Publicamos el texto “Tango y bolero” de la autoría
de Mauricio Botero, perteneciente al libro Ensayistas
bogotanos que recoge trabajos de diez autores nacidos en la capital: Juan Gustavo Cobo, Mauricio Botero
Montoya, Santiago Mutis Durán, Gabriel Arturo Castro, Federico Díaz-Granados,
Oscar Torres Duque, Mauricio Contreras
Hernández, Omar Martínez Ortiz, Gonzalo Márquez Cristo y Santiago
Espinosa.
La obra fue compilada y prologada por el narrador y
ensayista José Chalarca e ilustrada por el maestro Fernando Maldonado.
Tango y bolero
Por Mauricio
Botero Montoya
El
Tango es de la noche. Tiende hacia la madrugada como si buscara la luz tras una
vigilia de sombras. Es masculino o en cualquier caso concita la solidaridad
viril del hombre. Evoca el paso del tiempo, el destino, la deslealtad amorosa.
Su lenguaje es expositivo, sumarial, como si quisiera resarcirse con la palabra
exacta, a sabiendas de que si no lo salva eso no lo salva nada. Ni siquiera el
amor, «que es eterno mientras dura» según Vinicius, poeta de la Samba, ese
ritmo con la tersura cadenciosa del bolero y la nostalgia narrativa del tango,
de la que él mismo decía: «la Samba sin tristeza es como la mujer que sólo es
bella». El tango filosofa, es pedagógico, deja una enseñanza. Como en la ópera,
dice la última palabra, esa suave venganza de la inteligencia frente a las devastadoras
derrotas de la vida. Aún en pleno autoflagelo y al hacer ostentación de
debilidad, no oculta el orgullo de su lucidez. Trasmuta el dolor en música con
razonables palabras, preludiando la afición argentina por el psicoanálisis.
Busca solidaridad de género y tiende al esbozo ligeramente sociológico, en él
cabe el juez, la amistad, el barrio, la lucha de clases, la policía. Es un
compendio de cultura para quienes no tienen otros compendios. Y necesita de
oyentes cómplices al recapitular, con efectismo, algo que ya trazó su parábola
vital. De él han dicho que es un caso de comisaría con música. Pero hay que
hacer la salvedad de que su retórica no es demagogia, pues quien discute
consigo mismo no pretende que el vecino tome partido.
En el tango Mano a mano un hombre recapitula
su vida con una mujer. Sabe que le ha fallado. Sabe además que para ella es un
«otario», un descriteriado, un necio. Y que ella lleva (quizás en silencio) la
cuenta de sus faltas. Una cuenta femenina, detallada.
Pero piensa también que él la ha amado, que le ha
proporcionado alguna dicha. Le dice entonces que no se deben ya nada el uno al
otro. Que cree haber quedado «mano a mano», pero que si quedase alguna deuda
chica: «en la cuenta del otario que tenés me la cargás». Así alude a la
contabilidad secreta de esa mujer que prefiere anotar las fallas antes que
olvidarlas. En el tango, en las crisis más adversas, el hombre descubre en sí
suficiente coraje para compartir el dolor con una mina (mujer) traicionada por
una rosa. Aunque justo él sea la ocasión de esa rosa. Hasta en eso es
solidario.
El bolero suele estar antes del hecho amoroso del
cual es instigador. Busca la penumbra. Es un idilio al que no le urge terceros
para existir. Es la rosa. Utiliza arteramente susurros de seducción.
Tiene agendas secretas y para lograr su propósito: la dama es una diosa a la
que nunca se «ha dejado de adorar» como en Perfidia, o
es «cosas como tu son para quererlas». «Cosas» ¡y ni las feministas se
enfadan! Difícil hallar en él a la mujer intermedia entre cosa y divinidad;
mientras como en el tango Malena el hombre confiesa su admiración
por ella como persona sin más.
El bolero menos descriptivo logra que un ripio como:
«cual calcomanías en mitad del alma» –cual improbable fantasma con tatuaje–
también pase con impunidad la aduana racional en rítmico elogio debido al
hechizo de lo que llamamos estar «tragado» del otro. Otras culturas intentan
robarle la música pero no pueden trasvasar bien su letra ni las del tango. Así
una despedida trágica como el Adiós muchachos al traducirse al inglés,
se minimiza en piropo sedoso para la pareja de baile en la voz profunda de
Louis Armstrong. El melodrama del bolero Sombras «quisiera abrir
lentamente mis venas, mi sangre toda verterla a tus pies...» se siente como un
charco de hospital en cualquier otro idioma.
El bolero afín a las penumbras cultiva la calidez
del entresueño. Su momento propicio es el atardecer, bronceado de luna, no
tolera el innecesario sol de las madrugadas. Es femenino sin que eso le impida
ser machista. Posee la tesitura del momento mágico anterior a la seducción.
Promete con generosidad lo imposible. Apela no tanto a la lucidez de la lógica
despierta sino a la resonancia afectiva de la persona amada. Pretende ignorar
que «amar es practicar una religión cuyo dios es falible», según ese tanguista
Jorge Luis Borges. Y, como tiende al frenesí, no le preocupa la enormidad de lo
que promete, cielo y tierra, pues incumplir en ese momento de entresueño es
imposible y además ni la realidad ni el futuro importan porque no existen. Solo
vive su propia embriaguez, mientras el tango amanecido insiste en el ascetismo
expositivo de la comprensión y en la inútil coherencia de la sobriedad.
En el bolero predomina la melodía sobre la letra
cuyas metáforas son puentes al ensueño. Desvestido de música sería apenas una
antología de lo cursi pero su suave ritmo da el necesario permiso a la emoción
de agotarse en efluvios caprichosos y de perderse en los desvaríos de los
sentimientos arbitrarios como en el genial bolerista norteño Cole Porter... En
ese frenesí decepcionar es el secreto de la seducción y la lógica es un recurso
helado de los que carecen de sentimientos razonables. Mientras el tango lleva
en sí un ruido de corazón destartalado. Y, buen porteño, no teme conjugar
sustantivos como el tanguista que se emburdeló para olvidar el mal de
amor.
El tango es una alegoría que presiente que lo bello
es el primer eslabón de lo terrible aún si su música, ya cosmopolita, omite la
letra que le dio vida. Pero igual influye así en el patetismo de la Piaf, esa
bolero-tanguista francesa, cuya voz como una blasfemia azota la indiferencia de
los ángeles.
En El día que me quieras, raro tango de
expectativa y no de recuento, Gardel arriesga una razón de por qué ama a una
mujer: «ella aquieta mi herida. Todo, todo se olvida», lo que revela
tanto de él como de ella. Y resiente «esta pasión que lastima, este dolor que
no pasa», evocativo de «es el amor, tendré que esconderme o que huir» del
enamorado Borges.
Dado al entresueño el bolero desconfía de la
vigilia, tiene la sensualidad íntima de su carácter latino y caribe, mientras
el tango divide sus penas compartiéndolas como un sujeto escarmentado. Mira
hacia atrás. Es narrativo. Es bailable y escenificable para beneficio de
terceros. El bolero por contraste aborrece la escenificación, se baila mejor en
un rincón, como táctica de seducción en su perpetuo ánimo conquistador.
Y cuando la seducción falla el galán despechado
revela la conjura: «Total, si me hubieras querido ya me hubiera olvidado de tu
querer…Total, si no tengo tus besos no me muero por eso, yo ya estoy cansado de
tanto besar…» Como el bolerista cree que el odio duele menos que el olvido, cuando
hay ruptura el amante despechado exige: ódiame por piedad yo te lo pido,
ódiame sin medida ni clemencia, odio quiero más que indiferencia, porque el
rencor duele menos que el olvido. Pero el bolero que revela mejor su
engañosa estrategia es el del amante que tras el logro de su pasión, confiesa:
«Ayer te vi pasar y al quererte llamar / la verdad es para que te asombres /
que a pesar de lo mucho que te amé, / ¿lo puedes tu creer? Se me olvidó tu
nombre».
Si el bolero cultiva ilusiones y el tango
desengaños, si uno es preludial y el otro tiende a la recapitulación; no
tenemos que elegir entre la noche y el día, entre el momento amoroso y la prosa
de su desenlace. Aliviamos en ellos el dolor de estar vivos amparados por la
melodía, el sentimiento que reconstruye al mundo en su canto y el sueño que
equivoca su vigilia.
Mauricio Botero Montoya nació en Bogotá en 1948. Estudió
filosofía y escribió varios libros de historia contemporánea. Fue profesor e
investigador. Conferencista en diversos centros educativos de Europa, Estados
Unidos y América Latina. Ha sido representante de las universidades al Consejo
Nacional de la Televisión Colombiana y delegado ante la ONU en Ginebra, Suiza;
así como Cónsul General de Colombia en Argentina y República Dominicana.
Entre
sus publicaciones resaltamos: La herencia del Frente Nacional con
prólogo de Alfredo Vásquez Carrizosa (1986), El MRL con epílogo de
Alfonso López Michelsen (1990). Autor de: Otto el vendedor de música, No vi
otro refugio, El baile de los árboles. En la actualidad es columnista del
diario El Nuevo Siglo. En 1994 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo del
Ministerio de Cultura.