Un recuerdo santero de Celina González

En honor a Celina González, la famosa cantante cubana, recientemente fallecida a sus 86 años, publicamos el siguiente texto del poeta y ensayista colombiano Jorge Eliécer Ordóñez.



Por Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz

Para Guillermo Bustamante y Alejandro Ulloa, en santería

Por los días de la gran timidez, quiero decir esos años eternos del acné, gallos en la voz que se acomoda a su nuevo estatuto de hombre y veleidades hormonales que más de una pena nos infligió en sociedad, apareció, como de la nada, Ángela Palomares, una trigueña del Cauca, con lunar en el rostro y piernas monumentales. Verla era sufrir un poco, había que hacerle esguinces de calle, inventar escaleras para mirarla en las noches, iluminada por un tenue farol. Los días, como si nada, igual, los meses. Parecía que las palabras se habían fugado como pájaros ariscos. Verla era palidecer, tragar saliva y no saber qué decirle a sus ojos profundos, a su cabello, muy negro y ondulado, en los crepúsculos de una ciudad de catedrales blancas y poetas atrapados en cada alcázar. Ángela Palomares flotaba en una atmósfera de misterio inalcanzable.
Cuando finalizaba el año 67, las doce campanadas tocaron el advenimiento del nuevo; sonaron tres golpes fuertes en mi casa, diagonal a la suya. Dios me ampare: era Ella, poderosa como un oleaje en el rostro. Dijo con una voz robada del Paraíso: vengo a desearte el feliz año y a que bailemos esta canción. Traía un acetato de 78 revoluciones. Trémulo, alelado, disparado hacia la vieja radiola coloqué el incunable. Tres vinos previos me envalentonaron un poco, así que tomé a mi princesa por el talle y bailamos Santa Bárbara Bendita. Creo que Changó vino en mi ayuda, y con él toda su santería, porque cumplí, de manera más que honrosa, ese lance furtivo que me obsequió la vieja noche del milagro. Finalizada la efímera e infinita rumba me estampó un beso, entre labio y mejilla y dijo lo que suele decirse para la ocasión. Fugaz, como un ave exiliada, atravesó el corredor hacia su casa, llena de misterios. Sobra decir que en los próximos 365 días se repetiría mi soledad, mi absoluta cobardía para conquistarla, pues tenía un absurdo contrargumento: no sabía qué decirle, así que prefería verla, de manera subrepticia. Ella, entretanto, repitió su hazaña los tres nuevos años siguientes, fecha que se volvió emblemática para mí, resignado a escribirle mis primeros cuadernos de versos, en una suerte de sublimación secreta de ese amor primerizo, salvaje, cobarde y fugitivo. Ángela Palomares me hizo amar a Celina (y por contera, a Reutilio), a quienes cada vez que escucho, les agradezco la humedad que ponen en mis ojos y el temblor que arrecia en algún rincón de lo inefable.
Celina se apaga, dice la escueta nota de algún periódico de provincia; a su lado, una fotografía de la cantante, ya octogenaria, con el gesto y los ojos perdidos en el sinfín de una pared. La observo como quien estruja un fósil y una energía singular me recorre la médula. Yo bailé su música, a principios de los 60, niño aún, antes de Ángela Palomares, asomado a esas santerías que no entendía pero que viajaban desde el zaguán hasta el patio, desde la cocina a los corredores con novios y veraneras. El culpable fue Pedro González, un negro del Cauca, a la sazón, compañero sentimental de una prima de mi padre. El hombre llegaba con sus acetatos (long plays, decíamos)  de música cubana y puertorriqueña, a los bautismos y matrimonios, grados y cumpleaños, de los barrios populares de la ciudad; otras veces, eran las parrandas familiares, el título del equipo amado, o las pascuas de semana santa o navidad. Cualquier cosa era un motivo para “castigar baldosa”, así que por esa pasión melómana llegaron a mi oído las congas de Matamoros, las bombas y las plenas de Cortijo, las guarachas y boleros de la Sonora Matancera, los sones y danzones de Aragón, el trío La Rosa y los Guaracheros de Oriente. En los intervalos un “celinazo” venía bien, era una fusión entre mística y pagana, porque Santa Bárbara y Changó se fundían en los acordes del tres cubano, con fondo de percusión. Qué voz más cristalina, qué cadencia sensual, qué ritmo entre tambores.
Con Celina González dimos los primeros pasos en las baldosas combinadas, ensayamos las incipientes declaraciones de amor, cuando   le susurrábamos a la pareja: oye pedacito de mi vida  yo te lo suplico mi amor, no hagas desdichado a mi corazón.
Después de las rumbas familiares, que duraban una eternidad, por allá en los días azules de diciembre, con olor a juguete y ropa nueva, esas músicas, cocidas en el barrio, igual que el sancocho de río, nos empezaron a perseguir en otros sitios: desde el teatro popular, antes de la película, hasta los kioscos, donde se tiraba paso de sol a sol, pretexto para que la Flaca y el Carnicero, se lucieran como antílopes en floración. Luego, en el bus urbano, con estribillo de locutor estentóreo, hasta las discotecas y luego, viejotecas, a donde llegábamos, los menos catanos, a ver danzar a los virtuosos, con guayabera y zapato combinado.
 Si Celia Cruz fue la reina-rumba de las noches, Celina sintetizó nuestra piel campesina, o guajira, como dicen los antillanos, porque nos removió el santoral católico en sincretismo con las deidades africanas. Sus tonadas son sencillas, jamás simples, llenas de color y de paisaje; expresan el amor y el trabajo, a veces la seducción, como en esa pieza memorable, creo, la primera en la que una mujer busca seducir a un hombre: Cita en el Platanal; a veces, una contra para la brujería: me tenían amarrá con p, me tenían pero me solté, cuando no, una plegaria a la Virgen del Carmen o a la Caridad del Cobre.   
Canta -así en presente- la señora Celina, con su esposo Reutilio, a puro son de vida, a ritmo de cosas cotidianas, con sus vestidos floreados y ese chorro de voz que sigue cayendo en nuestro patio para hacer florecer nuestros imaginarios. Qué bueno, qué bueno, canta Celina, dice una de sus tonadas, qué bueno, que siga cantando en medio del desierto, digo yo, atado a estos amables recuerdos.
Celina González siguió la rumba y el rumbo de una tradición centenaria: “La Habana fue como lo ha sido siempre todo puerto marítimo muy frecuentado, famoso por sus diversiones y libertinajes, a los que se daban en sus luengas estadas la gente marinera y advenediza de las flotas junto con los esclavos bullangueros y las mujeres de rumbo, en los bodegones de las negras mondongueras, en los garitos o tablajes puestos por generales y almirantes para la tahurería….cantos, bailoteos y músicas fueron y vinieron de Andalucía, de América y de África, y la Habana fue el centro donde se fundían todas con mayor calor y más polícromas irisaciones”  (Citado por Alejo Carpentier: La Música en Cuba, p. 59, quinta reimpresión, 2004, F.C.E.).

Sincretismo, encuentro de culturas, diálogo sostenido, allende los mares, para que nuestros rituales de iniciación tuviesen esa impronta que huele a caña, a solar, a tambor pregonero, a voz insular, resonando en la memoria.