Por Gabriel Arturo Castro
La sal de la locura, de Fredy Yezzed (Colección Viernes
de poesía, Universidad Nacional de Colombia) es un libro auténtico porque lo
habita la poesía y funda un mundo novedoso, original en cuanto a sus principios e inicios;
coherente, orgánico alrededor de su unidad espiritual. Aquí la sal es pesar,
malestar, desacomodo, alteración de la normalidad, desvío de lo cotidiano,
ruptura, transgresión, fractura a través de lo insólito. Pero también la sal es
la gracia, el don de crear otras realidades místicas, míticas, alucinatorias,
visionarias, alternativas, yuxtapuestas a la cruda realidad física. La sal es
el alimento generador de un estado poético, de la invención generada por
imágenes y el combustible para sostener el dominio de un oficio: destilación y
catarsis, sospecha y certeza, entrevisión y expresión-realización-certeza de lo
inopinado, verbalización del fantasma.
Excelente sedimento
posee este conmovedor libro, de sólida enunciación por medio de la prosa que
lacera, historia, narración y constancia escrita de un dolor genuino, sentido,
experimentado como propio y trasladado al papel con tajante fuerza
inconsciente, vertical hondura; un monólogo donde cabe la alteridad de las
otras voces, el otro que padece y crea la úlcera de la diferencia. Conciertos
de voces pueblan el libro, un coro imaginado por la voz poética que interpreta
el mundo sonoro, el grito de la memoria vidriosa, pulsante, horrible, punzante,
conmovedora por su distinta belleza convulsiva, la tensión hecha carne desde
adentro, el lenguaje de quien mora como inquilino “la casa incendiada”: “¿Quién asegura que la locura no es un
intento más de salir de la casa hundida? ¿Algo que está entre el hombre y el
ser humano? Una ventana dentro de nuestra ventana. Algo que huye de nuestra
costumbre de llamar el fuego, de humillar un árbol, de defecar sobre un ramo de
niños”.
Un lenguaje, recordando a Foucault, que emite
“un ruido sordo y un murmullo obstinado”, “replegado sobre sí mismo, anudado a
la garganta y regresando al silencio del que nunca se deshizo”.
No olvidemos que la
locura es el terreno de lo excluido, lo incómodo y lo insoportable, la otra
experiencia de la sinrazón. Poetizar es otra manera de realizar la experiencia
de la alteridad, la “posibilidad de la palabra salvaje y abrupta del loco”. Así
La sal de la locura es un fruto de la
intimidad expuesta como verdad (interior) o la búsqueda de la esencia por medio
de una razón poética (que supone otro logos). El presente libro es una escucha
de múltiples voces, juego, la polifonía del saber del poeta, de un lado, y del
otro, el saber de todos nosotros, interlocutores, lejanos y cercanos, fantasmas
con un dolor eterno, cierto, originario y actual. Las voces de la locura,
dispersas, diferentes y discontinuas, toman forma en cada poema en prosa. El
poeta entonces instaura un diálogo de profunda síntesis y la palabra del loco
deja de ser insensata o blasfemia, para convertirse en imagen generadora,
provocadora y digna, pues es una palabra emancipada del encierro espiritual.
Palabra fecunda instalada dentro de La
sal de la locura palabra emergente que instaura otro sentido que proviene,
a su vez, del delirio, del bullicio, la embriaguez, el gesto orgiástico, es
decir, de la transgresión: “Voy por el
mundo con un agujero de bala en el pecho. El aire me atraviesa de frío. Los
niños juegan a asomarse de un lado y otro. Por allí, la única mujer se me fugó
y la única orquídea que sembré no quiso echar raíces”.
El poeta se desdobla
en la ficción de la voz, del personaje extrañado y llega al asombro del
silencio elocuente, a la luz cegadora, el drama individual que interpreta al
universo contenido. Dolor, incomodidad, desafuero, error, descentramiento,
periferia. Todo el mundo nace de la voz poética solática, lúcida,
iluminadora, porque desinfla la tiniebla.
La voz única pero de todos y anónima a la vez. Yo también soy el loco, “el
perplejo de las lilas”, el del inxilio que habla a través del lenguaje extremo,
el de lucha contra el otro que lo habita, el hombre alienado, imposible,
nauseabundo, errante, abismal, la fractura y el intersticio que la palabra tan
sólo aproxima, sospecha, un caos hecho forma o ritual en el poema, un vacío
colmado ya por la naciente sílaba.