Las sombras de Darío Ruiz Gómez


Por Marcos Fabián Herrera

Bañadas por el halo  de lo rutinario, las nimiedades de la cotidianidad parecen escapar de todo atributo que las haga memorables. Explorar la soledad citadina, la frivolidad del mundo urbano y las ilusiones siempre postergadas de aquellos seres ubicados en la orilla opuesta de la historia, es la mayor virtud de la novela cuando se propone aprehender los sobresaltos, la vacuidad existencial y el advenimiento de un nuevo orden. A quienes han sido marginados de las decisiones capitales en el tiempo, los cambios le sobrevienen de manera atropellada.
¿Es el recuerdo una ficción de la memoria que los humanos fundan en relato para cauterizar las llagas de la vida?; ¿Es la literatura el último recurso para develar el cariz histriónico de la historia y recobrar el aliento en el  trasiego de los hombres? Sometida a una función  testimonial, a la novela contemporánea se le ha impuesto las cortapisas del chato realismo, para olvidar rivalizar con dios en la tentativa de apresar el tiempo y crear un mundo.
Las Sombras de Darío Ruiz Gómez, quizás  responda a estos interrogantes. Exquisitamente abigarrada, y escrita en una vigorosa prosa que permite leerla con la misma delectación  con que  se escucha las historias de los mayores junto al crepitar de la hoguera; esta novela de naturaleza proustiana   en su indagación de acento vívidamente lírico, ausculta esas vidas inanes carcomidas por el sopor y devoradas por el tedio. Ambiente gris e infecundo que se impone cuando a todo acto humano se le niega la trascendencia y se le obliga al código draconiano de lo prefigurado.
Prolija en las viñetas de los rituales sociales instaurados después del  ascenso de Franco, cada línea rezuma la intranquila serenidad, el sosegado caos, el cierzo que tras de sí lleva los cambios  de un sistema que hace de la profilaxis y el decoro, un dogma que guarda en sus entrañas ruina moral y descomposición ética.
Porque es en las vivencias rutinarias, en la incorporación de los nuevos hábitos, en la impostada sujeción a los recientes preceptos, que la escritura de Darío Ruiz Gómez logra un examen que supera el  sicologismo,  para hacer de la omnisciencia del relato una penetrante observación que estremece las manidas convenciones y los apegos a las costumbres.
Como aquellas huidizas sombras que la luz crepuscular convierte en las presencias fantasmales del día, por las páginas de este libro desfila el oficinista, el profesor de filosofía, el fallido bailarín de la noche y la apesadumbrada mujer madrileña. Personas, que como tantas otras, la posguerra española las embistió con la irrupción de una nueva simbología y un tácito silencio sobre un pasado siempre sospechoso y negado en la conversación pública.
Ya sea en la desesperada búsqueda del hijo  que  se esfumó propugnando ciegamente las ideas de la república; en el jadeo cansino de la prostituta, o en la descripción de un Madrid con una  pestilente  multitud que se desdibuja en el metro  en un masa informe;  esta novela nos muestra a la ciudad que se reinventa para curar la derrota, para permitir la convivencia desafiando de manera silenciosa las máximas que un poder espurio  impone.
A este cuadro de decrepitud anímica y asfixia existencial, de simulación y sentimientos inconfesados,  el autor contrapone un remedo de falange que en una ciudad latinoamericana un conservadurismo criollo expone con visos de comedia.  El que en un paraje del trópico se erija una universidad que preconiza un catolicismo ultramontano, confirma el bovarismo delirante en el que se cae cuando el fanatismo ideológico se conjuga con la ceguera religiosa. Venerar con la misma devoción a Josemaría Escrivá de Balaguer  y a Francisco Franco, es la más inequívoca manifestación de esa endemia que padece quienes desde la parroquia caen en un mesianismo pintoresco.
Agenciado por una  dirigencia política y empresarial que en su afán europeizante desdeñan todo color local, en el Medellín de los años cincuenta crece una hipocresía y un ambiente regresivo que justifica la negación de lo diverso y la represión ideológica. Hacer de una institución educativa el baluarte de estas ideas, posibilita la difusión de una forma singular de comprender el mundo: mientras las señoras en su ascenso aristocratizante retozan y platican en las tarde de té; afuera, en las calles de una ciudad ruinosa, se persigue y se mata a quien piensa diferente.
Es Madrid y Medellín, cotejados por los rasgos que coetáneamente la historia eslabona. Es la urbe española y la provincia colombiana que nos muestran los paralelismos que se tejen y los estertores que al otro lado del océano las fatalidades del tiempo generan.  Es la España, que bajo un dominio dictatorial ve el surgimiento de una ciudad acorde a las veleidades de los millonarios y los militares. Es Colombia y los epígonos de una concepción foránea que prefieren ocultar en el culto cerrero, la convulsión que a pocas cuadras de sus casas se vive.
Obsesionado con los infortunios  de la ciudad y sus habitantes, con la simulación que disfraza el drama interior y las vidas moldeadas por rituales sociales que esconden vacíos; Darío Ruiz Gómez en todos sus libros ha sido fiel a una escritura siempre a contracorriente a los esnobismos y las imposturas.  Con Las Sombras, su obra alcanza una madurez en la que cada frase condensa una descarnada lucidez en el retrato de lo sórdido y lo sublime, en el penetrante dibujo de la tumultuosa calle y el íntimo registro del universo personal.

Con una escritura que no hace concesiones a las truculencias y el desgreño estético, Las Sombras, deberá leerse para comprender el endriago oscurantista que asoma de cuando en cuando; como el daguerrotipo de un tiempo al que hay observar con el pleno de luz, para confirmar  que toda gran novela, como lo es ésta, es una instantánea irrebatible del misterio de  lo humano.