El escritor y el fotógrafo

Fotografía de Rulfo

Por Fabio Jurado Valencia

(Tomado de Oralidad y escritura en la obra de Rulfo, Común Presencia Editores)

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, es el nombre de pila del escritor mexicano Juan Rulfo, autor de El llano en llamas (1953), Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1980); póstumamente conocemos de su autoría también Los cuadernos de Juan Rulfo (1994), dos libros de fotografía (2000, 2002) y Aire de las colinas (2000); este último libro es una recopilación de las cartas que le dirigiera a la novia –y después esposa–, Clara Aparicio, mientras recorría la geografía mexicana o vivía en Ciudad de México, estando ella en Guadalajara.
Nos confunde su nombre de pila: tres nombres y tres apellidos; y él mismo nos confundirá con su lugar de origen: a veces decía que era de Apulco; otras, de San Gabriel, pero también de Zapotlán, y muy pocas veces decía que era de Sayula. Nació en Sayula pero nunca vivió allí, le confesó el mismo Rulfo a Luis Harss. En sus apuntes de cuaderno escribe que “nació en Jalisco, México, el 16 de mayo de 1918”. Pero Jalisco es el Estado, no es un pueblo ni una ciudad. Y no nació en 1918 sino en 1917. Es Juan Ascencio (su consultor jurídico) quien finalmente esclarecerá el asunto en su libro Un extraño en la tierra. Biografía no autorizada de Juan Rulfo (2005); de acuerdo con sus indagaciones notariales Juan Rulfo nace en Sayula, Jalisco, el 16 de mayo de 1917.
En 1917 ocurre el desenlace de la revolución agraria (iniciada en 1910) y, en consecuencia, se inicia el proceso de distribución de la tierra, como resultado de la reforma a la constitución nacional. Juan Rulfo proviene de una familia de hacendados que, progresivamente, luego del asesinato del padre, es objeto de expropiaciones hasta quedar sólo con lo necesario. En el año 1926 sobreviene la revolución de los cristeros, movimiento promovido por la iglesia como respuesta a las leyes que prohibían la propiedad eclesiástica y el libre ejercicio sacerdotal y religioso; la revolución cristera duró hasta el año 1929 y Rulfo señalará en muchas entrevistas la impronta en su conciencia de este evento; el cuento “La noche que lo dejaron solo” y algunas escenas de la novela Pedro Páramo, muestran las singularidades de este movimiento ideológico-religioso liderado por curas conservadores bajo los gritos de ¡Viva Cristo Rey! y ¡Obre Dios! La condensación literaria de dicho episodio aparece en el cuento “La noche que lo dejaron solo” y la parodia al espíritu religioso acendrado, radical, es registrado de manera cómica en el cuento “Anacleto Morones”.
La coyuntura histórica de la revolución de los cristeros limitó en gran parte el desarrollo académico de Juan Rulfo, quizás para bien si consideramos que frente a la situación de las escuelas cerradas y el aislamiento y el miedo propiciado por la revolución el niño Juan tendrá que encerrarse entre los libros que el cura del pueblo había trasladado a su casa. Permanecía durante horas, dice Ascencio, leyendo las novelas de Dumas, Víctor Hugo, las historias de Buffalo Bill… pues no salía a la calle por las continuas balaceras. Tenía diez años de edad y la lectura constituía el mejor modo de afrontar los miedos y el acallamiento, que permanecerá en el trayecto de toda su vida.
Ante la situación difícil para estudiar en San Gabriel, en donde viven, la madre lo envía, junto con el hermano mayor, al orfanatorio de Guadalajara. Es el año 1927. Rulfo le dirá en una entrevista a Elena Poniatowska (1985) que “en ese tiempo los orfanatorios eran como correccionales, la gente rica de Guadalajara mandaba a sus hijos allí para castigarlos cuando se portaban mal, allí los archivaban…” Estando en el orfanatorio, en el año 1930, la madre de Rulfo muere. En los borradores que Clara Aparicio e Ivette Jiménez recuperaron leemos este fragmento:

Recogió sus cosas y volvió a sentarse bajo la sombra de un naranjo, a mitad del atrio. Simplemente no funcionaba su cabeza. Sentía deshilvanado el cerebro. Vio los altos muros del orfanatorio, allí donde dos ventanas altas y enrejadas le habían impedido tantas veces asomarse al mundo. Llegó a no importarle esto, pues el mundo y el tiempo estaban dentro. De acá afuera se veían insignificantes e inútiles, mudas, ya que desde allá apenas transmitían un poco de luz. Nunca les encontró otro fin. Viéndolo bien, nada allá dentro tenía explicación alguna; solamente que, y a pesar de todo, aquello había sido su único refugio. (1994: 17)

Al terminar la educación básica e iniciar la preparatoria y frente a la dificultad de hallar una institución educativa para continuar los estudios (las preparatorias están cerradas y la Universidad de Guadalajara suspendida), Rulfo, que ya es un apasionado por los libros, tiene que optar entre el seminario y el colegio militar. Elige el primero, con la ilusión de “recorrer el mundo”, si bien el seminario era por entonces una institución de cierto modo clandestina.
Se presume que en el año 1933 Rulfo está por primera vez en Ciudad de México, hecho que determinará en gran parte su destino de escritor, pero tendrá de nuevo que afrontar la opción del Colegio Militar como un modo de complementar sus estudios y de justificar la estancia en la capital; sin embargo, como señala Ascencio, sólo pudo permanecer por breve tiempo porque reconoce que la vida militar no es lo suyo. No logra revalidar los estudios parciales de la preparatoria y asiste, como anota Vital (2003), al Colegio de San Ildelfonso. Entre 1935 y 1952, Rulfo trabaja en varios oficios (archivista, agente de migración, agente viajero…), con el apoyo de un tío militar que tiene vínculos con los gobiernos, según anota Ascencio. Quizás la tranquilidad de estos trabajos haya propiciado el tiempo para escribir los cuentos a la vez que se dedica a la fotografía.
La etapa intensa de Rulfo, transcurre entre 1946 y 1952, años en que como vendedor de llantas viaja a distintas regiones del país y explota al máximo sus intereses por la fotografía. En 1945 en la revista Pan, de Guadalajara, se publican sus primeros cuentos “Nos han dado la tierra” y “Macario” y en América, dirigida por Efrén Hernández, publica de nuevo “Macario” en 1946, “Es que somos muy pobres” en 1947, “La cuesta de las comadres” en 1948, “Talpa” y “El llano en llamas” en 1950 y “Diles que no me maten” en 1951; en la misma revista se publican las primeras fotografías suyas, lo cual constituye un índice de los propósitos estéticos con el arte de la imagen.
En 1953 es becario del Centro Mexicano de Escritores y es cuando publica el libro de cuentos El llano en llamas. La beca se extenderá hasta 1955, con renovaciones anuales, cuando publicará Pedro Páramo.
En su juventud, Juan Rulfo es un escalador de montañas y un viajero por las provincias mexicanas. Es aficionado a la fotografía y en sus registros se percibirán las geografías rurales, sugerentes de las antropologías de las comunidades campesinas y de los pequeños pueblos. La experiencia como caminante y viajero le permite asimilar las voces, aprehenderlas, de hombres y mujeres del campo y de los pueblos del centro y nor-occidente de México. Conoce pues el otro México, el México profundo, aquel México que después de la revolución agraria (1910-1917) y de la revolución cristera (1926-1928) permanecerá en el misterio y en la ambivalencia política. Los conocimientos empíricos del escritor se complementarán con los resultados de sus indagaciones en los archivos de inmigración, primero, y en las lecturas que hará de los cronistas de Indias, después, para asegurar la calidad de un proyecto artístico/literario y artístico/fotográfico.
Entre los manuscritos rescatados por Ivette Jiménez (1994) sobresalen los apuntes sobre la situación de los indios desde la conquista hasta el siglo XX. Se ubica aquí el reconocimiento que Rulfo hace a la obra de fray Bernardino de Sahagún, de quien nos dice que “inicia su tarea evangelizadora en Tlamanalco, población distante 50 kilómetros de la capital. Cuatro años más tarde cambia su residencia al Colegio de Tlatelolco, donde enseña lengua latina además de otras materias y comienza a interesarse en las ‘cosas’ del México antiguo”. Rulfo referencia asimismo la figura de fray Toribio de Benavente “Motolinía” quien contribuye junto con Bernardino de Sahagún a levantar la historia de una sociedad organizada y majestuosa, como lo fuera la gran ciudad de Tenochtitlan; sin embargo, “para desgracia de ambos, el obispo Juan de Zumárraga, primer inquisidor de la Nueva España, y un auxiliar de éste, fray Andrés de Olmos, experto en demonología, y autor de un ‘Tratado de hechicerías y sortilegios’ se habían encargado unos años antes de la destrucción casi total de documentos e imágenes en poder de los indios”. Y presupone Rulfo que “fueron coautores del sacrificio de sacerdotes y nobles, así como de los ‘tlacuilos’ que tenían a su cargo el dibujo de los códices donde se describía la trayectoria del pueblo azteca, ya que al ser capturado y destruido el Calmécac, lugar donde se formaba y transmitían los conocimientos rituales del imperio teocrático mexicano, todo fue incendiado para desarraigar para siempre lo que se suponía eran las fuentes del paganismo”.
Rulfo redondea este resumen, muy expedito a mi parecer para los estudiantes de secundaria, destacando las ansias de Sahagún por el saber en torno a la cosmogonía de los antiguos mexicas; el fraile, con la mirada del etnógrafo, se traslada fuera de la ciudad y en un pueblo cercano (hoy Tepeapulco), acompañado de sus alumnos indígenas, reúne “a un grupo de ancianos, así como dibujantes o tlacuilos, quienes van trazando sobre el papel e interpretando la narración de aquellos viejos supervivientes”. De dicha labor etnográfica ha quedado, insinúa Rulfo, el conocimiento sobre los significados cosmogónicos, la cotidianidad, la astronomía, los cantos poéticos y la filosofía prehispánica. Sin duda estos conocimientos son remanentes de la memoria y se traslapan en los universos ficticios de las obras de Rulfo y es lo que permite comprender también su obsesión por retener a través de la cámara las ruinas de pirámides y de iglesias, así como de los habitantes del campo y su desolación.


Fabio Jurado Valencia. (Buga-Florida, Valle, 1954). Licenciado en Literatura (Universidad Santiago de Cali); Maestría en Letras Iberoamericanas (UNAM, México); Doctor en Literatura (UNAM, México). Profesor del Departamento de Literatura y del Instituto de Investigación en Educación, de la Universidad Nacional de Colombia. Autor de los libros: Investigación, escritura y educación: El lenguaje y la literatura en la transformación de la escuela; Posadas, México en la poesía colombiana (compilación); La escuela en el cuento (compilación); Rosario Castellanos, esa búsqueda ansiosa de la muerte; Ray Bradbury, literatura fantástica; «El hombre» de Rulfo, polifonía y sociolecto narrativo; Evaluación, conceptualización, experiencias, prospecciones (memoria y compilación); Pedro Páramo de Juan Rulfo: murmullos, susurros y silencios. Coordinador y coautor de los libros: Juguemos a interpretar, Interacción y competencia comunicativa; La escuela en la tradición oral; Culturas y escolaridad; La formación docente en América latina; Competencias y proyecto pedagógico; Trazas y miradas. Participante por Colombia en el Segundo Estudio Regional Comparativo de la Evaluación de la Calidad de la Educación, convocado por el LLECE-UNESCO.