El profeta en su casa

Jotamario en 1964, al pie de su casa en el barrio Obrero.


Por Jotamario Arbeláez

(Prólogo a la tercera edición, 2014, a publicarse en Cuba, en la Colección Sur)

La poesía es una apuesta contra el tiempo que la resiste.
La historia que escriben tinta en sangre los vencedores
pasa tan pronto como caen, pero queda la poesía.
Quién se va a enfrascar ahora en las 13 fases del plan quinquenal soviético.
Pero ahí están, a la orden del día, los vibrantes poemas de Vladimir Maiacovski,
que cantaba por parejo a la revolución y a su amada, complaciente y castigadora:
“He blasfemado. / Grité que Dios no existe / y, en respuesta, él extrajo del fondo del infierno / una mujer que haría temblar las montañas / y me ha ordenado: “Amala”.


Media una  diferencia entre el poeta que se levanta y el que se apresta a acostarse.
Se comienza cantando con discordantes acordes. Se prosigue templando el tono y buscando nuevas motivaciones a la tonada.
Cincuenta años han corrido desde que empecé a pretenderme heredero de los goliardos con este libro, apadrinado por el profeta que vino a reclutarme para marchar contra la ignominia.
Recién se alzaba el nadaísmo en tierras negadas a la vanguardia.
Una pandilla de poetas de las provincias, jóvenes a morir y con pinta de proletarios excéntricos,
declaraba cesante la dependencia nacional del corazón de Jesús, del gobierno y de la academia.
Cuba le daba en la cabeza a Goliat, y esa hazaña encendía en nosotros la esperanza en el hombre nuevo.
Usa se tuvo que llevar el burdel de Miami para Miami. Y en la isla,
no sólo se gestó y se trató de exportar la revolución, sino que desde la Casa de las Américas
se estimuló la irrupción de esa camada literaria que deslumbró al mundo llamada Boom.
No faltaría el insidioso liberalizante que tratara de torpedear esos amoríos. Menos mal que resistió Gabo, y hasta Cortázar.   
Se dice que en nuestro caso fue más el ruido que las nueces y que la furia.
El mundo, y ni siquiera el país que nos habitaba, se iba a dejar cambiar así como así por la cháchara apocalíptica de unos mozalbetes chisgarabises,
así nos etiquetáramos como arcángeles vengadores.
Se hizo el tránsito de la expectativa al incumplimiento.
Nuestro profeta nos atizaba para el reclamo, haciéndonos sentir mensajeros de lo absoluto.
Unos modestos ególatras en nada comparables a Maiacovski,
quien con poemas de vanguardia remolcó el tren de la revolución bolchevique, y de esa revolución lo que queda son sus poemas.

“Somos geniales, locos y peligrosos”, así acuño Gonzalo Arango la frase que iba a franquearnos las puertas del futuro,
y lo que hizo fue abrirnos las de las cárceles por delitos de poca monta, como fumar marihuana en los parques y hacer el amor en los cementerios,
y apenas si alguna vez por conspiradores.
Posábamos de antisociales mientras llegaba el socialismo.
Pero ni los comunistas criollos nos dejaban pasar, ni para hablar en el sindicato ni para viajar a Cuba, con excepción del pintor Alcántara y del poeta monje Elmo Valencia, 
pues veían consternados que cada vez que insultábamos ferozmente y en la cara a la burguesía,
ésta nos invitaba a unos whiskies y nos publicaba el ludibrio.
Nuestros versos al principio eran inconexos e incomprensibles, para contribuir a la confusión general, dadaísmos y borborigmos.
Tanto que el poeta sacerdote Ernesto Cardenal, desde su monasterio de vocaciones tardías en La Ceja, Antioquia, me notificó que debía continuar con el aliento del poema El profeta en su casa,
y que a todo lo demás, abstraccionismos y tonterías, podía pegarle fuego.
De poemas absurdos devinimos en poemas sociales despolitizados. Poesía urbana, conversacional, periodística si se quiere.
No hicimos la revolución con nuestros poemas pero revolucionamos la poesía. Después de nuestros cantos nadie en nuestro país volvió a cantar como se cantaba.
Y de lo que se trataba era precisamente de eso.     

“Sólo por la poesía hace el hombre de esta tierra su morada”, nos sopló a tiempo Hölderlin y a ello nos aplicamos.
Con poemas y con el gesto poético que mantiene vigentes hasta a los que están en la tumba.
“Mi poesía es mi vida ─planteó Dariolemos─. Lo demás son papelitos”.
Con seguridad que ya no escribimos como empezamos, porque si el mundo no cambió mucho, mucho si cambiamos nosotros.
Sin perder con el pelo ni un pelo del humor y la  irreverencia.
      
“¿Hasta dónde llegaremos?”, se preguntaba el profeta en su primer manifiesto. Y se respondía:
“El fin no importa desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un Destino.”
Y, pasado más de medio siglo de la irrupción nadaísta y del triunfo de la revolución que convirtió a la isla en territorio libre del cosmos,
llegamos a Cuba con nuestros primeros poemas, para ser publicados en la Colección Sur que dirige el poeta Alex Pausides,
mientras que un nadaísta confeso, Humberto De la Calle Lombana, sorteando toda clase de zancadillas y torpedos del guerrerismo,
maneja con toda habilidad y destreza la mesa de paz en La Habana, a fin de poner fin a la guerra con la guerrilla.

Era lo único que no estaba previsto: que Colombia le terminara debiendo la paz a un nadaísta. Y, desde luego, al país del caimán barbudo.