Publicamos aquí el Prólogo del libro Cronistas
bogotanos, de reciente aparición, editado por la Colección Los
Conjurados con el apoyo de IDARTES. La imagen de portada, “Hombre dibujando un
río de sangre”, es de autoría del artista antioqueño Germán Londoño.
Por Olga Sanmartín
Parecería inútil, todo un despropósito, concebir la
idea de lanzarse a editar una antología de crónicas periodísticas, ese género
que en Colombia está demodé, que es despreciado y depreciado por gerentes con
ínfulas de editores, por editores enceguecidos por el síndrome de la chiva y
por esa nueva especie de ratones de biblioteca, entusiastas lectores de notas de actualidad y pie de fotos del jet
set.
Hoy, lastimosamente, resulta casi milagroso toparse
con una crónica en las páginas de la prensa nacional, porque los buenos textos,
a ojos de los editores modernos, ocupan demasiadas hojas y resultan poco
atractivos para este mundo actual que ya no lee.
Es por eso, entre otras muchas razones, que la
publicación de esta antología de crónicas escritas por bogotanos cobra mayor
relevancia, es más apreciada y se convierte en un acto de valentía editorial al
que ya nadie quiere apostarle; este compendio de textos maravillosos demuestra
que el periodismo debe trascender la gélida tarea de narrar los hechos, casi
con la misma y tediosa mecánica que los obreros usan para empacar salchichas o
los cajeros para contar billetes. La crónica, el género periodístico más
cercano a la literatura, evita ese desastre periodístico y rescata las
percepciones, la reflexión, el juicio, la agudeza y los sentimientos de quienes
viven los hechos para luego contarlos de manera intensa, profunda, sentida.
Si la crónica en Colombia, un país que habita al
borde del abismo, aún tuviera la vigencia y la importancia de otros tiempos no
tan lejanos, los periódicos y las revistas dejarían de tratarnos y de tratar
los hechos con la distancia y frialdad propias de las estadísticas, los
números, los porcentajes, las listas... Entonces, los hechos –violentos,
trágicos o felices- serían narrados con nombres propios, pintados de colores
oscuros o vivaces, pero siempre, y en todo caso, el ser humano y sus avatares,
los aconteceres y las noticias nos tocarían de cerca y excitarían nuestras
emociones.
Este compendio de doce textos, publicados en
diversos medios escritos, en momentos y tiempos diferentes, espejo de muchas realidades
que nos han devastado y que nos han alegrado, tiene tanta vigencia hoy como la
tuvo cada historia divulgada en el pasado. Esa es la magia de la crónica. Los
elegidos, no por ausencia de otras muchas plumas maravillosas, nacieron en
Bogotá y han trasegado este género por años.
Jorge Enrique Botero, con su magistral texto titulado
“Sombra nada más”, da testimonio del cruel destino que persiguió a Martín
Sombra antes de convertirse en guerrillero: un niño que como tantos otros fue
víctima de la violencia de los cincuenta, del hambre, de los políticos, del
sistema y, para enredar más el asunto, de la que creía su salvadora, una monja
aparentemente inocente que bajo sus hábitos escondía los más bajos
instintos.
El villano de la máscara azul es el texto en el que Daniel Samper Pizano acude a la memoria
para desenterrar una anécdota de su niñez en las arenas del pancracio, donde el
mejicano Blue Demon, ícono de la lucha libre, se convirtió en su obsesión tras
propinarle a su padre un “agravio” inolvidable. Con el humor que le
caracteriza, Samper aprovecha este pasaje de su vida para hacer un retrato de
la época de oro de la lucha libre en Bogotá y de sus míticos personajes. En
estas líneas, la versión mexicana de la lucha libre olímpica de la antigua Grecia
está magistralmente descrita.
Iván Beltrán Castillo, en su crónica titulada “La rebelde más
vieja de la Tierra” –entrevista a Débora Arango– le da vuelta al calendario y
la toma a ella de la mano para invitarla a reflexionar y a desentrañar el
tiempo. Un paseo por la vida de “la pintora más vieja de Colombia”, que a sus
96 años y pocos meses antes de partir, le concedió al periodista su última
entrevista, una suerte de encuentro mágico, revelador e intenso; una visión
honda, sagaz y algo onírica de esta rebelde que escandalizó al país con sus
pinturas de desnudos y que, sin atisbo de arrepentimiento y con cerca de un
siglo de vida a cuestas, entre otras maravillas, afima: “Me quedé soltera
porque descubrí que la pintura y el arte son unas pasiones más dignas que el
amor y sus desdichas…”
Después de leer la crónica de Antonio Morales Riveira, la milenaria Pompeya no debería pasar
inadvertida ni para el más apático de los turistas. En su texto, Morales se
sumerge en las ruinas de la ciudad y les da vida, como si una máquina del
tiempo lo transportara al siglo I: “Entro al gran foro y ya no soy yo. O tal
vez sí. Me veo romano, lanzo las faldas de mi túnica sobre los hombros, camino
distinto, los aromas no me huelen a viejo sino a día a día, a cotidianidad urbana.
(...) No es el rictus de la muerte lo que se reconoce en esas caras y esos
cuerpos. Es el instante del paso de la vida a la muerte que no es lo uno ni lo
otro…” Un derroche de imaginación y
discernimiento.
“El caso número 11” es el título de texto de Javier Osuna Sarmiento, la historia
macabra pero milagrosa de Rubén Montes, un hombre apacible y dedicado a la
reparación de electrodomésticos, a quien el destino le cruzó una daga mortal el
27 de mayo de 2004. Sobreviviente excepcional de las torturas y los múltiples
intentos de asesinato por parte de los paramilitares del Bloque Héroes de los
Llanos Orientales, que masacró a más de seis mil personas, hoy, con la vida
destrozada, Rubén alza la voz para que sean develadas las mentiras de sus
victimarios y recompensados, al menos en parte, sus derechos vulnerados.
Radiografía de una pesadilla de la que pocos despertaron y que,
irremediablemente, sigue asaltando el sueño de los colombianos.
“Mientras dormía, sintió que un soldado deslizaba la
mano por su espalda hasta colocarla en la parte superior del pantalón. Ciro
Velasco se despertó, intentó dar media vuelta para lanzar un puñetazo pero el
soldado lo retuvo con todo el peso del cuerpo, le tapó la boca con una mano, y
con la otra le empezó a bajar la bragueta…” Así comienza su crónica Diana María Pachón, “La historia del
soldado que se convirtió en mujer”, relato desolador de uno de los secuestrados
por la FARC en 1998. Violado en
cautiverio, se transformó en mujer y desde su liberación en 2001 vive una tragedia
peor a la de su secuestro. Es la historia de Ciro o de Sandra, según se
prefiera, pero es también la de otros soldados secuestrados y liberados, y de
nuevo abandonados y olvidados, cuyas vidas quedaron suspendidas para siempre.
Asdrúbal es otra víctima de las fuerzas oscuras del
Estado colombiano. En su crónica, “Luis Asdrúbal Jiménez: Motivos de exilio,
razones de vida”, Mónica del Pilar Uribe
registra su desastre desde Londres, ciudad que lo acogió, después de sufrir un
grave atentado en 1988. El padecimiento de este abogado, que quiso defender a
los trabajadores de los atropellos de la bananeras en Urabá, se postergó por
más de treinta años, cobró la vida de sus hermanos y, con el paso del tiempo,
la de él mismo. De poco valieron sus denuncias: el Estado colombiano desconoció
los fallos y lo condenó al destierro perpetuo.
En “El hombre más rápido del mundo en la ciudad más
lenta de la Tierra”, Germán Hernández
registra la visita a Bogotá de Michael Johnson, en 1993. Marcada por la ironía
y el humor y narrada de manera detallada, puntual y extraordinaria, rastrea el
periplo del velocista por la ciudad que fue capaz de convertir a una liebre en
una tortuga. Deliciosa crónica de un despropósito.
Fueron muchos los periodistas que se desplazaron
para registrar la apocalíptica tragedia que borró del mapa a Armero, pero pocos
la rastrearon pasado el tiempo. En “Llueva llueva y caiga arena”, Carlos Mauricio Vega recogió por cerca
de tres años los testimonios de varios sobrevivientes en los campos de refugiados.
Con ellos y a través de un personaje principal, tejió esta conmovedora radiografía de los momentos de terror que
fracturaron la existencia de los armeranos. “Sólo entonces supimos que el
mundo, tal como lo habíamos conocido, había desaparecido y era otro…” Y para
siempre fue otro, porque la catástrofe se hizo sempiterna en los campamentos
donde la hecatombe no era de barro ni de agua ni de lava sino de ignominia:
“Mejor nos hubiéramos quedado entre el fango con los demás muertos, o con los
muertos del cementerio que fueron los únicos que sobrevivieron”. Retrato
revelador, hondo y estremecedor.
Amparo Osorio, en su poético texto titulado “Que la
tierra te sea leve”, rescata de entre las tumbas el epitafio, aquella frase
puntual y última, a veces estremecedora, otras cínica, alegre, triste o
irónica, que intenta, desde tiempos inmemorables, inmortalizar la esencia de
los que ya no tienen cuerpo; galería de epitafios, palabras omnipotentes que vivifican las ánimas, en
este caso de hombres y mujeres cuyos huellas indelebles se retratan en las
lápidas de los cementerios. Se emplazan los
epitafios de Richelieu, Simón Bolívar, Alejandro Magno, Julio Cortázar,
L. V. Beethoven, William Butler Yeats, J. L. Borges, William Butler Yeats, William Shakespeare,
entre muchos otros, que de nuevo y a través de este texto alzan sus voces.
En la historia de “Chaín, el mago”, de oficio
pescador y enterrador de los cadáveres que fueron arrastrados por la corriente
de los ríos Satinga, Sanquianga y Patía hasta Bocas de Satinga, un pequeño
pueblo de Nariño, Alfredo Molano
pone en evidencia la barbarie que azotó la zona durante los enfrentamientos por
el control territorial entre guerrilleros y paramilitares. Chaín es el único
hombre de la región que se ocupa por darle santa sepultura a tanto NN.
Radiografía de la barbarie paramilitar y de la indolencia e indiferencia de las
autoridades de una nación curtida por la violencia.
Y si fue negro el destino que corrieron, y
probablemente siguen corriendo, los cadáveres de los asesinados a manos de los
paramilitares, Hollman Morris, en su crónica “Los resistentes”, desnuda la
verdad cruel que enfrentaron varios sobrevivientes del Urabá chocoano,
desplazados salvajemente de sus tierras por las autodefensas. Se llamaron “los
encaletados” y fueron decenas de familias campesinas agazapadas en cambuches,
en medio del monte en cercanías del río Atrato, donde por tres larguísimos años
los acompañó el hambre, la muerte, las enfermedades, el miedo, el Estado
ausente y dos grandes enemigos, el Ejército y los paramilitares. No sin
razones, prefirieron autodenominarse “los resistentes”. Crónica de una barbarie
que nadie vio.
Todas estas historias deberían
obligarnos y motivarnos a recuperar el género de la crónica, por respeto a los
lectores que aún se dejan seducir por la magia de las palabras, por las
historias bien contadas, las que trascienden el registro de la escueta noticia
y los apuntes de revistas, periódicos y redes sociales. Para quienes todavía se
atreven a apostarle a la imaginación, para los amantes de la aventura, de la
minucia, de las emociones... Para
aquellos que dejan atrás la inmediatez de los hechos para sumergirse en
alma de los acontecimientos.