Por Hernando Guerra Tovar
El poema emplea la
palabra pero ésta dice el silencio, nos insinúa Yonny Vanegas (Bogotá, 1978) en
el libro El arte de olvidar
(Ediciones Piedra de Toque, 2013), como primera experiencia de lo que es un
arte poética de veintiocho textos, que lleva al lector hacia la comprensión de
un universo en donde la brevedad y la sugerencia se desenvuelven de manera
lenta, mientras el asombro lo cubre todo
con su nube de hechizo y milagro. Comprensión, porque en la poesía no hay
entendimiento desde el intelecto o la razón lógica aristotélica, sino a partir
de la comunión lector-texto, a través de la percepción atenta, en un tiempo
interior que difiere del mundano y que se funda en la irrealidad de la palabra
poética, indicadora pero significante, símbolo más que signo, despojamiento
antes que apego.
La trascendencia es
así una segunda lección práctica en el
más allá al que apunta la palabra como símbolo, apropiando el olvido como
requisito sine qua non para abordar la poética en que el lector debe despojarse
de todo prejuicio, vaciarse del contenido previo como puerta de acceso al misterio
de la verdadera poesía, puerta sin salida, que no se requiere dado el contenido
existencial que propicia el encantamiento del abrazo, el reencuentro del Ser en
la restauración del origen.
Es la “poesía del desvanecimiento, del olvido
paulatino, de un despojamiento que es luz y revelación, en El arte de olvidar
se unen la sabiduría del miniaturista y la paciencia del músico con la labor
silenciosa de aquel que no se resigna a ser de una manera gastada e imprecisa
un simple huésped incomodo de la realidad”, apunta el también poeta Juan
Felipe Robledo, refiriendo el hecho de esta poesía que renuncia al
coloquialismo como a la retórica, al barroquismo como al artificio banal de
quienes pretenden hacer propia, a costa de malabares, la esquiva poiesis, olvidando que ella es sustancia
y don, esencia y privilegio; ajena a las manipulaciones del mercado y de un
poder mezquino en la ubicuidad y el forcejeo mediocre.
Decimos brevedad en
la doble vía del texto y del libro, que exige un manejo profundo de la
semántica para extender el vínculo del señalamiento en mínimas palabras, ejercicio
que nos permite considerar la paradoja de que entre más tiene el poeta por decir,
menos palabras utiliza:
POETA
Sabe que no sabe
y su certeza
es el abismo
En pocas palabras se
condensa el silencio que abre y recorre el poemario como una constante de
principio a fin, demarcando el territorio de una poesía que hace de la
concisión y el sugerir su credo, para indicar lo inaprensible, hermanando la
poesía con la mística, virtud de este libro, que tiene como tradición reciente en
Colombia la poética de Jorge Cadavid.
Veintiocho poemas son
suficientes para que el iniciado se lance al precipicio del extrañamiento o
para que el lego se apropie de una verdad
inexplorada. Al primero el autor le recuerda en el texto Flor: “Vértigo / sólo / vértigo / me produce / la
quietud de la flor / el precipicio es más / bello en la caída / y la flor
resplandece / cuando / muero / en sus pétalos.” Y al segundo, el que tal
vez atraído por la simpatía del título del libro, se atreve a su lectura, le
advierte en Guardabosque: “Cuidado con el guardabosque / apunta con un
rifle / en el centro de tu corazón / hace muecas / te distrae / respira cerca
de tu oído / para que no escuches / la canción del viento / cubre con maleza
los caminos / para que nunca encuentres los árboles de hojas doradas / te encierra en una jaula / y te hace creer
que estás en el paraíso / cuidado: tú eres el guardabosque.”
Uno y otro, el
iniciado y el que apenas llega, son tocados por el halo milagroso de la poesía,
y ninguno vuelve a ser el mismo. El primero asciende en esta palabra vertical y
gana en grados hacia la cumbre. El segundo descubre un mundo nuevo, un universo
que lo arranca de la tierra y lo lanza al profundo abismo del poema. A la
levedad del Ser, a la constatación de la vulnerabilidad que siempre ha estado
allí como un logro, una maravilla existencial. El saber de su doble condición
de lámpara y tiniebla, ego y Yo, bosque y guardabosque en la más absorta irrealidad
de que tuviese noticia. El arrobamiento propicio y singular que le permite
desprenderse y reencontrarse; hallarse en el marasmo de la duda al borde del
precipicio; acierto de la poesía cuando es. Y es aquí que la poesía se vuelve
ineludible, insoslayable. El iniciado avanza en maestría. El que recién llega
es atraído y convencido por el silencio de la palabra y atrapado. Ninguno vuelve
a ser el mismo, porque ambos se redescubren. Y
en este reconocimiento del Ser radica la cualidad mística de la poética de
Yonny Vanegas. Puente y revelación al unísono para uno, para el otro y para
ambos: “Salto al vacío / desde los
puentes / que me vieron crecer”. , le dice en Puentes al iniciado que cursa la maestría. Y le constata el
vislumbre al que se inicia, en Revelación,
cuando le dice: “En lo oculto / en lo
secreto / mi máscara de polvo / desaparece.”
En Bestiario de luz,
segunda parte del poemario, el poeta Vanegas rubrica el acierto religioso de su
poesía como componente y virtud esencial, al igual que refrenda la calidad que
le asiste y que le ubica de una vez entre las voces importantes de la reciente poesía
colombiana. Basta un solo libro para que este milagro se manifieste. Es el
legado de Aurelio Arturo que extiende su brazo hasta este primer cuarto de
siglo nuevo que comienza. No es necesario escribir por kilos, al contrario, la
experiencia nos confirma que quienes a la edad del poeta Vanegas tienen ya un peso bruto –sin
descontar la tara- en publicaciones, han merecido tres posibles desastres: la
vacuidad, la repetición o lo que es peor, la simulación. Ninguno de ellos ha
encontrado aún la melodía. ¿Dónde estará la melodía?, se preguntan, incluso los
más viejos.
Bestiario de luz, la
segunda sección de El arte de Olvidar, es a mi parecer, la génesis de una importante
obra que Yonny Vanegas nos tiene reservada para
asistir de nuevo al goce de los sentidos: “Se disuelven los pájaros: / durante toda la noche han bebido / la
sombra del saúco. / ahora son pájaros ebrios y / extraviados / que buscan un color celeste.”
(Pájaros).
Es un arte poética
este libro de principio a fin. En su brevedad de doble connotación, el silencio
como elemento imprescindible de la palabra, resplandece. Es una afortunada
subversión del lenguaje –toda verdadera poesía lo es -, que reconcilia al Ser
interior, al homo poetícus que somos, con el sentimiento cósmico de alteridad.
Como la araña, en el centro de nuestra noche “que no cesa”, la prolongada noche
abismal de nuestra nación en guerra, esta palabra nos libera de la angustia,
del miedo cotidiano que nos acecha en el campo, en la calle, en toda esquina, porque
esta poesía: “En el centro / de la noche
/ entre / una constelación / de polvo: /
teje su propia luz.” (Araña).