Por Carlos Skliar
El caleidoscopio adopta la
apariencia de la soledad. Crac, hace el corazón
Roberto Bolaño
Aleksandar Hemon escribe sobre lo arduo que resulta es elegir los
detalles, las circunstancias, los instantes, los hechos, a la hora de contar la
vida de alguien, como si por la fuerza de la gravedad buscásemos la sustancia
de la vida en hechos inmensos, perdiendo así la materia auténtica de la vida,
lo efímero, lo menor, lo que vale la pena: “(…) el tren que se detiene en una estación en la que no hay nadie; una araña que desciende por una
cuerda invisible y se posa en el suelo justo en el momento en que alguien la
pisa; una paloma que te mira fijamente a los ojos; el leve hipo de una persona
que está delante de en la cola para el pan; una palabra ininteligible murmurada
por un ligue de una noche, que duerme a tu lado, desnudo y anónimo”.
Cierta literatura nos tuerce el rostro, la mirada, los oídos, hacia esa
fuerza de lo mínimo, la certeza de que las vidas no pueden ser narradas como un
despliegue colérico de proezas y desgracias. Cierta filosofía también lo
entiende de ese modo: en el texto de Nietzsche De mi vida. Escritos autobiográficos
de juventud, el
filósofo se pregunta una y otra vez cómo sería posible esbozar el retrato
de vida de una
persona con justicia. Piensa, en un primer instante,
que todo
procede como si se tratara del esbozo de
un paisaje que hemos ya visitado, esto es, recordando y describiendo sus formas, sus
colores, sus olores, pero evitando a la vez toda
tentación por las primeras impresiones, por aquellas impresiones que
él mismo llama de fisonómicas.
Enseguida hace una fuerte apelación a no
dejarse atrapar por los dones de la fortuna o por
los giros caprichosos
del destino de una
persona, sino más bien prestando
atención hacia aquellas experiencias mínimas, aquellos acontecimientos interiores a los que
por lo general
no se les da importancia y que son, para Nietzsche, los que
con más claridad muestran la totalidad del carácter de un individuo. Se pone en
juego aquí, entre la literatura y la filosofía, una suerte de oposición entre el gran relato, el relato elocuente, exacerbado,
exagerado, incluso hiperbólico para
abogar por una
detención más bien suave, nada
altanera, de lo pequeño, de aquello que
puede ser confundido con lo intrascendente, con lo fugaz y que, sin embargo, resulta decisorio, se vuelve enfático por su tibieza,
esclarecedor, en cierto modo, cuando se trata de alguien que quiere decir algo
de alguien.
Lo cierto es que Roberto Bolaño se ha muerto y, con él, ha desaparecido
una de las existencias más concretas, más palpables: la existencia real,
ausente de metáforas, la expresión material de una realidad despiadada; el
cuerpo –sí, el cuerpo- sin trabajo y sin papeles, el desahucio de las horas, la
escritura que no escribe, las telarañas del tiempo urdiendo la red de lo oscuro
allí donde ya no quedan puertas entreabiertas ni ventanas iluminadas.
Una casa sola, de regreso de una magra temporada de faena desperdigada,
con dinero para dos o tres meses y un permiso sin permiso para residir sin
residir en España: “La situación real:
estaba solo en mi casa, tenía veintiocho años, acababa de regresar después de
pasar el verano fuera de la provincia, trabajando, y las habitaciones estaban
llenas de telarañas”.
Ninguna palabra como futuro o esperanza o utopía –esa farsa sonora de
los que ya están bien acomodados en la línea del horizonte-: el espacio donde
no cabe la huída, ni la imaginación, ni el desliz hacia otra parte, una congoja
detrás de otra, como si el tiempo se hubiera declarado en rebeldía y las horas
no pasaran por fuera sino a través del páncreas, en medio del riñón, por el
centro de las entrepiernas.
Y era otoño, es decir, la estación más benigna para los adjetivos: las
hojas amarillas de los árboles danzan entre el cielo y la superficie árida, los
vientos están apaciguados, la luz es ocre y hay tanto para escribir sobre la
ternura de la paciencia o sobre el desnivel de los ríos o sobre las tonalidades
de los deseos.
Bolaño solo tiene fuerzas para bajar hasta el correo y jugar al azar
del encuentro con una carta de su hermana, o para llegar hasta el mercado y
confundir la comida propia con los despojos de carne para la perra.
La realidad es una interioridad sórdida, y no le dan ganas siquiera de
lavarse el pelo, la voluntad muerta para separar los brazos de un tronco caído,
o para salir a la calle y dar un par de pasos y otros dos y otros dos.
El vacío, lo hueco absoluto, la humareda verde que no lo deja en paz,
que ni se sienta ni se para, ni se refleja en un espejo ni lo oculta.
¿Escribir, entonces, para trasmutar la ausencia en presencia, para
inventar a los desconocidos, gauchos insufribles, detectives salvajes,
estrellas distantes? ¿Escribir para dejar de morder lo irreparable de un sucio
suelo, de un techo a solas?
Bolaño se sienta una hora por día y en esa hora nada acontece: hojas en
blanco no de escritura sino de un almanaque regresivo, de un tiempo hundido, el
dolor agudo de los codos y las manos sobre una mesa inerte, la incapacidad de
sentir otra cosa que una voz raída, el infarto del corazón, dedicar los días a
espantar las moscas sin conseguirlo, la torpeza gris de la desesperación, el
pasaje negro desde una habitación negra hacia un baño negro, donde no queda más
que una soledad opaca a la que le han sustraído salvajemente todos sus colores
–Paul Celan escribiría: “Dolor de hojas
de apuntes, / nevado, sobrenevado: / en el hueco del calendario / lo mece, lo
mece / la renciennacida / nada”.
Cuando la vida es la insistencia del desarraigo ninguno de los
recuerdos puede obedecer a una configuración alistada y pronta para ser
evocada.
El desarraigo se impone día a día como el único tiempo disponible.
La ilusión solo puede estar en el futuro, pero en el futuro, qué duda
cabe, también está el último padecimiento, la última palabra, el último
suspiro, la danza opaca de la muerte. Una muerte que, a cierta edad, en ciertos
cuerpos, ya no aguarda siquiera agazapada.
No, todavía no hay muerte, hay que esperar.
Aún hay algo que Bolaño dirá, dejará por escrito, para que su
existencia sin metáforas alcance a su hijo Lautaro y acaso continúe, esencial,
frágil, incierta, como un legado tibio, infinito, improbable: “Lee a los
viejos poetas, hijo mío, y no te arrepentirás”.
Perteneciente al libro inédito Escribir,
tan solo.
Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960).
Investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y del Consejo
Nacional de Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos, poemas
y micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: Voz apenas
(Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2011), No tienen prisa las palabras
(Barcelona, Candaya, 2012) y Hablar con desconocidos (Barcelona,
Candaya, 2014).