Fragmento del Capítulo 17 de la novela de Octavio Mendoza
recientemente publicada en Colombia.
JACQUELINE Y FRANÇOISE: AMOR, INQUINAS Y ADIOSES
Por Octavio Mendoza
Tras el rompimiento con Françoise, el mundo de Picasso se reordena en medio
de las nostalgias del abandono. Maya, la hija de Pablo con Marie-Thérése, ya
con 18 años, se transforma en la dueña de casa de la colina Galloise, en el
entorno de Vallauris, y, coincidiendo con esto, su padre se separa en
definitiva de Geneviéve Laporte. Después se sabría que Pablo pretendía ver a
Geneviéve para evadirse, y seguir con Françoise para encontrarse con los niños.
Ambas le dicen ¡No! Y no se trata de chantajes: es la vida real. Falla en esto,
y viene también un quiebre en su arte. Su pintura y su libreta de apuntes se
llenan de monos, payasos, faunos, máscaras de toros sorprendiendo a jóvenes
mujeres. Explorando la vejez, la juventud y la belleza en su arte, descubre a
la joven Silvette por las calles de Vallauris, quien pasea con su novio.
Picasso no puede renunciar al impacto de su cabeza rubia nimbada por una
espléndida cola, y la retrata cuarenta y cuatro veces.
Luego, allí mismo, descubre en su vida, corriendo el año cincuenta y tres,
a Jacqueline Roque. Justo ahora, y en el momento adecuado. Una paloma dibujada
con tiza en uno de los muros de su casa, y una rosa diaria, bastan para
conquistarla. Él tiene setenta y un años y un aura universal; ella veintisiete,
y es asistente de alfarería, hija de electricista y costurera, divorciada de un
ingeniero con quien había vivido en Burkina Faso, África, y madre de una hija,
Catherine Hunt. Vive y trabaja en Vallauris, Mientras Jacqueline se acrecienta
como revelación amorosa para Picasso, mueren sus amigos Derain y Matisse. Va
cada vez menos a la casa de La Galloise, tan ligada al recuerdo de Françoise
Gilot.
Vallauris ha sido un entorno inspirador para él desde julio de mil novecientos
cuarenta y seis, cuando empezaba su relación con Françoise, habiendo comprado
allí, desde esa época, la casa de la colina y un taller. Allí han nacido sus
dos hijos menores, allí es declarado ciudadano honorario, allí ha sentido
acrecentar su genio con una mirada rebosante de confianza entre el paisaje, y,
a partir de mil novecientos cincuenta y cuatro, el lugar acrecienta en él un
sentimiento especial, junto al nuevo amor de Jacqueline. Su figura se convierte
en aliento benéfico para la comunidad, realza su fama, y hasta sus pequeños
actos públicos cobran vigencia, como un chamán de los territorios de su
geografía. Se convierte en el gran inspirador y benefactor de Vallauris, en el
gran señor del arte aparecido bajo el aura del turismo mediterráneo. Desde mil
novecientos cuarenta y siete, hasta su muerte, creará allí cuatro mil piezas de
cerámica. La cerámica mundial será otra cosa, después de él. Junto a su
barbero, camarada y contertulio, el exiliado comunista español Eugenio Arias,
juegan a las cartas, rondan los bares y las corridas de toros de la comunidad,
e improvisa dibujos en las servilletas de los restaurantes para repartir entre
los mendigos del lugar los francos recaudados. Siempre celebrante y sensitivo,
expone allí sus cerámicas, junto a otros artistas, y le inspira la cercanía a
la gente sencilla, razón que ha tenido antes para donar a la ciudad el bronce
que la humanidad conocerá como El hombre del cordero, hoy en la Plaza de la
Iglesia, junto al mercado de frutas y verduras. Confirma su afecto con la
creación del Museo Nacional Picasso de Vallauris, en una iglesia románica del
siglo doce. Instala, en mil novecientos cincuenta y cuatro, los grandes paneles
que él llama La guerra y la paz, tras un gran trabajo de preparación de varios
años. ¡Y tantos dibujos regalados a su barbero Eugenio Arias permitirían a éste
donarlos a su villa natal para la creación en España del Museo Picasso de la
ciudad de Buitrago!
Al morir Olga, la esposa rusa de quien, por conveniencia mutua, no se había
separado formalmente, surge una imagen: ella se despide de este mundo sola en
una clínica de Cannes, con su corazón hambriento. Picasso paga sus cuentas
finales, como todas las que le ha pagado en vida, y deja que su hijo Paulo la
entierre. Luego se une a Jacqueline. Paulo hereda a su madre, y ya no será más
el chófer de Picasso, pero bebe mucho, tratando de llenar de significados su
vida, luego de tantos desaires de su padre, quien ya ha comenzado la serie de Las mujeres de Argel, porque cree ver un relámpago visionario de Delacroix al
adivinar en esa obra la imagen de Jacqueline. Y, en sus versiones, su nueva
mujer ocupa el lugar principal, decenas de veces.
Ella es la última mujer de su existencia, y así comienzan los veinte años
finales de Picasso: con lo que parece una sucesión de órdenes del destino. Se
casa con ella en el ayuntamiento de Vallauris, corriendo mil novecientos
sesenta y dos, con dos únicos testigos, y una señora de limpieza como único
público. Qué hacer. El amor no daba espera, pero la ceremonia se lleva a cabo
en el mismo lugar donde se han casado, trece años antes, Rita Hayworth y el
príncipe Alí Kahn. Luego, en Cannes, los dos encuentran su casa La Californie,
en el barrio residencial del mismo nombre. La casa se abre a la bahía y a las
visitas de glamour (Luis Miguel Dominguín, Simone Signoret, Ives Montand, Gary
Cooper). Son los tiempos en que se filma El
misterio Picasso, y los tiempos en que el mundo descubre que casi todos los
movimientos artísticos del siglo (sin olvidar el diseño gráfico, el cómic y la
cerámica), incluyendo la abstracción, el arte pop, la neofiguración y el
expresionismo abstracto, se han derivado del chamán español. Mondrian, Malevich,
Pollock, Gorki, Hartung, Soulages, Tapiés, De Stael, Fautrier, Dubuffet, Bacon.
Los que faltan. Todos. Picasso es en este momento la conciencia mundial del
arte. ¿Y Dalí?
Dalí, habiendo
regresado a Cataluña desde el año cuarenta y nueve, tras recibir críticas
políticas por vivir bajo la dictadura franquista, había vuelto a exponer con
los surrealistas, incluyendo al buen Miró, entre desacuerdos con Breton. Ya se
convertía en una de las influencias del Pop art, y se interesaba por espirales
logarítmicas, el ADN, el hipercubo de sus crucifixiones y demás geometrías
divinas, y empezó a trabajar en su teatro y museo personal, pero también
celebraría en el sesenta y ocho la persistencia liberada de Gala en sus sueños,
regalándole el hermoso Castillo de Púbol, tras años de remodelaciones, eso sí,
teniendo que firmar un documento, exigido por ella, por medio del cual él se
comprometía a no entrar en el castillo sin su autorización, o corría el riesgo
de que la pillara con una recua de hippies a quienes favorecía. Gala no era
tonta, pese a su edad; quería, quizás, protegerse contra lo inesperado: que
Dalí, en cambio de ponerse airado, le rapara los peludos que invitaba. Ya la
vida del catalán se nutría de tantas fantasmagorías deliciosas, que el mundo lo
amaba más de lo que él mismo se amaba, Había declarado: “Si muero, no moriré del
todo”. Montmartre tampoco se resistió a su genio, y lo celebra, desde entonces,
con el museo dedicado a él: L´Espace Salvador Dalí, cerca de la Place du
Tertre.
Pero Picasso, en
estos años, ya se le ha adelantado en regalos millonarios a su mujer: ha comprado,
con el gusto de Jacqueline, el descarnado castillo de Vauvenargues, (villa
próxima a Aix en Provence), situado entre la visión soñadora de una boscosa
área verde, junto a la montaña de Santa Victoria, tan ligada a Cézanne. Su
adquisición es un lujo histórico entre el rumor de la savia, y la pareja se ha
establecido allí con sus bártulos, y también con cuadros de Modigliani,
Matisse, Braque, entre otros, y esculturas del propio Picasso. Luego adquieren
su casona de Mougins, pueblo cercano en forma de caracol, cerca también de
Cannes,(para curar a la mujer de su aburrimiento en el monacal Vauvenargues).
Su turismo entre colinas, flores, esencias y siluetas del horizonte marino, son
ya familiares para Cocteau, Edith Piaff, Jacques Brel, Saint Laurent y Dior. En
esta casona, que se conocerá como Notre-Dame-de- Vie, situada frente a la
capilla del mismo nombre, Pablo guarda toda la gigantesca obra de que dispone.
Pero es en
Vauvenargues donde, junto a los continuos retratos de su última diva,
reelaborará a su manera Las Meninas
de Velásquez y la obra de Manet. ¡Cómo no comenzar con El almuerzo campestre! También, con su inacabable energía, a los 81
años inicia su “mala pintura”, tan de moda entre artistas del momento, y su
personal dripping (para no dejarse
coger ventaja del famoso legado de Pollock). Es una pintura desmañada, veloz,
de manchas, chorreones, raspaduras, improvisaciones, embadurnamientos, y la
efectúa simultáneamente con los conocidos dibujos elaborados con lápices de
colores (donde el trazo es más rápido que el pensamiento). Se sucederán luego
las exposiciones universales de su última etapa en Nueva York y Basilea, y se
verá obligado a refugiarse de tanto visitante. Está en la cúspide, pero
aparecen en 1964 las memorias de Françoise Gilot, Life with Picasso (Mi vida
con Picasso). Por primera vez en muchos años, esto equivale a una tragedia
personal.
Repitiendo sus
reacciones de treinta años atrás, cuando Fernande Olivier publicó sus memorias,
el libro de Françoise, editado en Nueva York, llenó de ira al genio y sacó a la
palestra sus peores sentimientos. De entrada, Françoise Gilot no tenía el mejor
concepto de Jacqueline Roque, y se guardaba para sí misma una opinión que
muchos años después, en el dos mil doce, estallaría en la contundencia de sus
palabras. Para ella, “Jacqueline era una mujer vacía, una estúpida
pequeño-burguesa que carecía de inteligencia, muy posesiva con Picasso. Pablo
estaba feliz porque otra vez tenía una mujer sumisa, que le decía que todo lo
que él hacía era maravilloso, y que nunca lo criticaba.” según lo afirmaría a
Jane Hawley. También diría que “cuando él conoció a Jacqueline, sus mejores
años habían pasado. Antes, con frecuencia, había pintado imágenes eróticas,
pero luego empezó a poner vaginas y anos en cada pintura” (…) “Escuché decir
que Picasso había empezado a tener problemas con su virilidad. Conmigo era aún
muy potente, pero se estaba haciendo viejo. Aunque hubiera querido dejar a
Jacqueline, debe haberlo irritado que su cuerpo lo obligara a ser más fiel que
su pensamiento” (…). Y agregaría: “Yo siempre había invitado a Maya, Paulo,
Claude y Paloma a que fueran amigos. Pero Jacqueline quería a Picasso todo para
ella”
Cuarenta años
pasarían para que Françoise diera estas declaraciones explosivas, en el dos mil
doce. ¿Decepción o realismo? Qué se podía hacer. Pero su libro, publicado en
mil novecientos sesenta y cuatro, cargado de franqueza, era algo menos que una
diatriba, según se viera. A decir verdad, ella también retrata allí los
maravillosos años vividos con el pintor en París tras el fin de la guerra, la
emoción de ver en ejecución su creatividad, su gracia personal, sus comentarios
brillantes, aunque las contradicciones de su carácter, sus palabras
imprevisibles, arrojadas sin incienso, rozaban la crueldad. Él se podía
transmutar de hombre tierno en hombre tiránico, que ejercía la impiedad y el
acoso físico y mental, hecho derivado, con probabilidad, de su condición de
talento superior que habitaba en un cuerpo con todas las contingencias humanas.
Y luego aparecieron los efectos en las vidas, en los cuerpos sangrantes que, al
final, todos somos. Esas memorias de Françoise fueron un golpe para el orgullo de
Pablo. Él trató de impedir la edición francesa, también protestaron sus amigos,
incluso la misma Fernande Olivier y, aun así, la obra fue un best-seller.
Jacqueline enfermó, a Picasso le apareció una úlcera de la que tuvo que ser
operado el año siguiente, e hicieron nueva aparición su tiranía y su desprecio
al decidir, en represalia, no volver a ver a sus hijos habidos con Françoise,
Claude y Paloma. Las puertas de Notre-Dame de-Vie se cerraron para ellos,
aunque 17 años atrás había prometido protegerlos.
Claude, años después,
lanzaría un ramo de ilusión a las olas de la vida para mantener la cordura. Con
calmada nostalgia recordaría esos momentos en su apartamento de Nueva York al
periodista y escritor John Richardson, quien narró la escena, acontecida en el
año dos mil diez: “Bajo y robusto como su padre, Claude tiene la inconfundible
mandíbula cuadrada y los profundos ojos negros de Picasso. Todo su cuerpo
delata su dolor mientras recuerda el día que vio a su padre por última vez, en
mil novecientos sesenta y cuatro, cuando era un estudiante de 16 años: “Eran
las vacaciones de Pascua. Paloma y yo tomamos el tren hacia el sur de Francia,
fuimos a la casa que nuestra madre conservaba allí, y luego llamamos a la casa
de mi padre. ¿Podría venir a buscarnos el auto, como siempre? No vino nadie.
Esperamos durante días, no vino nadie. Finalmente nos encontramos con Pablo y
Jacqueline. Ella fue la que más habló. Dijo que Pablo había sido
despiadadamente herido por el libro de mi madre, y que era culpa nuestra,
porque Paloma y yo tendríamos que haber impedido que lo escribiera. Dejaron
claro que mi padre había terminado con nosotros. Yo me enojé con él, pensé que
se estaba comportando como un viejo tonto y débil. Paloma estaba devastada, se
sentía rechazada. Llamamos, escribimos cartas, todo fue inútil. Él tenía 83
años, vivía como un recluso. Cada año yo iba al sur e intentaba verlo. Trepé
los muros de su casa para verlos, pero nunca lo vi”.
Más adelante la Gilot
recordó el desenlace final de lo que sucedió con su libro: “Picasso demandó a
mi editor francés; perdió el caso; apeló y volvió a perder, El día que se anunció
el veredicto, me llamó por teléfono. “Ganaste, bravo, te felicito”.”Típico.
Admimiraba al ganador. En ése juego yo había sido mejor que él, todo lo demostraba,
pero ¿si hubiera perdido? ¡Me hubiera despreciado!”