emparentado con la
más antigua de las profesiones sin que ello entrañe reproche a la más tierna.
La virtud de su vicio, el impudor, supuso un rechazo a la fosilización formal.
Pero fuera de eso, no postuló una escuela de pensamiento. Ese ismo no trabajó en los socavones Y es
una involución si se le compara con la generación anterior que fundó a la
revista Mito. Un sintomático retroceso afín a la sustitución paulatina de la
cultura por la masificación de la TV. Al cambiar el mundo sus referentes al final
del siglo xx los Nadaístas, como los hippies, envejecieron mal. Sin
replantearse lo existente, hacen todavía de su anacronismo un canto de victoria
al anotar que en la era de la
Internet no ha surgido en el país otro ismo. No barruntan que ese facilismo plástico es ya la norma de las
carreras de publicidad que su época no conocía. Es en ellas más que en el arte
donde está su aporte. Y para la literatura que es un arte asociativo el estudio
de la publicidad, de los comerciales, sirve para hacer notar el tipo de animal
en el que nos quieren convertir. Tal como lo hizo por entonces Ray Bradbury en
su clásico Fahrenheit 451.
En los años setenta pensadores de enjundia conceptiva como Estanislao
Zuleta, Gutiérrez Girardot y el notable crítico Hernando Valencia Goelkel, les
advertían que la literatura es un crisol y no una cloaca. Con el tiempo les
reprocharían su autocomplacencia facilista con el apunte del poeta católico Paul
Claudel: El que no vive como piensa
termina por pensar cómo vive. No les veían mayor mérito en ser los últimos
de los alquilados. El fundador del
movimiento, el cronista Gonzalo Arango, dejó cartas de tinte místico de más calado,
y mereció de sus seguidores el calificativo de profeta. Tal vez por un
énfasis suyo de esa misma admonición: los
ideales que no cambian la vida pudren el alma.
*Ensayista y narrador
colombiano