Cuento de Sara Fernández Rey


 (Galicia, Marín, España). Desde los diez años vive en Andalucía. Licenciada en medicina. Luchó varios años contra Franco y tuvo juicio en el Top (Tribunal de Orden Público), organismo que juzgaba los delitos políticos.
Visitó por primera vez Cuba en el año 83, década de bonanza, pues este país había entrado en el Mercado Interno con la Unión Soviética. En el año 91 decidió dejar la medicina asistencial y dedicarse a la Cooperación y Ayuda Humanitaria; para ello fue a La Habana a especializarse en Medicina Tropical, Salud Pública y Epidemiología. Desde entonces, cada año, ha pasado cuatro meses en la isla, alternando esas estadías con sus contratos en varios países de África y visitas a España. Un guión suyo fue seleccionado por el Festival de cine de la Habana, 2005. Realizó un taller de narrativa de la Cátedra Onelio Jorge Cardoso, del Centro de Estudios Iberoamericanos. Recibió una mención en el concurso interno del taller de la Universidad Central, Bogotá (2008).
El siguiente relato pertenece a Habana roja, publicado por Común Presencia Editores.


Pequeñas dosis de veneno hacen la vida un poco más dulce
     A mis amigos cubanos en España

OTRA CUBANA
Apareció, en las afueras de Barcelona, tirada al borde de la carretera. Mulata, 1,90, ojos verdes. No, lentes de contacto verdes. Teléfono móvil a la cintura. Anillos de oro y cadena también de ese preciado metal, cruzándole la mano (iba a la moda). La habían estrangulado.
Los conocí en la Habana, cuando yo vivía en un minúsculo apartamento con barbacoa1, prestado por una amiga, Flores, casada con un español y que residía en Mataró.
Tocaron a mi puerta, abrí y me quedé estupefacta. Una deslumbrante mulata, altísima (me sacaba más de un palmo) de colosal cuerpazo, acompañada de un español más bajito que ella y con algo raro en los ojos. No era bizco, parecía que cada ojo miraba hacia un lado. Por lo demás, no tenía mala pinta, pero se notaba que en su país no le resultaba fácil ligar con mujeres interesantes y menos con ejemplar semejante.
Luis, así se presentó, en Mataró era vecino de mis amigos. Se habían casado con Bárbara el día anterior, después de una semana en Cuba. La conoció en las vacaciones del año pasado y ya traía los papeles listos.
Estaba molesto, cabreado. Todo le salía carísimo. Le habían robado la mayor parte de lo que compró para la fiesta de la boda. Lo estaban desplumando. Si no se iba pronto, acabarían con él. De paladar2 en paladar, invitando a toda la familia y amistades, de shopping3 en shopping, comprando todo lo que le pedían, lo dejaron listo de papeles y valga la redundancia, en solo unos días.
Loco por volver a España, no entendía que yo pasase aquí meses. «Tengo buenas amistades» le dije. Compro en los agros, voy mucho al cine, al teatro, conciertos. Todo eso es en moneda nacional, gasto los dólares imprescindibles. Vivo aquí más barato que en España, claro, con mi salario de allá. Incluso invito a mis amigos a las cervezas que ellos no pueden comprar. Visito sus casas, como en ellas a menudo (invitan ellos) y tomamos chispa’etren4 (especie de ron matarratas fabricado en la calle).
Aproveché un momento en el que ella entró al baño, para con delicadeza advertirle «Cuidado con quien tratas, no lo digo por Bárbara que se ve de lo más agradable, pero aquí todo el mundo anda necesitado y su misma familia y amigos pueden hacerte polvo. Extranjero igual a millonario y todos al trapo. Si no estás alerta, acabarán contigo».
Ella me contó que era maestra y estaba de certificado por depresión. Aquí el trabajo era mucho y muy mal pagado. Quería el peritaje médico antes de irse. En dos meses lo tendría solucionado. Era lista, dejaba atados todos los cabos. Mientras, gestionaría el visado y la residencia en España, el ansiado PRE (Permiso de Residencia en el Extranjero). Les mandé besos y una carta para mis amigos de Mataró y nos despedimos.
Me quedé pensando «Vaya lío en el que se metió este muchacho, pero ¿será idiota? ¿No se da cuenta que se lleva tremenda jinetera? La que le espera. ¿Cuánto le durará? Desde luego hay que ser incauto. ¿Cómo puede creer que enamoró, a una despampanante mujer como esa? ¿Es que no se ha mirado al espejo? Es verdad que los cubanos ¡tienen un arte! que engatusan hasta a su madre, pero... Hay que querer dejarse engañar. Porque esta vez es evidente». Patético.
«El pobre estará soñando en pasearla por Mataró, todo el mundo se dará la vuelta para mirarlos. La admirarán y lo envidiarán. Se reiría de todas por las que se había sentido despechado y de los amigos que lo miraban con lástima». Patético.
¡Cuántos catalanes irían después a Cuba, buscando algo parecido!
Mi amiga Flores lo confundió. Pensó que todas las cubanas eran como ella. Enamorada de su marido Miguel (no se encontraron en la calle, yo misma los presenté), desde el primer día que llegó a España no pensaba más que en trabajar. De lo que fuera. Ella no estaba acostumbrada a depender de nadie. Comenzó en una fábrica de carteras de cuero, donde la explotaban pagándole por cuatro horas y haciéndola trabajar ocho, después limpió piscinas, luego estuvo en una inmobiliaria, siempre en la carretera enseñando chalés de lujo, en barrios residenciales. Muchas horas y poco salario, dependía de lo que vendiese y las comisiones eran muy bajas. Ahora seguía, todo el día en carro de pueblo en pueblo, trabajando de comercial para un periódico de la región. Cuando llegaba con los anuncios contratados, hacía la maqueta, fotolitos, el diseño, pasaba horas y horas sin parar pero estaba más contenta. En la Habana ese era su trabajo, diseño y maquetación en una revista.
Tenían un hijo precioso, una buena casa, un coche cada uno. Trabajaban de lo lindo, desde el amanecer a las nueve de la noche, ni tiempo les quedaba para estar con el niño.
¡Como extrañaba su Habana! A pesar de todos los problemas, había lugar para el ocio, para charlar con los vecinos, la familia. Mataró era un corre-corre lleno de comodidades y estrés. Pero quería a su marido, y ya. Su decisión estaba tomada, no había marcha atrás.
Y Luis pensó que todas las cubanas eran como ella ¡Vaya iluso!
En verano estuve en Mataró, Flores me contó que duraron dos meses. Luis tenía un pequeño supermercado, un buen carro, vivía con holgura. Sus padres, feliz pareja de gorditos rechonchos, emigrantes andaluces en Cataluña, le habían preparado un bonito apartamento en el piso de arriba de su casa.
Orgulloso, la llevaba a la Alameda por las tardes. Pequeña ciudad provinciana, era hábito pasear arriba y abajo, mirándose unos a otros, y chismoseando. En las cafeterías, burgueses aburridos los escrutaban y hacían comentarios. Tal como pensó, todos se viraban a mirarla. Patético.
Cuando Luis se iba a trabajar, ella veía una telenovela tras otra. No se ocupaba de la casa. Al mediodía salía. Deambulando por las calles, de tienda en tienda, miraba las vitrinas y entraba en las cafeterías de lujo a tomarse unas cervezas con aperitivo. Dirigía la palabra a quienes le interesaban y el pueblo comenzó a murmurar.
La casa estaba cada día más sucia, comían en la de los padres. Por la tarde volvía a salir y se compraba ropa nueva, cosméticos y perfumes de las marcas más caras.
Los progenitores de Luis empezaron a sospechar, pero él ciego, ni caso. Siempre la disculpaba. «En la Habana no era ama de casa, no sabía, aprendería con el tiempo, cuando fuese madre. Sí, salía, pero para buscar trabajo e ir adaptándose a aquella sociedad. Había que concederle un tiempo». Quería seguir ciego.
Ya todo el barrio hablaba y él nada, sin inmutarse.
Después de varias broncas, sus padres tuvieron que recurrir a la policía para desalojarlos. No querían ver, de tan cerca, el hundimiento de su hijo.
Luis alquiló un apartamento donde la trataba como una reina, debía ser inmejorable cama. Aunque Luis le asqueaba con esos extraños ojos, cada noche lo seguía camelando.
Poco tiempo después desapareció. Nadie supo más de Bárbara.
Flores y yo fuimos al aeropuerto del Prat en Barcelona, venía un avión de Cubana en el que nos traían algunas cartas.
Allí la vimos, con flamantes ojos verde gato y celular en mano que no cesaba de sonar, tacones de 10 cm y apretados jeans marcando su magnífico culo. «Estoy esperando a un amigo» nos dijo.
 Nos quedamos petrificadas. Mientras contestaba el teléfono, Flores me preguntó «¿Qué tú piensas?». «Tremenda puta de lujo» respondí. Le dijimos adiós y seguimos nuestro camino.
Al verano siguiente volví a Mataró. Encontré a Luis y me invitó a su casa a tomar unas cervezas. Volvía a vivir con sus padres. Sentados en la sala, entre los tres me contaron.
Les dijo que yo le quise advertir en la Habana. Sus padres odiaban a los cubanos. Él nunca supo o quiso entender.
«La hubiese matado yo, pero alguien lo hizo antes por mí y me alegro».
No me creí nada, en sus ojos que miraban como las lagartijas, vi que no sabía.

Sus padres se miraron… cómplices.