Colección
Los Conjurados, 2015
Común Presencia Editores publica esta
obra de Tatiana Guardiola Sarmiento,
donde una escritura colmada de evocaciones y siempre provista de ardor, nos
conduce por las vertientes de la nostalgia y el erotismo.
Antiguos placeres es un inquietante recorrido que abre
mundos privados para el deleite de los lectores, a veces bajo la luz del
cinismo y en ocasiones describiendo los avatares de sus personajes al asumir su
educación sentimental, su paso excitante y cruel por el peligroso puente vital
de la adolescencia, como ocurre en “Mosaico”.
Las eternas y evasivas puertas del
cuerpo femenino, y las cadencias de una imaginación que no deja de horadar,
producen relatos memorables como “Espejo”, donde su delirante
protagonista termina danzando con sombras.
Los diez relatos que componen el libro
están poblados de pasión y nostalgia, bajo la presencia tutelar de algunos
objetos antiguos que determinan las tramas de sus protagonistas: “Piano de
cola”, “Reloj”, “Armario”, “Jofaina”, “Maleta...”
La autora nos transporta aquí al territorio de los
placeres consagrados por una memoria que no cesa de reinventarse.
PIANO DE COLA
Por Tatiana
Guardiola Sarmiento
El
día que cumplí la edad de retiro suspiré con ingenua felicidad. Deduje que ya
podía dedicarme a perfeccionar el trinar de mis canarios, regar las margaritas,
tocar el piano, cantar boleros; y a todo cuanto me habían privado el rigor y
los afanes del trabajo.
Solo me ataba la incómoda tarea de visitar al
notario cada trimestre, en medio de colas, para dar revés a la yema del índice
derecho en tinta azul y de ese modo, con mi huella afirmar ante los hombres y
ante la ley que la barba que a diario afeitaba, la calva, mi hernia y mis
neuralgias me pertenecían.
De mi mesada pendían como racimos de uva: mi mujer
Ester, su madre, sus dos hermanas y el hijo que tuvo antes de nuestro
matrimonio.
Aprendí a amar ese dedo más que a cualquier otra
parte del cuerpo. Lo colocaba sobre mis labios en solicitud de silencio, se
volvía amenazador y crítico en las audiencias, era la mejor pinza con la que
estiraba y paladeaba espaguetis: el que brindaba sazón a las carnes que
preparaba. El único dedo que articulaba al transcribir en mi máquina eléctrica,
era RE en mi piano de cola C. Bechstein, rechiflaba con su ayuda en los
partidos de béisbol, era anestesia cuando tenía dolor, miedo o ira, porque lo
mordía tan duro que se amorataba y mientras recobraba su color, se desvanecía
la tensión. También, en el baño, con un poco de agua y ese mismo dedo, me
aseguraba que no quedaran partículas en mi ano estreñido.
En la íntima penumbra, pegado al cuerpo de Esther,
primero con el tentáculo índice hormigueaba sus pezones y descendía acrobático
a sus territorios. Éramos mi dedo y yo. Ester se daba cuenta. Por eso, cuando
ya estaba apuñalado, ella me cortó el dedo y lo conservó húmedo bajo las tablas
de pino del piano. Me mató dos veces. Le hubiera bastado cercenar el dedo para
saberme muerto. Mi huella insepulta, ahora asiste cada tres meses al notario, a
financiar la traición.