Por Carlos Fajardo
Fajardo*
Tiene
razón Eduardo Esparza al denunciar en su artículo “Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez”, cómo
en el Salón de Artistas de Anapoima
se notó la tendenciosa inclinación estética de los jurados hacia las obras
conceptuales, representadas concretamente en diez instalaciones que
participaron en dicho evento, frente a casi 110 trabajos de pintura, escultura,
grabado, dibujo, fotografía. La exaltación y puesta en primer plano del arte
conceptual por parte de los reconocidos jurados de dicho Salón (caso Ricardo
Arcos Palma y Lucas Ospina) hace evidente la marginalidad y el destierro de
otras expresiones artísticas que no cumplen con el concepto de “lo nuevo”, lo
“novedoso”, “innovador”, según los criterios de los actuales cánones de las
artes plásticas en la globalización. Se debe entender que este arte, hecho
según las preferencias de los clientes- y del jurado– cumple a cabalidad con
las normativas estandarizadas que exigen las bienales mundiales y de los
salones nacionales y regionales.
De esta manera, tanto
artistas, curadores y críticos bienalizados
deben adaptarse a los parámetros de la moda artística, donde se realizan sobre
todo videos e instalaciones con temas de lugares comunes, repetidos, banales y
anodinos. Así, gran parte de los artistas bienalizados
circulan por el mundo con las mismas obras y son casi siempre los mismos
invitados. Son artistas multi-locales, que buscan ser subsidiados por programas
internacionales y que aceptan lo que exigen las exposiciones mundiales y
locales. Lo mismo sucede con curadores, críticos y jurados de certámenes. Por
lo regular, pueden en un momento trabajar de forma muy superficial y trivial
sobre las problemáticas de un país (la violencia en Colombia, por ejemplo) y en
otro, montar una instalación insulsa sobre la cultura televisiva y mediática,
tal como se manifiesta en la obra ganadora del salón de Artistas de Anapoima.
De manera
que en Salones y bienales lo más reprobable y mediocre convive, cínicamente,
con el arte de alta calidad, sin que ello produzca escozor entre ciertos jurados,
los cuales ejercen un oficio de conciliadores, colaboradores e impulsores de un
arte fraudulento y de escaso valor estético.
No es entonces de extrañar la queja que levantan hoy por hoy los
pintores, dibujantes, grabadores, escultores, fotógrafos contra su exclusión
casi radical de los salones de artistas. Dicientes son las palabras de Eduardo
Esparza al respecto: “Los papistas y
procuradores del arte conceptual nos han tirado a matar queriendo imponer su
estética y concepto por encima de todo, y el todo vale (…) Los veteranos en el
arte ya sabemos cómo es el tejemaneje que se ejerce en el medio, ya estamos
curtidos y, sin embargo, cuando metemos la cabeza, porque confiamos en la
transparencia de un evento, no escapamos de la decapitación”.
Sus
interrogantes sobre la escogencia e idoneidad de los jurados apuntan a
cuestionar una de las problemáticas más dramáticas, llenas de amiguismos,
preferencias, de corruptela en los procesos institucionales de los concursos en
todas las áreas artísticas: “¿Por qué no
se incluyó dentro del jurado a personas idóneas para juzgar todo lo allí
expuesto, que respeten las diferentes expresiones artísticas y respeten a los
artistas?”
Cierto
es que el arte actual ha entrado en una esfera de dislocaciones, de
heterogeneidades estéticas y a una cierta expansión de sus fronteras, donde se
proyectan y se aceptan diferentes técnicas y posibilidades. Ello es saludable
para sus propuestas. Sin embargo, en este pluralismo no todo vale, ni a todo se
le puede aplaudir y aceptar en el arte sin más. Con ello, puede estar
sucediendo que al arte se le esté asumiendo ya no
como un proyecto fundamental para sacudir y transformar nuestras vidas, sino
como un componente junto a los objetos que se consumen y desechan, que van
directo al vertedero, como un bazar de lo efímero. Los resultados son
desastrosos: homogenización del arte y rechazo a toda actitud de excepción.
*Poeta y ensayista colombiano