Por Gustavo Colorado
Grisales
En una de las
vertientes del frondoso libro La rama dorada, del escritor James George Frazer,
se explora una faceta del pensamiento mítico cara al lenguaje poético: la de las
cosas que una vez estuvieron juntas y al separarse mantienen tal relación, que
lo experimentado por una afecta a la otra.
Allí reside una de
las claves de la gran poesía de todos los tiempos: en el propósito de restaurar
un hilo roto para volver al mundo como era en el instante primordial de su
fundación. Por eso los códigos de la poesía y la religión se parecen tanto,
incluso cuando los poetas simulan ser apóstatas y a duras penas llegan a la
blasfemia.
En su intento de
recomponer ese hilo secreto que une todas las cosas del mundo el poeta apela a
la metáfora, al símil, a la paráfrasis, es decir, a todo aquello que es una y
muchas cosas a la vez. El escritor colombiano Gabriel Arturo Castro llama a esa aventura La caza invisible,
título de su antología personal condensada en un libro de 95 páginas, de impecable
edición y publicado por Común Presencia Editores en su colección Los
Conjurados.
Si la materia de toda
gran poesía es el lenguaje del mito, Gabriel Arturo Castro aprovecha su
condición de antropólogo para tejer una sucesión de imágenes bellas y terribles,
dirigidas a dejarnos desnudos frente al espejo de nuestra más pura condición. “Dios
escupe insultos / y derrama lágrimas / entre las heces de un mundo perdido” nos
dice en uno de sus versos. Es imposible no evocar las imágenes del Antiguo
Testamento, cuando la pareja primordial es expulsada de un improbable paraíso ,
que es también el nuestro: el de los habitantes del siglo XXI que vamos por la
tierra dando tumbos sin más consuelo que un puñado de palabras señuelos
gastadas por el uso y el abuso : amor, libertad, perdón.
En esa búsqueda los
mortales aprendemos a bailar la contradanza del viento, una suerte de santo y
seña para comunicarnos con dioses moribundos que nos espían mientras “Un pedazo
de aurora rueda por las cenizas del reloj”.
Esta última imagen
nos remite a un viejo compañero de viaje: el tiempo, ese timador que lo promete
todo, para roernos después segundo a segundo hasta dejarnos inermes sobre “la
almohada de polvo de los muertos”, según la conocida cita del Werther de
Goethe, ese breve texto que en su momento llegó a ser algo así como un manual
para desesperados.
Porque el poeta es
siempre alguien a la espera, al acecho de una recompensa escamoteada una y otra
vez: el antiguo reino de la redención. Por eso no es casual este título de La
caza invisible. La presa está allí, sospechada y es preciso atraparla a través
de un tejido de palabras o se nos escapará para siempre en medio de “La noche,
tempestad de toros negros” en el lenguaje afilado y certero de Gabriel Arturo
Castro.
El castigo para tamaña
osadía serán las “amargas moradas del exilio”. El autor de La caza invisible
nos lo recuerda una y otra vez. A diferencia de los cultivadores de otros
géneros, privilegiados por una industria editorial anclada en las dinámicas de
la oferta y la demanda, el buen poeta sabe que todo aplauso es sospechoso, todo
premio un malentendido. Su única y última recompensa será el azaroso aunque
presentido encuentro con un lector remoto y entrañable a la vez: el portador
del otro fragmento del hilo sin el cual será imposible recomponer una vida rota
por el utilitarismo y su creencia en un mundo unidimensional: el de la
producción material.
En La rama dorada,
Frazer evoca la leyenda prerromana del rey asesinado ritualmente por su
sucesor. En las páginas de su antología personal Gabriel Arturo Castro sugiere
algo parecido: solo alimentándose de sus predecesores la gran poesía puede
repetir el milagro de permitirnos ver el mundo como una totalidad en la que las
palabras hacen las veces de sortilegio para asomarnos a sus misterios
esenciales, porque “La vida es antigua y redonda, agua inclinada que se rehace
y traspone el idioma, el jeroglífico, el cerrojo...”