Las muertes inconclusas de Gonzalo Márquez Cristo


Aquí el prólogo de Antonio Gamoneda (consagrado con los premios Cervantes y Reina Sofía), perteneciente a Las muertes inconclusas de Gonzalo Márquez Cristo, que obtuviera el Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot.
El libro, publicado por Común Presencia, contiene ocho pinturas realizadas exclusivamente para esta aguda y poética obra, por el artista Germán Londoño.

Me extravío en el pensamiento vertiginoso
de este libro
Por Antonio Gamoneda


He leído Las muertes inconclusas de Gonzalo Márquez Cristo en su original. Un abismo y su vértigo. El abismo y su vértigo disuelven en mí, si es que la tengo, la trama neuronal del pensamiento. Pensar el libro y decir de él. Pensar, decir, explicar, definir... Definir es conciencia de límites, decía Cicerón, si bien recuerdo. Y ¿cuáles son los límites del abismo, suponiendo que el abismo tenga límites? No lo sé y no me importa no saberlo. No hay conciencia de límites en el interior del vértigo. Esto pienso, si es que pienso. Sería además una conciencia inútil. Pero bien, ahora mismo (¿qué será, “ahora mismo”?; sí, ya lo sé; que me lo dice Gonzalo: es el instante; el instante que aparece y desaparece simultáneamente; que es y no es simultáneamente; y, por tanto, en él vivimos y no vivimos, amenazados por la eternidad; por la eternidad del instante; por uno y otro que no son tiempo en sí mismos). Decía que “ahora mismo” no sé por qué, vertiginosamente, presiento que lo inconcluso es lo que no puede concluir precisamente porque no tiene límites. Bien; así es lo que no es. Pero qué es, insisto, qué son y no son, pongamos, en su envés, lo inconcluso y los límites? Me dice Gonzalo que la muerte. No lo entiendo, pero sí, probablemente. ¿Qué era yo hace, más o menos, mil años y qué voy a ser dentro de, más o menos, mil años, contados desde este inapresable “ahora mismo”? Nada. Nada, sea cual sea y no sea el milenio, y nada, sea lo que sea no siendo, el instante, el “ahora mismo”. Le dicen vida, al parecer, y por tanto, al parecer, ha de ser sólo apariencia, y, por tanto, la vida, ciertamente, no es la vida. Por causa no sabida, que habrá de ser, lógicamente, apariencia, yo dispongo, dicen, de la palabra. ¿De qué? ¿Por qué? ¿Para qué? Para salvarme, dicen, Para salvarme entonces, digo yo, será de la vida, de esa otra primera apariencia. No; para salvarte, siguen diciendo, de la muerte ¿De qué muerte? ¿De la última apariencia? No nos entendemos. Obviamente, la palabra, la palabra poética, quiero decir, es también y tan sólo un estado liminal del silencio; del único atributo pertinente del ser y no ser; de la realidad que se libra constantemente de si misma confundiéndose en el ser y no ser. ¿Y el amor, la tragedia, la alucinación? Sí, naturalmente, grandes convulsiones, accidentes deseados o temidos que se producen sin que por ello adquieran realidad; como todo, como sus continentes, son y no son, y, siendo y no siendo nos convulsionan y abrasan. Así, como digo, me extravío yo en el pensamiento vertiginoso de este libro; por ahí, por esa selva invisible, andan con pasos lúcidamente orientados hacia su propio misterio Las muertes inconclusas. Pregunten por ellas a Gonzalo de parte de su cisatlántico hermano Antonio Gamoneda