Por
Leopold Von
Sacher-Masoch
(Traducción de Helmut Pfeiffer)
Tomado
del libro Cuentos
Perversos de Común Presencia Editores
Súbitamente,
se puso el chal y el sombrero, y tuve que acompañarla al bazar. Allí le
enseñaron todos los látigos, algunos largos con mango corto, otros propios para
perros.
–Son muy buenos –dijo
el vendedor.
–No, son muy pequeños
–contestó Wanda, mirándome de reojo–. Los quiero mayores.
–¿Quizá para algún
dogo?
–Sí, como aquellos
que se usaban en Rusia para los esclavos rebeldes.
Al final eligió uno.
Tenía un aire inquietante que me sorprendió.
–Ahora adiós,
Severino. Deseo hacer otras compras y no es preciso que me acompañes.
Me despedí y fui a
dar un paseo. Al regresar, vi a Wanda salir de una peletería. Me llamó.
–Reflexiónalo bien
–comenzó diciéndome de buen humor–. Nunca te he ocultado que tu seriedad y aire
soñador me cautivan. Me fascina ver un hombre sincero entregarse enteramente a
mí, extasiarse francamente a mis pies; pero, ¿cuánto durará ese encanto? La
mujer ama al hombre, pero al esclavo lo pisa y lo maltrata.
–Recházame con el
pie, si te has cansado de mí. Deseo ser tu esclavo.
–Yo veo que hay
instintos peligrosos dormidos en mí –añadió Wanda al cabo de un rato– y que los
despiertas, no ciertamente en tu provecho. ¿Qué dirías tú, tan hábil en pintar
las sensaciones del goce, la crueldad y el orgullo, si yo ensayara todo en ti,
como Dionisio que hizo quemar al inventor del buey de bronce, dentro de su
misma creación para comprobar si sus lamentos y sus quejidos de muerte se
parecían realmente al mugido del buey? ¿No podría yo ser un Dionisio hembra?
–Así sea, y mi sueño
quedará realizado. Soy tuyo en bien y en mal. Te pertenezco; elige tú misma. La
fatalidad me empuja, habita en mi corazón, de una forma diabólica, omnipotente.
Luego encontré su
nota: «Amado mío: Hoy no te veré, ni mañana, sino hasta pasado mañana y ya como
mi esclavo. Tu dueña, Wanda.»
Las palabras «como mi
esclavo», estaban subrayadas. Leí una vez más el papel. Entonces recibí de buen
agrado la mañana, y dispuesto a que me ensillaran como a un verdadero burro
sabio, me dirigí a la montaña intentando ahogar mi dolor, engañar mis ardientes
deseos en la majestuosa naturaleza de los Cárpatos.
Ahora de vuelta,
fatigado y hambriento, muriéndome de sed y de amor, me vestí rápidamente y poco
después llamé a su puerta.
–¡Adelante!
Entré. Ella, con los
brazos cruzados sobre el pecho, estaba en medio de la habitación. Frunció las
cejas. Observé su traje de seda de un blanco desvanecido como el día, y su kazabaika
escarlata, rodeada de un soberbio armiño. Sobre sus cabellos descansaba una
diadema de diamantes.
–¡Wanda! –fui hacia
ella en ademán de abrazarla. Ella, midiéndome con la vista de arriba a abajo,
retrocedió un paso.
–¡Mi dueña! –me
arrodillé y besé la orla de su vestido.
–Está bien.
–¡Cuán bella eres!
–¿Te gusto? –preguntó
con altanera satisfacción mientras se aproximó al espejo.
–¡Voy a enloquecer!
Hizo un gesto de
desprecio y me contempló de una manera burlona a través de los párpados entornados.
–Dame el látigo.
Miré a mi alrededor
buscándolo.
–¡No, continúa de
rodillas! –se acercó a la chimenea, tomó el látigo, y mirándome mientras reía,
lo hizo silbar en el aire. Luego se levantó muy despacio las mangas de la kazabaika.
Yo murmuraba:
–¡Admirable mujer!
–¡Cállate, esclavo!
–su mirada se llenó de un aire sombrío, casi salvaje, y me descargó un
latigazo. Luego, instantáneamente pasó con mucha delicadeza su brazo alrededor
de mi cuello y compasiva se inclinó hacia mí.
–¿Te he hecho daño? –inquirió
confusa y llena de angustia.
–No –respondí–, mas
si lo hicieras, los dolores serían un placer para mí. Si te agrada castígame
otra vez.
–Pero si no me causa
ningún placer...
Una extraña
embriaguez se apoderó de mí.
–¡Castígame –rogué–,
castígame sin piedad!
Wanda blandiendo el
látigo me flageló dos veces.
–¿Es suficiente?
–No.
–¿De veras, no?
–Flagélame, te lo
suplico, es un placer para mí.
–Sí, porque no es de
verdad y lo sabes, mi corazón no quiere hacerte daño. Este bárbaro juego me
repugna; si yo fuera en realidad la mujer que azota a sus esclavos, te
espantarías.
–No, Wanda, te amo
más que a mí mismo; me he entregado a ti en vida y muerte, y puedes hacer
contra mí todo lo que sugiera tu orgullo.
–¡Severino!
–Pisotéame –rogué y
me tendí ante ella, de cara al suelo.
–¡Aborrezco las
comedias! –exclamó Wanda impaciente.
–Maltrátame.
Hubo una pausa
inquietante.
–Severino, ¡te lo
advierto por última vez!
–Si de verdad me
amas, sé cruel conmigo, supliqué levantando los ojos hacia ella.
–¿Si te amo? ¡Está
bien! –retrocedió mirándome sombríamente–. Sé pues, mi esclavo y aprende lo que
es haberse entregado a una mujer.
Inmediatamente me dio
un puntapié.
–¿Qué tal, esclavo?
Nuevamente blandió el
látigo.
–¡Levántate!
Quise hacerlo.
–¡Así no! ¡De
rodillas!
Obedecí y comenzó a
darme latigazos.
Los golpes llovían,
vigorosos sobre mi espalda y mis brazos, cortando mis carnes, dejando una
sensación de quemadura; pero este sufrimiento me transportaba porque venía de
ella: la adorada; de aquella por quien yo estaba dispuesto en todo instante a
entregar mi vida.
Por fin se detuvo.
–Comienza a gustarme
este juego, sin embargo por hoy es suficiente; sólo tengo la diabólica
curiosidad de indagar hasta dónde llega tu resistencia, la voluptuosidad cruel
de sentir cómo tiemblas bajo mi látigo, ver cómo te doblas, oír por fin tus
gemidos, tus ayes y tus gritos de dolor, hasta que supliques y yo continúe
hiriéndote sin piedad, hasta ver que pierdes el conocimiento y caes. Has
despertado en mí instintos peligrosos. Ahora levántate.
Me apoderé ávidamente
de su mano para llevármela a los labios.
–¡Qué audacia, no
vuelvas a intentar hacerlo porque me enfureces y tendré que castigarte –dijo
alejándome con el pie–. ¡Fuera de mi vista, esclavo!