“Los
sueños intactos”
Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio
En
homenaje al poeta y narrador colombiano nacido el 25 de agosto de 1923,
reproducimos la presente conversación publicada en algunas revistas
hispanoamericanos y en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia,
que obtuviera el Premio Literaturas del Bicentenario en el año 2010.
Mutis, galardonado con el Cervantes (2001),
el Premio Nacional de Poesía de Colombia (1983), el Xavier Villaurrutia
(México, 1988), el Médicis Étranger (Francia, 1989), el Roger Caillois
(Francia, 1993), la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio (España, 1996), el
Príncipe de Asturias (España, 1997), el Reina Sofía (España, 1997) y el
Premio Ciudad de Trieste (Italia, 2000), en este breve encuentro habla de la
experiencia del cautiverio, del viaje como inmovilidad, y promulga su
desconfianza por los artilugios de la tecnología que invaden el mundo.
Arribamos a la presentación del No. 1 de la revista
Atlántica de Poesía acompañados del escritor colombiano Carlos Jiménez. Los
anfitriones esperaban ansiosos a que aumentara la concurrencia para iniciar el
evento que tenía por enemigo una ventisca fría, que desde hacía dos horas
levantaba constantemente una bandera de hojas en las calles de Madrid, un
«fantasma verde que huía con rumbo indefinido», según diría más tarde
nuestro imprevisto personaje.
Al ponernos a salvo en el auditorio, todavía
trémulos por la arremetida del clima, nos sorprendió la notoria presencia de
Álvaro Mutis, parado y solitario, con un vestido azul de grandes solapas y una
camisa de rayas rojas, contemplando en el estrado a Caballero Bonald y a José
Ramón Ripoll, quienes se preparaban para iniciar la ceremonia. Con precaución
nos acercamos al fiel cómplice de Maqroll pues sabíamos que se había dedicado
casi por completo a la narrativa y que la temida fama comenzaba a ensañarse con
él, primero atacándolo con el Premio Villaurrutia en México y luego con el
Médicis Étranger en Francia.
—Es bueno encontrar colombianos aquí, fuera de las
cárceles… Lo digo yo que conozco esa experiencia —dijo eufórico con su
característica fraternidad, dejando un cálido aroma del vino en el aire.
Un año y
medio en la prisión de Lecumberri en México había sido un drama para su vida y
una suerte para su obra, pues allí la lectura tenía la calidad de un dios
ineludible. Según refiere en ese escenario hostil sus barricadas interiores
fueron usadas al extremo y «jamás el sueño fue un visitante indeseado».
—¿Recuerda algo benéfico de aquel periodo tan
aciago?
—Apartándome del desasosiego inherente al hecho de
estar separado de los amigos creo que en la cárcel el tiempo me era pródigo
para la reflexión y desde entonces supe para siempre que el silencio no existe,
que la noche es atravesada por rumores y voces temerarias… Que el silencio es
patrimonio inviolable de esos seres venidos de otro tiempo, que algunos llaman
poetas.
Ante ese recibimiento le pedimos quince minutos a
solas en un rincón del gran auditorio para urdir esta conversación que persigue
las señas particulares de una voz celebrada por Octavio Paz con las siguientes
palabras: «Mutis es un poeta de la estirpe más rara en español, rico sin
ostentación y sin despilfarro».
—Es extraño venir a conocernos en España.
Últimamente he visitado poco Colombia aunque en verdad jamás he salido de
Coello, el pueblecito que originó mi paisaje interior —dijo con su voz
estentórea.
—Nos parece increíble que el demiurgo de Maqroll
piense que el viaje es ilusorio y que nunca ha salido del Tolima —dijimos.
Mutis dejó escapar su reconocida carcajada y comentó:
—No deben estar tan seguros, si Maqroll está
obsedido por el viaje es porque sabe que ese acto es una de las mayores
ilusiones del hombre. Y también es así como logra olvidar los vejámenes
propinados por el amor, por el desafecto y por lo más soez de la condición
humana…
—Durante toda su vida el viaje ha sido su ejercicio
incesante…
—Más que ejercicio un reposo, pues en los
aeropuertos y en los aviones estamos a merced de un tiempo enrarecido, que nada
tiene que ver con el transcurrir que enfrenta el héroe de mis novelas. Mi padre
fue diplomático por lo cual desde mi primera infancia me he empeñado en
vulnerar fronteras. Luego, debido a mi trabajo como distribuidor
cinematográfico, he podido conocer muchos países. El viajero contemporáneo es
un ser desprovisto de voluntad, ese rasgo impetuoso que poseía aquel individuo
que se desplazaba en caballo o camello ya no existe, pues dependemos de una
estructura que nos acomoda como fardos, nos traslada en forma pasiva de un país
a otro, nos convierte en objetos de una máquina impersonal, y a veces en
víctimas de una estructura policiva que margina a un cúmulo de pasajeros por
motivos inhumanos, como ser de una nacionalidad proscrita. Simplemente quiero
decir que cuando viajo tengo mucho tiempo para leer, para reflexionar y a veces
para escribir en libretas o tras las facturas de los hoteles, lo cual me ha
causado más de un problema cuando debo presentarlas como soporte de mis
viáticos.
—Nos divierte la idea del viaje como reposo, en su
caso y dada su actividad creativa sería una especie de reposo en la luz, para decirlo con
las palabras de Joubert…
—Ustedes son
las únicas personas que aún leen a Joubert en el mundo, extraordinario
escritor. La exclusión de la dificultad de esta sociedad que tiende a
simplificar todas las cosas tiene unas consecuencias aberrantes. Una gran obra
como un amor, en su origen es un tributo a nuestra incomprensión, a nuestra
ineptitud. La confrontación de un triste lector con una pieza maestra del arte
es difícil porque implica una suerte de violación, una entrega de todas las
huestes críticas que nos acompañan para que entre un ejército ajeno a utilizar
nuestra imaginación y a veces nuestras convicciones.
—Su escepticismo es reconocido, la esperanza en un
tiempo mejor no matiza su obra. ¿Alguna vez se ha sentido cómodo en la época
que le tocó vivir…?
—No espero nada bueno del hombre y a veces ni
siquiera de la mujer. Espero que el planeta le sea restituido pronto a una
especie más coherente... Mi predilección por el Siglo de las Luces es absoluta.
Las buenas maneras unidas a un delicioso libertinaje me sobrecogen. La forma
encontró en esos años una exquisitez inolvidable. El progreso técnico de
nuestro tiempo me resulta de alto riesgo; yo nunca he podido confiar en la luz
eléctrica, mucho menos en la televisión o en el teléfono. Son aparatos
engañosos que merecen una interpretación similar a la de Platón en el Mito de
la Caverna.
—El paisaje es el protagonista de algunas novelas
latinoamericanas. La exuberancia natural crea un tipo de literatura que asombra
a los europeos… Nuestras selvas forjan personajes delirantes que no pueden
existir en otras latitudes…
—Los europeos o norteamericanos inventan fórmulas
para poder comprendernos y lo grave es que nosotros las creemos. Con esto
quiero decir que el Realismo Mágico no existe, y que es una simplificación.
Para los franceses todo el arte de nuestra América Latina es igual y puede
circunscribirse en esas dos gastadas palabras, y aquello es falso. En cuanto a
la parte final de la pregunta puedo decir que una de las manifestaciones más
poderosas de la selva es la locura. Allí no sólo la naturaleza es demencial
sino que los hombres que la habitan viven una realidad desmesurada. Yo conocí
ese territorio tan parecido al averno trabajando en una multinacional
petrolera. Uno imagina que esa multiplicidad de especies puede ser una
experiencia entretenida pero por el contrario, lo he reiterado muchas veces, es
una experiencia tediosa, monótona y que linda con el horror. Por lo cual si es
cierto como dice el adagio de que los árboles no dejan ver el bosque, estoy
seguro de que el bosque sí deja ver los árboles, pero todos son el mismo. La
humedad es amenazante y arrasa la piel y la ropa. Los extranjeros que la
habitan muchas veces terminan alucinados y se convierten en una nueva especie
sin identidad definida, y participan de todos los ritos como Tarzanes
pintorescos. Allí nadie está a salvo de la locura.
—José Eustasio Rivera ya lo sabía… —comenzamos a
decir y en ese momento escuchamos a José María Ripoll invitando a los
asistentes a sentarse para iniciar el acto; entonces vimos que Mutis se
alteraba, por lo cual decidimos concluir la charla—: La última pregunta,
Álvaro, es sobre un tema que nos preocupa... ¿La narrativa ha usurpado el
espacio que tenía la poesía en su creación o es una enfermedad momentánea?
—La escritura es para mí una necesidad y no una
disciplina feroz. Desprecio la imagen del escritor que hace una carrera
literaria, en eso soy un poeta. Goethe entendió la literatura como
liberación, no como el calabozo cotidiano de muchos novelistas, legado que
para mí es insuperable. Y en lo referente a la poesía quiero tranquilizarlos:
ella nunca se mueve, tiene un pacto extraño con la eternidad pues se burla del
pasado y del porvenir, y siempre está en mis aguas interiores, a la cercana
distancia de mi propio corazón.
El evento inaugural de la revista había comenzado y
nos vimos obligados a ultimar este diálogo deleitoso. Intentamos complementar
nuestra conversación el día siguiente pero Mutis tenía una agenda insobornable.
Años después, primero en Bogotá y luego en la Ciudad de México, volvimos a
encontrarlo convocados para rendir tributo a su obra cada vez más cargada de
reconocimientos, pero jamás pudimos concertar la soñada cita que diera fin a
este diálogo inconcluso. Y mientras esto ocurre no tenemos otra alternativa que
evocar su frase de despedida pronunciada aquella noche fría de Madrid,
proveniente de uno de sus más hermosos poemas incluido en el libro Los
trabajos perdidos:
—Agradezco tan generoso interés en mi pensamiento y
en mi obra. No puedo desearles algo mejor que lo siguiente: «¡Que los acoja la
muerte con todos sus sueños intactos!»
Y hoy, a
pesar de tantas esperanzas arrasadas y del avance mutilador de este tiempo
sombrío, sólo podemos decirle, Álvaro, que seguiremos intentándolo.