Publicamos a continuación un fragmento de la deleitosa
novela Fantasmas para noches largas
de la escritora colombiana Martha
Cecilia Rivera, recientemente publicada por la Colección Los Conjurados. El
libro fue ilustrado por Ángel Loochkartt.
Las
capas de luz se deshicieron poco a poco, sucesivas. Quizás agotadas tras
finalizar un día de asuntos inciertos, una después de la otra se desprendieron
despacio. No obstante, cada una desapareció de una sola vez como una paradoja
intencional que se diseñó para engañar al ojo humano. Primero se descolgó el
brillo. Ya nada se reflejó en nada y los objetos se vieron mustios. Después,
todo se quedó igual durante un momento. De pronto se desdibujó el contraste
entre los colores. Quizás cada uno se aferró a esa película invisible que los
hace nítidos pero acabaron por perder la batalla de cada tarde y ahora lucieron
como versiones deterioradas de sí mismos. Más adelante se esfumaron los
contornos. Nada tuvo más un borde preciso, ni hubo líneas definidas demarcando
dónde cada cosa comienza o termina, de la misma forma como ocurre con las
circunstancias de la vida.
Ajena al
deber de perder identidad entre las sombras que ya venían, una carta refulgió
en su color blanco. Delgada, de una sola página, se sacudió por el temblor de
unos dedos y perdió su textura lisa. Perturbado, el padre Alfredo Sagrario la
leyó de nuevo. Incrédulo. En esta ocasión imprimió a cada palabra una
entonación que quiso ser casual pero resultó dramática. El sonido de su propia
voz no apaciguó su angustia. Vacilante, la releyó en silencio por tercera vez,
o cuarta, y la abandonó sobre la mesa. Se sintió confundido. Emitió un suspiro
casi a voluntad. Casi con significado. Se levantó y se desplazó a lo largo de
su celda con pasos pausados. Sus piernas temblaron. Ahora se sentó en el borde
de su cama. Mesó sus cabellos, respiró profundo y se levantó de nuevo. Miró en
derredor sin saber qué buscar y sin razonamientos. El contenido de la carta
pareció crear un eco sin palabras en medio de su cerebro. Una vez y otra, y
otra y otra, en su mente reverberó una única frase con la potencia de un
altavoz y causó todas las veces el mismo impacto. “La respuesta de un
sacerdote”. Se sintió enfermo. Su celda pequeña de cura sin jerarquía y pobre,
pareció incapaz de albergar su conmoción interna. De nuevo se sentó en su cama.
Se incorporó enseguida. Se acomodó en su silla. Se levantó. Sin pausas, en
forma automática. Sin sosiego. Una sensación de ahogo lo obligó a acercarse a
la ventana. Casi sin aliento, la abrió por completo.
El paisaje limpio y fresco de un jardín
modesto al otro lado lo calmó un poco. Amarillos y violetas, pensamientos
florecientes en macetas de color de tierra lo llevaron hasta ese lugar agrícola
en donde sus propias flores de seguro exhibirían ahora mismo mosaicos
multicolores. Las echó de menos. Añoró el olor a campo húmedo y el sonido del
silencio virgen que solo se escucha en la inmensidad inmóvil del paisaje
agrario. Sintió la falta de su gente ausente. Más que todo, extrañó su antigua
vida sin complicaciones, hecha del café de alverjas en las madrugadas, el
ordeño a las cinco en punto y los bailes de ocasión en plena calle. No hubo en
ese entonces angustias de otros para ser cargadas en su propia espalda. No se
tropezó a cada día con personas condenadas a carecer de calma. Sin embargo se
sintió orgulloso de su nueva existencia urbana y agradeció la gran oportunidad
de su vida, vivir en un lugar cosmopolita y tener experiencias nuevas todos los
días.
Observó de nuevo el jardín con sus pensamientos
y supo que quería quedarse en la gran ciudad por siempre. A pesar del pueblo
que ya no volvió a ver. A pesar de las nostalgias de algunos días. A pesar de
la gente de la vida urbana con todo y sus cartas extrañas. “¡La carta!” La
melancolía se esfumó, y también sus reflexiones, para darle paso a su realidad
urgente. Sintió su sacerdocio, durante un segundo, como un peso enorme. Se hizo
sacerdote para infundir en las personas su propia confianza en un amor mayor
que el de la especie humana y quiso hacer de su ministerio un mensaje de orden
en el universo que ahora desafiaba una carta de alguien de nombre Rebeca
Hidalgo. Breve y directa. Provocadora. Lo único que acudió a su cerebro cuando
la leyó la primera vez fue un pensamiento hereje: “Necesita consultar a un
brujo”. Lo rechazó con energía, casi con las manos, pero la idea persistió,
insistente. Intimidante. Inaceptable. “Se requiere de un brujo”.
Tembloroso, leyó la misiva varias veces
más sin lograr discurrir nada distinto. Supo que un sacerdote no podría
recomendar un brujo en ninguna circunstancia ni en ningún momento. Su ansiedad
aumentó rápidamente. Se arrodilló en su reclinatorio y rogó por inspiración
divina. Meditó. Rogó de nuevo. Regresó a su escritorio y estudió otra vez la
carta con su ortografía impecable y sus letras bonitas. Volvió a sentirse
perplejo. Ninguna respuesta digna de su ministerio se formó aún entre las
células de su cerebro. Buscó en vano en su memoria alguna historia semejante.
Rostros de muchas personas llenas de preocupaciones, junto a sus historias y
sus desenlaces, poblaron su mente pero no ofrecieron pistas. Tampoco encontró
recuerdos de haber discutido el asunto durante su tiempo, todavía reciente, en
el seminario. Nunca preguntó al respecto. No pensó, sencillamente, en ese tema.
Sin saber qué hacer, preguntó para sí mismo qué clase de gente podría ser
Rebeca Hidalgo.
Martha Cecilia Rivera. Narradora y poeta. Nació en Bogotá, Colombia, en
1959. Estudió Psicología en la Universidad Nacional y obtuvo un grado de
maestría en la Pontificia Universidad Javeriana, ambas en su ciudad natal.
Actualmente vive en Chicago, U.S.A, donde escribe acerca de literatura para
varios periódicos y revistas. Su producción literaria ha sido publicada en
múltiples antologías en Estados Unidos, Colombia y España. Sus poemas han sido
seleccionados para presentaciones en algunos de los más importantes eventos
literarios en su ciudad de residencia (Palabra Pura, Poesía en Abril, Guild
Literary Complex) y han ganado varios reconocimientos internacionales (La
fuerza de la palabra, Argentina, 2013). Entre su narrativa se encuentran la
novela Fantasmas para noches largas y el volumen de relatos Ópera de un hombre
que buscaba, actualmente en proceso de publicación.